Susan Crowley
03/05/2019 - 12:03 am
En el tiempo de la rosa no envejece el jardinero
Medimos el tiempo empecinadamente, ¿pero el tiempo del amor es el mismo que el de una cita de trabajo?, ¿la muerte es la suspensión del tiempo? ¿cuál es el tiempo de lo dioses?, ¿realmente existe el tiempo?
¿Cómo ganar una apuesta y decirle a la reina de España que era coja? Francisco de Quevedo lo resolvió con un calambur. Tomando una rosa y un clavel se los ofreció a la soberana: “entre el clavel y la rosa, la reina escoja”. El calambur es una figura retórica, la manera de jugar con las palabras para emitir una idea que al mismo tiempo revela y oculta. En el barroco se dio como nunca este “retozar” con las frases; bordar en ellas, en las metáforas, en las alegorías para decir algo. Los dobles sentidos que ofrece el lenguaje, permiten sugerir un montón de cosas en una sola oración; determinan y a la vez abren cualquier cantidad de variables.
Es el recurso que Emilio Chapela eligió para titular a su exposición en Laboratorio de Arte Alameda: En el tiempo de la rosa, no envejece el jardinero. Apenas entrando a la exposición nos vemos sumergidos en un montón de entrelíneas, de sutilezas, de insinuaciones. El poder del barroco estriba en su capacidad para concretar un sinfín de ideas, conceptos, especulaciones que, desde luego, venían sembrándose de muchos siglos atrás. Elaborar entre los pliegues, permitió nuevas figuras que incluyeron universos completos. Chapela toma todos los elementos actuales a su alcance: video, fotografía, arte objeto, escultura e instalación y los lleva a diseñar un imaginario cuya identidad es la representación barroca; un periodo complejo y aún insuficientemente explorado, en yuxtaposición con lo contemporáneo, una actualidad que también está llena de enigmas y de incertidumbres.
El trabajo del artista ha sido el de orquestador de una maquinaria que se exhibe de manera fragmentada y, por lo mismo, motiva la lectura del espectador a partir de una curiosidad que deviene fascinación. Cada obra se convierte en instrumento de una pequeña orquesta que emite sonidos leves, palpitaciones.
Y es que el barroco fue una época realmente apasionante. Expandió sus límites de manera vertiginosa; la mente se convirtió en un arma sagaz y cuestionadora. Constituir el gran Teatro del Mundo permitió colocar en el escenario un sinnúmero de posibles y sus variables. La filosofía, la ciencia, la forma de entenderlo todo, dieron un viraje permitiendo ampliar su foco de comprensión. No solo en el lenguaje. El teatro, la poesía, la música, la ciencia, se convirtieron en fuentes de conocimiento. Las teorías sobre el movimiento, la fuerza, la velocidad, la masa, la inercia, el calor, la humedad, la luz, empezaron a permear a todas las disciplinas.
En El tiempo de la rosa no envejece el jardinero, Emilio Chapela crea su propio Teatro del Mundo y nos permite entrar en la intimidad de su pensamiento. En un despliegue de escenarios que se van sumando a lo largo del templo (desacralizado y convertido hoy en el Laboratorio de Arte Alameda), crea diferentes tensiones y genera una narrativa que permite el contrapunto perfecto: distintas temporalidades expuestas de manera directa, penetradas de las preguntas que el artista se hace sobre el universo, el tiempo y la permanencia. Las piezas no solo son bellas, operan como ejes en distensión. Nos guían a través del espacio sugiriendo las probables preguntas que llevaron a Chapela a crear este universo lleno de obsesiones, de claroscuros, de vitalidad y, como fue en el barroco, consciencia de muerte. Un cuadro barroco vivo.
Medimos el tiempo empecinadamente, ¿pero el tiempo del amor es el mismo que el de una cita de trabajo?, ¿la muerte es la suspensión del tiempo? ¿cuál es el tiempo de lo dioses?, ¿realmente existe el tiempo?
En una de las instalaciones, las respuestas quedan suspendidas al lado de las bellísimas piedras. Centro de energía y persistencia conviven con una especie de hoyo negro, el que lo deglute todo. Las efigies de los dioses caídos, ruinas, partículas de eternidad. Sincronía que nos habla del cosmos, macro o micro, el tiempo de Chapela es el de la poesía, el que le permite conjugar las distintas realidades, llevarlas a su estado de presencia en una serie de vías paralelas, sincrónicas, atemporales, necesarias.
La obra del artista también quiere indagar sobre los asuntos físicos, sobre la astronomía que liga la naturaleza cuántica con el espesor y la magnitud de un planeta, de una constelación, del universo. A fin de cuentas, todo se comunica, todo está en comunión: El universo y su infinitud, las moléculas y la forma en que se amalgaman. Chapela utiliza la tecnología como herramienta para llevarla a romper sus propios límites, para generar metáforas. Metáforas de un corazón palpitante, pulsión que solo puede ser individual, pero que se vuelve de todos. Juntos emprendemos la escalada al Iztaccíhuatl: la inmensidad de la proyección dentro del ábside crea un efecto vital, pulso que establece un ritmo presente en toda la exposición. En un latido del corazón pueden caber infinitos; en otro latido sucede lo opuesto, podemos atisbar en lo más profundo de la intimidad. Nuestro mundo interior es un río vivo, la intimidad para Chapela se refleja en el Usumacinta y lo traslada mágicamente en una video instalación. Otra filmación muestra un telescopio en el proceso de rastrear un hoyo negro, nos convertimos en testigos y constatamos lo efímero que somos delante de lo inconmensurable, aquello donde habita el misterio.
Cada transición nos permite seguir penetrando metafóricamente en una pintura barroca en movimiento; el espacio es constantemente intervenido, imaginariamente, con puntos de fuga y líneas del horizonte, ejes que crean una estructura narrativa ideal. Paradójicamente, nos invade la sensación de intimidad al mismo tiempo que nos obliga a pensar lo imposible que es cuantificar todo lo que vemos en un horizonte. Un infinito que cabe en una cuchara. Y luego, la imagen de una turbulencia, fenómeno natural pero también emocional.
Durante todo el trayecto por la exposición es fácil imaginar al artista pensando, meditando sobre la forma y el fondo de las cosas, retando a la gravedad, arriesgando a eso que llamamos tiempo, jugando con la luz y con la materia para construir un firmamento a sus ideas. Chapela actúa como un motor que impulsa toda esa maquina que permite transitar, entrar y salir, contemplar, encontrar otras ideas, reflexiones y, desde luego, nuevas preguntas.
Al salir de la exposición, en el atrio, un seto de rosas enfatiza la intención, nos recuerda que la ciencia, la botánica, la anatomía, la biología, la astronomía, la física y la metafísica son apuestas que el hombre genera desde sí mismo. El espejo absoluto de un fenómeno es el cuerpo humano, el de Chapela y el de cualquiera de nosotros. Sin él, no habría manera de intuir la maravilla que es esa abstracción que llamamos tiempo. “En el tiempo de la rosa” todo parte de un mismo cuerpo, el cuerpo de su autor. Los vectores invisibles que cruzan, las líneas continuas que se crean entre un espacio y otro, son un organismo. El Laboratorio fue una iglesia (cuerpo de Cristo), y es hoy el continente que alberga a este cuerpo temporal, el que el artista ha conformado.
“No envejece el jardinero” porque ha conseguido crear sus propias leyes físicas; puede jugar con los intervalos, hacerles trampas, retarlos, componer su propio uso horario. ¿Qué es, entonces, el tiempo?, ¿lo irreversible, lo continuo, lo simple e indivisible? En el arte, diría Bergson, es la intuición que se materializa, la verdadera duración. Es el instante revelado. Gracias, Emilio.
@Suscrowley
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