En Una cierta edad, el lector va a toparse con cuadernos escritos a lo largo de cuatro años, donde desfilan destellos de infancia, adolescencia y anteayer; crónicas breves, artículos de madrugada, apuntes al sesgo, microrrelatos, pequeños poemas, humoradas luminosas o bromas oscuras de la existencia…
Ciudad de México, 25 de mayo (SinEmbargo).– “Comienzas a tener ‘una cierta edad’ cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos. ¡Gran descubrimiento, molesta constatación!”, dice Marcos Ordóñez en el pórtico de este variadísimo dietario, que abarca de 2011 a 2016. En él afirma también: “Un dietario suele escribirse por diversos motivos. Los míos diría que son tres: tratar de sujetar lo que escapa del paso de los días, pensar con un poco de calma, y correr en libertad, jugando con tonos y géneros.”
Ordóñez entiende los dietarios como unas memorias con otra forma, mitad “autobiografía en clave íntima” y mitad “libro de horas (o deshoras), escrito de noche y para ser leído de noche”. Y que revele, señala, el “vagabundeo mental” del escritor, “los vaivenes, convicciones y contradicciones de su pensamiento en su faceta más ensayística, de tentativa”. Pero hay mucho más.
En Una cierta edad, el lector va a toparse con cuadernos escritos a lo largo de cuatro años, donde desfilan destellos de infancia, adolescencia y anteayer; crónicas breves, artículos de madrugada, apuntes al sesgo, microrrelatos, pequeños poemas, humoradas luminosas o bromas oscuras de la existencia… Y también alegrías de las estaciones, ecos de sabidurías ajenas, pensamientos sobre la escritura, el teatro, la crítica, la música y otras artes; notas de lectura, de revisiones, de paseos, espejos y espejismos, sueños y pesadillas, “y el intento, reiterado por torpeza, de ‘arrancar del tiempo lo transitorio apasionado’, como pedía Patrick Kavanagh”.
Marcos Ordóñez encuentra en su paseo esquinas inusitadas, y gentes y cosas sorprendentes; recolecta aforismos tímidos; se pasma ante el avance de los años, y camina con el miedo o la felicidad pintados en la cara. Se reencuentra con muchos compañeros de viaje: escritores queridos (Capote, Salter, Modiano, Ferrater, Handke, Auden, Chandler, Casavella, Raúl Ruiz, Charles Simic, Bernard Frank), diaristas de cabecera (Renard, Flaianno, Uriarte, Vidal-Folch) o maestros teatrales (Núria Espert, Mario Gas, Lluís Pasqual, Julia Gutiérrez Caba, Alfredo Sanzol, Toni Servillo, Peter Brook), y vuelve a escuchar canciones de Dylan, Johnny Cash, Paul Simon, Montand, Mina, Sinatra… Cambian las luces, las ciudades y los estados de ánimo; la “cierta edad” del título le “permite fantasear con la presunción de que en alguna parte de este libro quizás se encuentre mi esencia sin argumento, mi voz hecha de muchas”, y al final del paseo reconoce tres señales de que el día ha sido bueno: “Si he atrapado un momento de belleza, si he reído con alegría al menos una vez, y si he podido decir: ‘Bueno, creo que tengo un borrador, mañana lo paso a limpio.’”.
*La información anterior pertenece a Anagrama.
SinEmbargo comparte a sus lectores un adelanto de Una cierta edad, de Marcos Ordóñez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Anagrama.
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Una cierta edad
Cuadernos y diarios (2011-2016)
Un dietario suele escribirse por diversos motivos.
Los míos diría que son tres: tratar de sujetar lo que escapa del paso de los días, pensar con un poco de calma, y correr en libertad, jugando con tonos y géneros.
Mis dietarios favoritos tienen algo de autobiografía en clave íntima. Y de libro de horas (o deshoras), escrito de noche y para ser leído de noche.
Cuando los leo, no busco que me revelen los secretos de un escritor, sino su vagabundeo mental: los vaivenes, convicciones y contradicciones de su pensamiento en su faceta más ensayística, de tentativa.
Me gustan los diaristas que a veces, al doblar una esquina, parecen tararear a guisa de himno aquella vieja canción en la que Trenet proclamaba seguir siendo fiel a cosas sin aparente importancia, cosas que ellos consiguen volver interesantes por mirada, por estilo, por vocación de amenidad.
Pasados unos años, es curioso fijarse en lo que quedó fuera y lo que se filtró. Sucedieron cosas presuntamente importantes y no dejaron huella escrita (por fatiga, por miedo, por desinterés, porque pasó el día, y el día después del día), y en cambio anoté otras que tal vez al lector le parezcan triviales. Pero a veces esas trivialidades atrapan una pequeña verdad en mangas de camisa.
No sé por qué se abre o se cierra la boca del dietario. Tal vez pide alimento en épocas demasiado ruidosas, en las que todo parece acelerarse y confundirse. Escribí uno de modo continuado entre 1989 y 1994. Dejé de hacerlo cuando murió mi padre, no sé por qué. Eran unas notas muy extensas, muy minuciosas y, en mi recuerdo, un poco pesadas.
Quiero creer que al correr del tiempo esa forma se ha concentrado, se ha ido calmando, y ojalá las entradas de ahora se hayan vuelto más ligeras. Igual soy yo quien se ha calmado y se ha vuelto más ligero. Ojalá.
No volví a sentir la necesidad de inaugurar cuaderno hasta casi diez años más tarde. El nuevo me duró de 2003 a 2009, aproximadamente. Tampoco quise rescatarlo: había mucha negrura ahí adentro. Entretanto escribí otras muchas cosas que se fueron publicando.
En Una cierta edad hay cuadernos y columnas de seis años. Grosso modo, de 2011 a 2016: me gustan las medidas irregulares. La cronología nunca ha sido mi fuerte, y seguir y fechar el día a día me parece una esclavitud. O, simplemente, una lata.
Me gustan los diarios que sintetizan, que eligen detalles significativos. La pincelada que puede dar el color de un momento o una atmósfera; el perfil en el que reconocemos a su autor. Y quizás un poco su época.
Se me caen las frases demasiado aforísticas. Me resultan pomposas y, peor, absolutistas: si las pienso dos veces, aparece un manojo de excepciones que las desmontan. Suelo conservarlas cuando suenan naturales, cuando me sorprende haber pensado eso, haber llegado a esa conclusión, pero siempre que quede abierta a otras lecturas: intentar, en la medida de lo posible, no ponerme categórico ni dar nada por hecho.
No me seducen los ajustes de cuentas, enmendarle la plana a este o al otro: a la que te descuidas brota un tono bilioso muy desagradable. Además, si me pusiera a comentar todo lo que me irrita o con lo que estoy en desacuerdo no acabaría nunca.
Lo que más me gusta del género es que su menú ofrece platos muy variados: recuerdos, crónicas breves, apuntes al sesgo, microrrelatos, pequeños poemas, humoradas luminosas o bromas oscuras de la existencia.
Ya se verá si mis intentos de acercarme a todas esas cocinas han dado buen resultado. He tratado de echar al perol pensamientos sobre la escritura, el teatro y otras artes; retratos de escritores preferidos, notas de lectura, de revisiones, de paseos, espejos y espejismos, y el intento, reiterado por torpeza, de «arrancar del tiempo lo transitorio apasionado», como pedía Patrick Kavanagh.
También asoman, aquí y allá, como gatos por las esquinas del entretejido, artículos nocturnos que nacieron en estas páginas y publiqué en El País. De los muchos que escribí en esos años, he querido recuperar (podados, rehechos, o a veces tal cual, según iba viendo) algunos de los que me parecen, como decía antes, más íntimos, más autobiográficos. Los que surgieron con vocación diarística, de madrugada y a media voz.
A veces no hay tanta diferencia entre un diario y un dietario. Agradezco a Juan Cruz su generosa autorización para reproducirlos aquí.
La cierta edad del título me permite fantasear con la presunción de que en alguna parte de este libro quizás se encuentre mi esencia sin argumento, mi voz hecha de muchas.
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1. 2011
Comienzas a tener «una cierta edad» cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos. ¡Gran descubrimiento, molesta constatación! Una buena frase de mi padre: «Cualquier día sin tierra encima es un buen día.» Mensajes para mí mismo, a clavar en una nevera imaginaria (y a ser posible, portátil): Sonríe. O, mejor, ríe. Que no se te vaya un día sin haber reído. Intenta ser amable y justo, hacer las cosas con alegría y con calma, buscar la belleza. Y no le des importancia a las pequeñeces (eso es lo más difícil). Así quizás evites ese entrecejo que comienza a parecerse a un surco, esa cara de señor mayor, entre aturdido y asustado, que algunas mañanas te saluda desde el espejo. (A veces, los propósitos de Año Nuevo suenan como los golpes de un escoplo intentando grabar las letras, una a una, en un pedrusco de sílex.)
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Una pareja de viejos en el banco del parque. Él, mirándose la mano:
«Vaya uñas tengo. Fíjate: amarillas y negras.»
«Como taxis», responde ella, sonriente, aparentemente distraída, siguiendo con la mirada a los niños que juegan.
Él rompe a reír. Y ella con él. Ríen juntos.
En realidad no son tan viejos.
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Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente y en lo que pienso y en lo que siento, que no siempre está claro. Fijarme en el sentido de observar todo con mayor precisión, porque todo pasa demasiado rápido, pasa por detrás y pasa por los lados, cuando andamos despistados, embabiecados, envueltos en ruido, y fijarme en la acepción de anclaje, de hincar los pies en el suelo, con las líneas como rieles, para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes.
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La ironía se tolera muy mal en cualquier forma, pero sobre todo por escrito, porque el lector no puede ver la cara de quien escribe. No sabe a qué carta quedarse, y eso le irrita. «¿Va en serio o en broma? Aclárese. O blanco o negro. Hay que posicionarse.» En estos tiempos, la ironía no cotiza, y menos si se trata de una ironía afable. Aquí lo que manda es el sarcasmo, cuanto más feroz y denigratorio mejor.
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En la estación. Un niño me pregunta:
«Usted es escritor, ¿verdad?»
«¿Cómo lo sabes?»
«Porque mira todo el rato y apunta mucho en esa libretita.»
Escritor o detective, podría haber dicho. Que tampoco son tan distintos.
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Sabiduría de William Layton, el gran maestro de actores: «No hay que compararse nunca con los demás, porque siempre habrá alguien mejor o con más suerte. Lo efectivo es compararse con lo anterior de uno mismo.»
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De repente ha vuelto esta riqueza. Amanecer de invierno. Mi abuela, sonriente, inclinándose sobre la cama para darme un beso, con aquella frase de La Moños: L’últim que em queda!
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«Me gustaría que cantaras como si te hubiera atropellado un camión y solo tuvieras tiempo de cantar una canción. Una canción por la que la gente te recordase para siempre. Una canción en la que le contaras a Dios qué tal te fue en tu paseo por la tierra. Una canción que te resumiera. Esa es la canción que quiero que cantes: algo que realmente sientas, porque esas son las canciones que la gente quiere escuchar, las canciones que realmente les salvan» (Sam Phillips a Johnny Cash en Walk the line).
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¿Cuándo se ha puesto de moda el adjetivo «solvente» aplicado a un artista? Hasta anteayer, como quien dice, «solvente» era un pagador o un hipotecado fiable. Aplicado a un artista es horrible, es un eufemismo o una simpleza que roza el insulto. Un artista es bueno o malo, estupendo o aburrido. «Solvente» lo será tu padre.
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Mi amigo Héctor volvió a Montevideo, que no pisaba desde los diecisiete años. Visitó a familiares y amigos de entonces, y una tarde, cuando faltaban pocas horas para su vuelta, se encontró paseando por el barrio donde había vivido su primer amor. La casa estaba idéntica. La misma inclinación del sol sobre el muro blanco, el balanceo de la glicina. Dudó un buen rato y al fin llamó al timbre. El mismo viejo sonido de campanita. Se abrió la puerta y salió ella. Idéntica. Como si no hubiera pasado el tiempo. Los mismos ojos, el mismo cabello negro, la misma sonrisa. Unos segundos de eternidad.
–Iris –dijo, conmovido, casi mareado por el impacto.
–Me parece que usted pregunta por mi madre –dijo la muchacha.
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Me gusta la frase que Harley Granville-Barker, la noche del estreno de su puesta de Cuento de invierno en el Savoy, escribió en el espejo del camerino de Cathleen Nesbitt, que interpretaba a Perdita: «Be swift, be swift, not poetical» («Rauda, rauda, no poética»). Aunque casi prefiero la acepción de «ligera».
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«Se ha escapado un loro en la avenida de Roma, desde mediados de febrero. Tamaño aproximado: una paloma mediana. Plumaje verde con algún punto negro. Cabeza blanca. Vientre entre fucsia y rojizo. Alas con plumas azules y turquesa. La cola, que despliega cuando vuela, es amarilla y roja. Atiende por el nombre de Kostia. Es jovencito. Necesita dieta especial. Es muy importante que vuelva a casa pronto por terapia depresiva de un familiar. Se gratificará.»
(¿Cuándo tomé esta nota? Al pie solo dice: «Cartel encontrado en un árbol de la avenida de Roma.»)
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Un sinvivir agazapado, que viene de gazapo. Creciente embotamiento de los sentidos y las voluntades, con ocasionales y esplendorosos arrebatos. Debería hablar de toda la porquería de ahí afuera, pero me sale por las orejas. Sería empezar y no acabar. Otro día, otra hora, aunque esta ya va durando demasiado: cada día se repite la misma portada.
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Hoy he ido a pasear por Gracia. Las calles estaban casi vacías, recién regadas, y parecía un pueblo. En una esquina tocaba un violinista irreal (húngaro, me dijo) con sombrero de media copa y barba, que parecía salido de un cuadro de Chagall. En otra esquina, un par de albañiles estucaban una pared y silbaban, al alimón y muy bien, por cierto, «La Raspa», que hacía como mil años que no escuchaba.
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Ya tenemos aquí la primavera. Por la mañana se oyen mirlos en el jardín; en el atardecer clarísimo se recortan contra el cielo los murciélagos.
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Con Lady Espert, a la salida del teatro. Está guapísima. Más allá de la belleza física, que también: el brillo en los ojos, en la oscuridad del restaurante; la calidad de la risa. Recordé aquellos días en Londres, con ella y con Bárbara, su nieta: las veía reír y era inevitable creer que eran madre e hija, en vez de abuela y nieta.
O dos amigas que hacía tiempo que no se veían y retomaban el diálogo en el punto justo donde lo habían dejado. Lady Espert va camino de los ochenta, ha hecho una función de dos horas, y ahora salimos a la noche. En el restaurante, los camareros cantan ópera y zarzuela, entre plato y plato. Podría quejarse: de lo inesperado de la circunstancia, que nos impide conversar, o de la cosa general, que, como se sabe, es mala en muchos frentes, por no decir en todos: sensación de caída libre hacia el fondo de un pozo cada vez más cercano (no solo será la caída, dice, lúcida, sino la dificultad de volver a subir).
Come con apetito pero con mesura, y sobre todo canta, se suma a las arias de ópera, a las romanzas de zarzuela, cuya letra recuerda muy bien, sin saltarse frases, y con una estupenda entonación. Cuenta que cuando viajaba con Alberti para hacer recitales mano a mano, solo escuchaban zarzuelas y las utilizaban como sistema métrico. «¿A qué distancia está el bolo?» «A tres zarzuelas y media.» Y cantaban juntos.
Voz joven, voz de muchacha. Una gran alegría en todo lo que dice y hace. Inevitable preguntarse: ¿cómo haré para estar así a su edad? Y su admirable mano izquierda a la hora de esquivar a los pelmazos. Una chica, con ojos desaforados, hablando muy rápido, le pide hacerse una foto con ella. Sin dejar de sonreír, tomándole la mano, contesta: «Ahora no, cariño, estoy cenando; luego, la hacemos luego.» Gente que la reconoce. Para todos tiene una palabra amable, nada formularia. Una de las camareras/ cantantes había trabajado con ella veinte años atrás. Flota en su voz un aire de tren perdido, y ella hace todo lo posible para que se encuentre a gusto, para que sus triunfos no la entristezcan. Se abrazan. La comida no es excepcional, pero da lo mismo. Lo formidable es cómo ha entrado en esa situación insólita, se ha dejado llevar, ha disfrutado de todo. Luego la acompañamos a su casa, es decir, cruzamos caminando medio Madrid, un Madrid un tanto bronco, por los hinchas que han ganado el partido y no les basta con eso: da la impresión de que, si pudieran, machacarían a todos los hinchas contrarios. Ese espíritu de guerracivilismo permanente que asoma bajo las circunstancias más pequeñas. Bah, eso es un lugar común: cuando arrecia la presión brota lo mejor y lo peor de cada quien. «Sí», concluye, «pero lo peor siempre es fácil y lo mejor hay que conquistarlo.» Son casi las tres de la noche y está claro que le apetece poco acostarse. «Mañana estaré afónica», dice, aunque sabemos que no: coloca muy bien la voz, incluso cuando parece cantar del modo más desabrochado. «Me apetecía mucho esta salida», dice. «Durante todos los ensayos he estado viviendo como una monja, de casa al teatro y del teatro a casa, pensando solo en la obra.» Todavía recopia el texto para memorizarlo, como hacía cuando era joven, en grandes cuadernos de papel pautado.