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Antonio Calera

01/06/2019 - 12:04 am

La España mexicana

En fin, mi buen amigo, que apenas vamos calentando, y pretextos para lograr la España Mexicana hay de sobra para varias vidas.

En fin, mi buen amigo, que apenas vamos calentando, y pretextos para lograr la España Mexicana hay de sobra para varias vidas. Foto: Especial.

No la que vendría por una heráldica cursi o hedionda, es decir tontamente politizada, sino por llevarla en la sangre (y siempre será mejor decir en la cabeza y en el corazón), de pronto se nos sube a varios una hispanidad sentida y alegre, por no decir rampante y voraz. Para todos los que sufren accesos súbitos de Madre Patria (y esto va para “criollos” de diverso grado y españoles radicados ya casi mexicanos o recientemente importados),  es posible, con poner un poco de su parte, encauzar las fuerzas de tal sensación y hasta satisfacerla digna y placenteramente.

Para esos días de no guardar, de salir a cometer a la península por todo lo alto, le recomiendo querido lector, comenzar el día por la Monumental Plaza de Toros “México”, claro, en caso de haber temporada. Y porque en ellas, no nos detengamos, el caló, el color y el calor de una fiesta que seguirá representando a España aún cuando todos hayamos muerto diez veces. Luego, permítame esta digresión, por el mercado de antigüedades de “La Lagunilla” y el Mercado de San Juan. Y es que el mercadillo nos ligará a “El Rastro” cada vez que lo queramos porque es bondadoso en sus citas: detrás de los millares de objetos que ahí observemos (baratijas, grabados, esculturillas, en fin, de esa parafernalia inmensa), tan visibles o escondidos como nuestro empeño nos lo permita, se presentará siempre un halo que nos remitirá a las Españas. Ya sabe usted, todo el culebrón de utilería: cajas de puros, revistas taurinas, capotes y monteras, reproducciones de majas desnudas y vestidas, cualquier cantidad de latas de conservas, panderos con Manolas, libros oxidados de Valle Inclán y Gómez de la Serna, mientras se escucha en el puesto de discos un golpeado ejemplar de pasodobles o algo de zarzuela. ¿A poco eso no es casi como irse de marcha en una noche española de primera?

Y el “Mercado San Juan” por ahí se va. Porque además de toparse ahí con cualquier cantidad de comidas de distintas procedencias (se unen ahí lo raro, lo fino, lo inconseguible y lo raro), será posibilidad del caminante (depende de su olfato, su afán por el análisis profundo o por mera afinidad electiva), encontrarse con el mundo español. Ahí los jamones y embutidos, los quesos, los vinos, y también los pescados y los mariscos (con esos rojos y anaranjados que se guardan en la memoria), nos llevan de la mano, al menos, para comer en la mesa con el estereotipo de lo castizo.  ¡Es posible tomar un vuelo a España con un poco de aceite de oliva en una sartén, algo de cebolla, tomate, ajo, azafrán y pimentón! ¡Y adentro lo que caiga! Tenga por seguro, amigo, que este inicio de la jornada española garantiza el trampolín perfecto para dejarse llevar de las manos del mismo Goya. Ambos, mercadillo y mercado, representan, ya verá, un viaje en el tiempo, sicodélico y dramáticamente nostálgico (incluso nos hace extrañar lo no vivido), y que hace las veces de eco o propulsor de un sentimiento binacional francamente incandescente.

Y luego de esto pues el restauro, claro, sentarse a la mesa a comer la enorme cocina ibérica. Y para esto le recomiendo dejarse llevar la memoria, la intuición, todo aquello que lo haga viajar. ¡Si todavía viviera el “Mesón de Castellano” en Bolívar! ¡Era nuestro “Botín” de la calle de Cuchilleros! Pero bueno, tómelo con calma: podemos tomar un café en “Villarías”, casi centenario, para recuperar el aliento. Dicen que se acopiaron ropas y menesteres para los sufrientes de la Guerra Civil en ese bello establecimiento. ¿Listo? Le recomiendo que jale por la calle de Uruguay, a darle una visita al viejo conocido: el “Danubio”. No para rememorar a las personalidades más o menos importantes (algunos presidentes primates), que han escrito en los mantelillos que decoran sus muros (“Yo a lo tuyo”, escribiría García Márquez en el suyo), sino para olisquear desde sus puertas abatibles al País Vasco.  Por esa libertad y sencillez que hace que en sus gabinetes se abra la sensación de un comedero vitalista (como sus sopas siempre en ebullición), lejos de la rigidez de un recinto disecado, una museografía del pasado. Porque el “Danubio” no es un hospital o un geriátrico culinario: es un lugar auténtico, señorial, que lleva su vida con toda naturalidad. Y eso reclama distinción. Pocos llevan, con tanta naturalidad, su garbo. Y es que en sus muros, desde 1936, casi la misma carta.  100 platillos de comida española que desde siempre hicimos nuestra. Pescados, mariscos, lechón, cabrito, sesos. Especialidades para todos los deseos. No sólo su sopa verde os su langostinos. También sus sesos, su cangrejo moro, su fuente de camarones es un regocijo. Así es: como despacho para lo verdaderamente caro: la guarida para dar rienda a nuestras afinidades electivas. Uno de esos pocos espacios imantados donde engullimos eso que los eruditos repiten como sincretismo, patrimonio vivo. Como epicentro del Centro Histórico, centro del centro para hallarse con nuestra cultura, con uno mismo.

¡Y qué decir del Mesón del Cid! Desde hace 35 años en la calle de Humboldt 61, muy cerca de Balderas, si se quiere ir un tanto más lejos. Uno de los lugares más bien plantados para comer en toda la ciudad, y que recibe al hambriento con una frase tomada del “Cid campeador”: “Haced un alto caminante, y solazaos con los mejores yantares deste reyno.” Divisando sus entrañas en la carta, se percata uno que se encuentra dentro de un restaurante orgulloso de la cocina española, bastante bien balanceado, que cuenta con los clásicos de siempre y algunas facturas especiales para el comensal del futuro. Primero hay que decir que tiene muy buenas entradas y embutidos –morcillas, chistorras, tortillas, jamones, quesos de oveja y patés o solomillos de ternera, sin olvidarnos del cabrito, el conejo, la codorniz, el lechón, que es su especialidad. Si lo llegase a pedir, amigo mío, las cosas así serían. Se presentará ante usted al bebé cocido en su charolita y acto seguido, el que atiende, empezará a grito pelado su letanía: “Creo que sólo lo bueno se imita, y este Lechón, que al buen apetito invita, hízome tomar de cándido, mesonero de Castilla, lo mejor del recetario, que en su Segovia brinda. Ahora os doy este manjar, de bocados suculentos, como el más fino yantar que se come en estos reynos”. Y además al final podemos acompañarnos con su estupenda carta de vinos y puros importados, tomarnos quizá una manzanilla.

Del “Centro Castellano” no podemos decir menos. Reconocemos los capitalinos que nos llena el ojo y el estómago, y cumple con creces la idea de mandarnos a viejo continente. Desde su vitrina a la entrada, oronda, de raigambre, con sus pescados y pulpos, sus ostras y camarones. ¡Sus boquerones en vinagre! Sin hablar ya de sus ostiones, su pecho de ternera, sus jamones de piernas frescas. Nadie ha pasado de largo por sus sabores. Carnes y pescados, vinos y licores. Uno se siente en una cofradía, en un monasterio, en un mazacote románico en busca del refrigerio. Un portento. Porque en realidad estos restaurantes, quiero decirle, querido amigo, han sido decorados con harto esmero: una mano sensible se nota tras de ellos, y se entiende apenas al llegar que se quiere agasajarnos también por el lugar, que nos sintamos como en casa (o bien muy lejos de ella), al entregarnos a sus calderos. Sus encargados, claramente, son los últimos románticos, y han cuidado de plantar muy bien su mobiliario: sus mesas y sillas, fuertes y cómodas, pero nada ostentosas más bien vernáculas, sencillas.  Y es que ese es el estilo de estos lugares. Lugares para la conversación elegante, el devaneo con estilo, la bebedera con prosapia y abolengo.

¿Ha escuchado del antiguo  “Prendes”, que estuvo en lo que ahora es el Palacio de Bellas Artes y luego se mudó a 16 de septiembre? Por ahí pasaron Madero, Huerta y dicen que hasta Zapata a caballo, Rivera y Siqueiros, Walt Disney y hasta Rodolfo Gaona el gran torero. Sin mencionar a cualquier empresario e intelectual de la época, claro. Trotsky y Octavio Paz por citar sólo algunos en su etapa final, antes del 2002, año en que tuvieron que cerrar.

¿O ha escuchado algo del “Cícero Centenario” o del “Círculo Vasco”?  El primero ya murió, pero el segundo sigue vivo y es famoso desde 1934, año en que se fundó. La gente lo quiere por su bello inmueble y por su bufet de comida española porque es bueno además de ingente. ¡Eso sí que era  contactarse con la historia más señera! Y por eso el plato fuerte no lo llevará “La Faena”, aunque muchos así lo quieran. Le diré acaso que se trata de un enorme salón en Venustiano Carranza 49, entre Bolívar e Isabel La Católica, decorado con mampostería antigua, pinturas de gran formato sobre el campo bravo y toreros en el ruedo, escudos de algunos estados de la república y dioramas en donde maniquíes roídos por el polvo, destartalados, visten trajes de luces de Juan Belmonte, Curro Rivera o Luis Castro “El Soldado”, entre otros grandes. Es la ruina misma, caso sostenido de una rocola, y el trato de sus meseros, provenientes ellos, al parecer, del pasado remoto. Sí, es cierto, querido nuevo amigo, que está dotada de un magnetismo incontrolable. Es aún una suerte de basílica apocalíptica del capote, y quizá su decadencia una señal de que nada es para siempre, que ser romántico funciona para seguir enamorando a los espíritus cansados, nostálgicos. Difícil ensoñar ese palacio en su mejor momento, del placer pomposo, barroco, abierto a los amantes del mundo de la comida española, a los amantes del majestuoso Centro Histórico, que en su momento hicieron del lugar su catedral. Me imagino por ahí al “Manolete”, ¿por qué no? Junto con el bar “Mancera” ahora a un costado, conformaba un sólo edificio. Y por acá se juntaban en un trago lo mismo la gente de pipa y guante o la de toga y birrete, que la de la gran parranda y corazón ardiente.

Y es que para eso existe el gran plato al que me refería, querido amigo: el gran “Casino Español”. Su espacio, construido por Emilio González del Campo a principios del siglo pasado, es un genuino palacio de estilos muy variados, y en su patio central se muestran  las banderas de México y España, motivación de nuestro recorrido gastronómico. Le va a gustar mucho. Es quizá uno de los lugares más bellos del Centro. Su “Salón de los Reyes”, es una copia calca de la sala que se encuentra en el Palacio Real de Madrid. La comida es igualmente señorial: tortillas de patatas, paellas, fidehuás, con una de las cartas de vinos más ricas de la comarca a precios verdaderamente accesibles. Sabe a pimentón, sabe a ajo a cebolla y a azafrán. Y sus postres son sencillos pero majestuosos: cremas catalanas, leches fritas, tartas y natillas  que lo llevarán sobre un Rocinante imaginario directo a la tierra de Castilla.  En fin, mi buen amigo, que apenas vamos calentando, y pretextos para lograr la España Mexicana hay de sobra para varias vidas.

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