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RELATO | “Me preguntaron si tenía el ánimo de irme con ellos a ‘valor mexicano’, sin coyote y sin nada…”

21/06/2019 - 8:00 pm

Chavita, nunca la vas a hacer contiene la historia de un migrante mexicano. Aquí el texto íntegro. 

Por Alma Jiménez

Ciudad de México, 21 de junio (Rostros en la oscuridad/SinEmbargo).– Vivíamos en Guadalajara. Yo era el segundo de nuevo hijos —ocho para ese entonces—. Tenía 21 años, no tenía trabajo. Por falta de educación era difícil encontrar algo. Solo llegué al quinto grado.

Mi papá todo el tiempo decía que no la iba a hacer. Reiteraba que si me dejaba en algún pueblo me moriría de hambre porque no sabía hacer nada.

Hice el intento de entrar a trabajar al ayuntamiento, y porque no terminé la escuela, no me contrataron. En ese momento, cuando no podía encontrar trabajo, decidí probar suerte e ir a los Estados Unidos. Mi hermano ya estaba allá, pero él no sabía que iría. Nos fuimos dos primos y yo.

Durante el tiempo que estuvimos en San Luis Río Colorado —no dijeron que ahí era más fácil cruzar—, se nos terminó el dinero que traíamos. Yo llevaba unas botas a las que, ya pensando en el viaje, les mandé a poner media suela. Solo tenía lo que traía puesto.

En San Luis, el dueño de un puesto de tacos escuchó que ya no traíamos dinero. Yo les decía a mis primos que le pediría dinero a mi hermano y que en cuanto lo mandara seguiríamos el camino. El viejito dijo: “Ya los he escuchado, les voy a dar comida y me pagan cuando tu hermano te mande dinero”. No quisimos aprovecharnos y solo pedimos comida para matar el hambre. Para ese entonces ya llevábamos como dos días sin comer. Cuando mi hermano mandó algo, le pagamos al señor.

La tirada era llegar a Estados Unidos, por eso ahí no buscamos trabajo. Pero conocimos a Armando, que era encargado del hotel donde nos quedamos, y le ayudamos a hacer un cuartito en su casa y nos dio de comer. Luego decidimos irnos para Tijuana. Llegamos a la casa de un amigo de mi primo y nos dio albergue, para entonces ya eran dos semanas desde que salimos de Guadalajara.

Mi primo el mayor se salió de la casa y no nos dimos cuenta para dónde jaló. A los dos días llegó la tía de mi otro primo para llevárselo, y él solo me dijo:

—Ahí nos miramos, gordo.

Armando le pregunto a la tía.

—¿Y qué con el otro muchacho? —refiriéndose a mí; ella contestó.

—Que haga su luchita; si no, que me busque.

Pero no dejó dirección ni nada, yo no sabía ni su nombre. Como estaba acostado, me levanté, arreglé las cosas y le dije al amigo:

—Ya me voy, me regreso a San Luis.

—¿Cómo que te vas a ir? ¿Con qué?

—De raite, me voy a la carretera principal y de ahí pido raite.

Y que me va dando una feria como de dos dólares para comprar el pasaje, que costaba uno y cacho.

Llegué al mismo barrio en el que estuvimos antes. Empecé a pasar hambres, no tenía a quien recurrir. Duré cuatro días sin comer. Durante ese tiempo traté de buscar trabajo.

A mis botas se les desgastó la media suela y la camisa ya estaba muy sucia y deteriorada. Nadie me quería dar trabajo por lo mugroso que andaba. Después, las botas ya no sirvieron y andaba con los pies a raíz.

Básicamente era un pordiosero, pues para entonces ya había pasado como un mes. Rondaba el hotel donde nos hospedamos cuando llegamos, y platicando con Armando, me dijo:

—¿Por qué no le pides al dueño del billar que te dé chanza de dormir arriba en la azotea?, si te agarra la policía te va a echar al bote.

—Ya me da lo mismo, me estoy muriendo de hambre y a lo mejor en el bote me pueden dar comida, —contesté.

Pero le hice caso y le pedí permiso al dueño del billar y me dio chanza de dormir en la azotea. El techo eran las estrellas. Le pedí mucho a Dios que me ayudara, que me diera la oportunidad de encontrar un trabajo “limpio”.

Un día, encontré a un muchacho que me dijo que yo me moría de hambre porque quería, y me enseñó su cartera llena de billetes de 100 dólares y miles de pesos. Le contesté: “Si me voy pá el otro lado trabajaré en algo limpio. No necesito andar en drogas”.

“¿Te vas a regresar y le vas a dar gusto a tu papá?”

Pasaban los días, y yo sin probar bocado. Le comenté a Armando: “Yo creo que me voy a tener que regresar a mi tierra porque me estoy muriendo de hambre”. Tenía tres o cuatro días sin comer. El amigo me dijo: “¿Te vas a regresar y le vas a dar gusto a tu papá? ¡Después, no te la vas a acabar!”.

Conocí a otros dos muchachos que eran primos y que también con el fin de trabajar en Estados Unidos. Me preguntaron si tenía el ánimo de irme con ellos a “valor mexicano”, sin coyote y sin nada… y cruzamos sin saber a dónde íbamos.

Uno de ellos, en el transcurso de la noche se perdió; y el otro y yo seguimos adelante. Tuvimos que pasar el desierto de San Luis hacia Yuma, Arizona. Llevábamos más de cuatro días sin comer, sólo limones con todo y cáscara.

Al llegar a la orilla de Yuma nos detuvimos a tomar agua del río, pero en eso llegó la migra y nos echó de regreso. Cuando llegamos a San Luis, encontramos al muchacho que se había perdido.

Para entonces, perdí la cuenta de cuándo salí de mi casa, ya eran cuatro o cinco meses. Otra vez a pasar días sin comer. Después le hablé a mi hermano y le pedí prestado dinero para la pasada. Cobraban 300 dólares por cruzarme. Le hicimos el intento y pasé.

Llegué A Estados Unidos, pero me sacaron otras cinco veces. En una de esas, regresé a la casa y mi papá le decía a la gente que yo me moría de hambre y no le pedía ayuda. Un amigo de Guadalajara dijo que le platicara a su hijo la experiencia de pasar a Estados Unidos, para que viera cómo se sufre y para que no anduviera en drogas.

En otra de las veces que crucé, fui a Tijuana, porque los primos que conocí en San Luis aseguraron que me iban a pasar con coyote. Pasamos y vivimos juntos en Tarzana, California. Esa vez trabajé de velador en un hospital.

En otro momento, se vino mi hermano menor conmigo, y nos separaron cuando nos agarró migración. Me llevaron a un lugar fuera de Yuma, a campo abierto, y uno de los policías me golpeó para que le dijera a quién le íbamos a pagar por la posada.

Cada que preguntaba era un golpe en el hombro con una macana. Fueron varias veces hasta que el otro oficial le ordenó: “Vámonos, este pinche mexican no va a hablar”. Me reunieron con mi hermano en la celda y al día siguiente nos echaron para San Luis.

En otra ocasión, unos conocidos me dijeron que ellos me pasarían. Lo hicieron con un carro, para cruzarme y ya de este lado me dejaron en una huerta. Dijeron que luego venían por mí, porque iban a una fiesta. Esperé toda la noche y nunca llegaron. Al día siguiente, salí de Estados Unidos y regresé a México porque no sabía para dónde jalar y no traía dinero.

Después, cuando volví al otro lado, visité a los conocidos y les reclamé que me hubieran dejado. Respondieron que en la fiesta se les pasaron las copas y se olvidaron que tenían que pasar a levantarme.

Cuando al fin pude quedarme en Estados Unidos trabajé de lavaplatos, limpiando pisos, en la construcción. Luego agarré un trabajo de limpieza de oficinas y con ese mismo patrón manejé un camión recogedor de basura; terminé pintando las calles de la ciudad. En 1976 me casé. Recibí mucho apoyo de mi esposa, con quien llevo 41 años de matrimonio. Actualmente los dos estamos pensionados.

Gracias a Dios, al granito de arena de unos y el sufrimiento de otros, toda la familia, excepto dos sobrinos, tuve la oportunidad de emigrar a los Estados Unidos, incluyendo a mi padre. Después de todo el sufrimiento, le pude demostrar que no acabé en las calles como él me lo gritaba.

ESTE CONTENIDO ES PUBLICADO POR SINEMBARGO CON AUTORIZACIÓN EXPRESA DE Rostros en la oscuridad. VER ORIGINAL AQUÍ. PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN.

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