María Rivera
19/06/2019 - 12:03 am
Tierra Adentro… de la 4T
Asistimos a la reanimación cardiopulmonar de la cultura cortesana priista en todo su esplendor por si pensábamos que caminábamos en sentido contrario, enunciada sin rubor alguno.
Hace una semana, en este espacio, escribí sobre la función propagandística que ha adoptado la Secretaría de Cultura en la “cuarta transformación”, describí el me(xi)canismo que la ha convertido en una oficina más de la “Secretaría del Bienestar”, destinada a crear propaganda acorde con el Gobierno lopezobradorista, y una forma novedosa de asistencialismo cultural, que ve en la cultura, no una pluralidad muy vasta a la cual servir, construida y determinada por agentes autónomos, con preocupaciones propias y diversas, sino un medio para el adoctrinamiento ideológico de “la cuarta transformación”, una puesta en escena de la concepción, pobre y autoritaria, de “cultura” que tiene el Presidente López Obrador, que debe acatarse como lo que es: una verdad irrebatible (y antidemocrática) que ha decretado la desaparición de la pluralidad de identidades y manifestaciones culturales que conforman el país, salvo las que él considera “la verdad más íntima de México”. Pero no hay quien le diga al Presidente que está equivocado, sus subordinados están obligados a guardarle lealtad (y obediencia, agrego yo), como señaló recientemente la Secretaria de Gobernación, Olga Cordero.
Asistimos a la reanimación cardiopulmonar de la cultura cortesana priista en todo su esplendor por si pensábamos que caminábamos en sentido contrario, enunciada sin rubor alguno: los funcionarios son instrumentos de una voluntad suprema y no están obligados a ser leales a las instituciones democráticas que sirven, construidas con mucho trabajo en un largo proceso, sino al Presidente y lo que este ordene.
El desprecio por las democracia y la pluralidad no puede ser más patente en el discurso y las formas culturales del poder político: el Presidente manda traer a funcionarios para que comparezcan en su tribuna matutina más que como una demostración de transparencia y rendición de cuentas, como una muestra de poder; López Obrador dispone de instituciones, obras públicas, y funcionarios como si fueran de su propiedad: peones y empleados que, a su vez, reproducen la misma política patrimonialista del Presidente en sus propios ámbitos: pequeños señores y señoras feudales que deciden sobre lo que creen que es suyo porque fueron ungidos por otro ungido que ungió el Mismísimo. Es por eso que encuentran “natural” lo que a todas luces es un atentado contra el patrimonio de todos: destruyen instituciones, desechan normas y procedimientos que tomaron décadas implementar, conquistas democráticas resultado de la lucha contra la cultura patrimonialista del régimen priista, reinstalando la discrecionalidad en el uso de recursos públicos, el favoritismo, el voluntarismo como política y, paradójica e irónicamente, re-instaurando las maneras tradicionales de la corrupción. Están convencidos de que las instituciones son suyas y deben servir a los propósitos que ellos decidan.
Esta regresión autoritaria puede verse con claridad meridiana en el ámbito cultural donde los nuevos funcionarios culturales disponen de las instituciones para servir a sus ideas y ocurrencias de “refundación” animados por un aire heroico, y vaya que tienen muchas, son muy creativos, faltaba más, cada cual las suyas, propias, geniales y, sobre todo, “legítimas”. Ideas que lo único que requieren es acatar el objetivo primario: disminuir hasta lo imposible el gasto en funciones “no prioritarias” que son, en realidad, las funciones primarias del Estado en materia cultural (o lo eran) para dirigir los pocos recursos a programas de tipo asistencial-propagandístico, aunque si somos honestos habrá que decir también que la realidad es peor: los programas “a implementar” no deben ajustarse a casi nada, porque el gabinete cultural fue constituido con base en otro baluarte rescatado de nuestra vida política: el amiguismo. Y es que, en verdad, para que los flamantes funcionarios culturales llegaran al poder no necesitaron tener experiencia laboral como funcionarios públicos y en algunos casos, absolutamente ninguna experiencia laboral: bastó con que fueran amigos o parejas de la secretaria o sus allegados, o que sirvieran al propósito propagandístico de apropiación simbólica de los pueblos indígenas que el actual Gobierno lleva a cabo. Ahí está, como ejemplo, reciente y memorable, de la política cultural, la cortísima administración de Mario Bellatin en su paso por el FONCA que estuvo a punto de destruir y que la tenaz defensa de la comunidad artística evitó.
Esto es y no otra cosa, lo que ocurre actualmente en el Programa Cultural Tierra Adentro, que ha sido denunciado por haber cancelado arbitrariamente la publicación de 16 libros de jóvenes autores, tras haber sido dictaminados positivamente en la administración anterior. El caso ilustra todo lo que he descrito anteriormente.
Víctor Santana, el nuevo responsable del Programa, decidió por motivos de ahorro presupuestal, cancelar la edición. O eso informó, en un principio, a los autores. Si ya era grave el asunto porque evidenciaba el desprecio del Gobierno por la cultura, poco después empeoró: los autores se enteraron, por comunicados institucionales y entrevistas en la prensa, que al funcionario público no le parecía “la calidad” de las propuestas, ni las normas y procedimientos con los que venía funcionando el programa, necesarios para evitar el uso discrecional (y corrupto) de los recursos públicos, esto es, el proceso de dictaminación a que son sometidos los libros y que es llevada a cabo por especialistas que, claro, implican un gasto, pero que son requisito mínimo e indispensable en una editorial estatal que, además, goza de un prestigio merecidamente ganado.
No hay mejor defensa del Fondo Editorial Tierra Adentro y sus procedimientos editoriales que examinar su catálogo a lo largo de las décadas y que, en no pocos casos, han sido referentes de la literatura mexicana. Pero esto para Santana, como para el resto de los señoritos y señoritas feudales de la administración pública cultural, es irrelevante: el servidor público se considera dueño del Fondo Editorial Tierra Adentro, como si fuese una editorial privada que no tiene que justificar sus decisiones, se autonombró dictaminador plenipotenciario, atribuyéndose facultades que no le corresponden como la de destinar recursos públicos a quien se le antoje, sin justificación alguna. El asunto es, naturalmente, de la mayor gravedad porque las editoriales del Estado no son, ni se deben de comportar, como iniciativas privadas: no tienen otro dueño que el Estado y no deben de servir a ningún grupo de interés, político o ideológico, muchísimo menos a las fobias o filias de un funcionario público autoerigido como su dueño.
Esta obviedad que nos tomó décadas construir, que es una forma de moralidad pública, está siendo avasallada sistemáticamente desde el poder público, y en su lugar se está estableciendo la vieja moralidad patrimonialista que pensábamos haber desterrado. No sé ya qué tanto sentido tenga denunciarla, lo confieso, frente a lo grotesco del retroceso. Durante décadas, generaciones de mexicanos lucharon por la democratización de las instituciones y contra el patrimonialismo. Quizá sólo nos quede el tono fársico para resistir la cuarta transformación cultural y conservar, aunque sea como memoria, la lógica democrática que, irónica y trágicamente, lo trajo de regreso. Sirvan estas palabras para ello.
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