Susan Crowley
28/06/2019 - 12:03 am
Fonca, o el problema de nadar con flotis
El artista se ha caracterizado por tener una personalidad irreverente, contestataria incluso subversiva. Una veces, dios o ídolo, otras dispuesto a sacrificar su vida por el arte. Siempre ha sido así y nada, ni los presupuestos, ni los cambios de políticas públicas, ni la mediocridad pueden ablandar su espíritu. Esto cuando se trata de un verdadero artista.
La discusión que ha surgido respecto al otorgamiento de apoyos para la creación de parte de la Secretaría de Cultura, muestra que el modelo que se creó ha sido conveniente pero no suficiente. Parte del problema se origina en las polémicas políticas públicas del Gobierno del cambio, pero en el fondo remite a un tema mucho más complejo: la difícil relación histórica entre la creación artística y la proveniencia de los recursos que la posibilitan. Los lastres que hemos cargado por una mala educación básica y la masificación de los programas que contradicen el espíritu individual.
El artista se ha caracterizado por tener una personalidad irreverente, contestataria incluso subversiva. Una veces, dios o ídolo, otras dispuesto a sacrificar su vida por el arte. Siempre ha sido así y nada, ni los presupuestos, ni los cambios de políticas públicas, ni la mediocridad pueden ablandar su espíritu. Esto cuando se trata de un verdadero artista.
Tuvo que pasar mucho tiempo en la historia para que alguien pudiera autonombrarse artista. En Grecia era un demiurgo sospechoso de competir con los dioses, decía Platón. En Roma vivía a expensas de los gustos de los nuevos ricos que lo usaban como decorador de sus palacios. Durante la Edad Media, era considerado un artesano. Tenía la misión de fabricar obras que enaltecieran lo sagrado, lo guiaba en este camino su fe y desde luego su maestro, pero cualquier intento de desviarse de los cánones establecidos, podía costarle una cita con la
Inquisición. Durante el Renacimiento los talleres se convirtieron en los espacios de surgimiento del arte y los primeros centros de producción. Muchas familias entregaban a sus hijos para que fueran educados dentro de una comunidad y pudieran aspirar a ser siquiera ayudantes. Fue en este periodo cuando se aquilató el término Obra Maestra: el objeto elaborado por quien había adquirido una serie de conocimientos y los ponía en práctica de manera individual. Haciendo uso de su libertad y atesorando sus habilidades, el alumno que superaba al maestro podía considerarse poseedor de un don. Pero también podía irle muy mal por su arrogancia contra quien lo había formado. Más adelante el artista fue adquiriendo un nombre propio. Los grandes señores dejaron de pensar en las obras que decorarían sus salones y contemplaron la posibilidad de que un artista las firmara.
Dependiendo de la firma, era la categoría del noble. Aun así, las historias de artistas encerrados a pan y agua creando salones completos con escenas mitológicas, religiosas, alegorías y metáforas sobre el poder del mecenas abundan en este periodo.
Con el paso del tiempo el conocimiento del mundo se trasladó a una nueva institución llamada Academia. Un ámbito de experimentación sin precedente en el que cabían quienes deseaban aprender y profesionalizarse. La Academia captó un enorme número de talentos y permitió que se contrastaran con el conocimiento real de las distintas materias. El mundo universitario era una plataforma que impulsaba el crecimiento y desarrollo de proyectos sustentados en la ciencia y la filosofía. Una nueva manera de entender la expresión artística. Pero cuidado que alguien decidiera irse por la libre delante de los eruditos porque sería condenado a vivir en un limbo; rechazado por la honorable institución tendría que vérselas solo y sin ningún apoyo.
Para inicios del siglo XX, paralelos a la Revolución Industrial surgieron los regímenes totalitarios que buscaron reprimir al artista. Una vez más este gremio se mostró rebelde pagando con las peores purgas, exilios espantosos e incluso la vida. Los movimientos de la segunda mitad del siglo XX destacan por el activismo de sus miembros, mujeres, grupos afroamericanos, latinos, gays, minorías en general, se unieron en contra del stablishment para ganar un sitio dentro de las élites artísticas.
Por un momento pareció que el artista por fin había logrado sacudirse el yugo del soberano, llámese señor feudal, Estado, mecenas o Academia. Pero en los tiempos de la modernidad y los “post” debe jugársela dentro de una de las más frías y mediocres instituciones de la historia, el mercado: todo vale según se vende y se compra.
La bonanza económica siempre ha impulsado la expresión artística. El dinero es el gran motor para que la creación sea posible. Pero no debemos olvidar que, en los momentos oscuros, también ha surgido lo mejor del artista: Rembrandt creó lo más grande de su arte cuando los comerciantes ricos dejaron de pedirle obras por encargo; Caravaggio pintó sus principales cuadros huyendo del poder del Vaticano; Goya abandonó los temas romanticoides que le dejaba buenas sumas de dinero y su legado es tan grande como su aislamiento. Turner retó a los académicos y utilizó el dolor humano como materia de lo sublime. Schostakovich y Malevich lograron trascender la rabia en contra del soviet con obras incomparables. En México las generaciones de artistas que padecieron las más duras represiones estudiantiles en los años sesenta y setenta son fundamento de una nueva forma de hacer arte.
Para los años ochenta, a raíz del surgimiento del TLC y con la necesidad de mostrar nuestro potencial cultural frente a Estados Unidos y Canadá, se crearon las becas del Fonca. De un momento a otro, miles de aspirantes se volvieron “aplicantes” reiterados y muchos otros asumieron el rechazo como una imposibilidad para continuar su carrera. No siempre los que recibieron los apoyos fueron los mejores, muchos que se quedaron fuera son grandes.
Volvamos a la discusión actual, ¿en qué momento creímos que sin las becas del Fonca el arte se detiene? Si bien estas han sido útiles para quienes las han recibido, en muchos casos ha sido cuestionable su efectividad. En un mundo sin Fonca me parece que el artista seguiría buscando la manera de crear, y seguramente lo conseguiría. Un montón lo logran todos los años sin esas becas. Lo mejor del arte de México no está necesariamente subsidiado por el Fonca. Afuera, lejos, sin recursos, pero con una ingente necesidad de crear hay grandes artistas que encuentran, pese a todo, vías para mantener viva su vocación.
¿Las becas deben continuar o no? En tanta palabrería de ataque y defensa se pierde un ángulo importante, la trayectoria del artista que ha pasado a la historia como la eterna consciencia crítica, explorador y autor del cambio, ¿debe considerar las becas un derecho otorgado? Existe un problema cuando el artista, para seguirlo siendo, se ve obligado a incursionar en el mundo de los notables, de los miembros de comités y funcionarios, de los eruditos responsables de elegir a quién y cuándo se entregan esas becas. Depende para su creación de la itinerancia de los gobiernos, de los malos o buenos secretarios de cultura, de los presupuestos. Por un lado, es verdad, posibilitar el desarrollo y crear estímulos es una de las responsabilidades del estado y debemos exigirle implementar esas vías. Pero por el otro lado debemos preguntarnos en qué medida las becas son un trámite burocrático que debería desaparecer y dar oportunidad a que diversas formas de colaboración estado/artista/IP, surjan y generen nuevos proyectos.
No podemos dejar de lado el irónico fenómeno que genera un sistema de financiamiento del arte a través de dádivas estatales: convierte a los candidatos en verdaderos talentos en “el arte” de llenar aplicaciones y vivir de ello.
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