Susan Crowley
26/04/2019 - 12:03 am
Ángeles de blanco teñidas de violencia
Consciente de todo esto, mi postura nunca ha sido a favor del linchamiento. Me quiero referir concretamente a la desbandada de denuncias, el famoso #Metoo: si no estás en el movimiento, no eres nadie, si no te has ligado a él, lo has apoyado y te has manifestado públicamente, es porque seguramente habitas el universo de la indiferencia ante los problemas del mundo, en especial de las mujeres. Ya no se trata solamente de ser una víctima del acoso, es gritarlo muy fuerte, enfrentarlo en las alfombras rojas, formar parte de las manifestaciones. Ser una flagrante operadora política de la misión, convertirse en abanderada es una oportunidad de lucimiento y de promoción personal francamente seductora.
Muchas han sido las consecuencias del uso indiscriminado de las redes sociales. Formar parte de un movimiento, a través de un medio social, es una moda que ha repercutido en su banalización. Apropiarse causas y conflictos solo por anotarse en la lista de los justicieros se ha convertido en costumbre. Ganar un sitio a través de un gesto espectacular que atraiga la atención de muchos es un modo de validarnos. “Vota por”, “pronúnciate en contra”, es volverse parte de una muchedumbre que se inscribe en el papel de héroe masificado que ha de cambiar al mundo. Estar en lo de hoy, pertenecer a los que tienen voz, no importa que esta voz sea poco profunda y que no atienda lo importante. No, no importa expresar una opinión sin normar un criterio, alguien ya lo hizo por nosotros, lo posteó, lo volvió hashtag; nuestra firma, like o re posteo nos coloca momentáneamente, en el estatus de famosos. Pero, tristemente, una masa triunfal sin rostro, simple vía para engrosar las estadísticas de lo que a alguien más se le ocurrió.
Espero no ser malinterpretada, mi postura en contra de los grupos que manipulan tiene un por qué. Como muchas otras mujeres, he sido víctima del acoso y del abuso de hombres poderosos que, por esa vía, logran lo que quieren a costa de sobajar, humillar y lastimar a una mujer. A lo largo de mi existencia, como tantas otras, he tenido que lidiar con bestias que, de entrada, se dicen caballeros y que buscan cualquier momento no para seducir, si no para volverse maquinas de dominio. Del flirteo y la insinuación, pasan como animales en celo, a la persecución; si la víctima no cede, entonces, hay que poner en juego todo para ostentar el triunfo. Salirse con la suya a costa de la víctima, de su reputación, de su credibilidad.
Lo sabemos, no hay salida para una mujer que “provoca” estos instintos bajos. Tiene todo en contra. Sobrevivir a cualquier tipo de abuso de índole sexual es complicado y requiere de una autoestima gigante. ¿Por qué lo provoqué?, ¿en qué momento sugerí que por ahí andaba la cosa? Sucia, coqueta, puta, libertina, todo lo malo que te pase por ser atractiva: te lo mereces.
Consciente de todo esto, mi postura nunca ha sido a favor del linchamiento. Me quiero referir concretamente a la desbandada de denuncias, el famoso #Metoo: si no estás en el movimiento, no eres nadie, si no te has ligado a él, lo has apoyado y te has manifestado públicamente, es porque seguramente habitas el universo de la indiferencia ante los problemas del mundo, en especial de las mujeres. Ya no se trata solamente de ser una víctima del acoso, es gritarlo muy fuerte, enfrentarlo en las alfombras rojas, formar parte de las manifestaciones. Ser una flagrante operadora política de la misión, convertirse en abanderada es una oportunidad de lucimiento y de promoción personal francamente seductora.
Sin embargo, cabría preguntarse qué pasa con las miles de mujeres que sin poder asomar la cara sufren violaciones, abusos, humillaciones, acoso todos los días de su vida; son las víctimas que nunca podrán denunciar y si lo logran tendrán a todo el aparato de mujeres y hombres que pertenecen al sistema dispuestos y dispuestas a denostar y a desvirtuarlas. Esas mujeres no tienen voz y están muy lejos de las protagonistas que han puesto de moda contar sus intimidades sexuales a título de “yo también”.
La película Los Ángeles visten de blanco de la directora china Vivian Qu, es un monumento de comprensión para este doloroso tema. Narra la impotencia a la que están condenadas las víctimas de las que hablo. Es una película sutil, inteligente, llena de atributos escena tras escena. Es una voz necesaria para involucrarse y ser parte de una de las desgracias más espantosas de nuestra sociedad. La historia ocurre en China, en una de estas horrorosas ciudades inventadas, paraísos vacacionales que los empresarios han creado para invertir sus millones. Estos sitios han terminado por convertirse en nidos de corrupción, impulsores de mafias y de la irremediable descomposición social. Nada distinto a lo que se vive en muchos lugares en el mundo. Dolorosamente en México es cada vez más, una forma de vida. Pocas veces en el cine tenemos la oportunidad de apreciar una historia íntima, un diario que va contando los pormenores, los espeluznantes detalles, el acontecer en el que se ven forzadas las personas que viven cualquier tipo de acoso. No hay grandilocuencia, ni un solo exceso, podría irse por el típico melodrama sensiblero, pero logra salir muy bien librada de todos esos peligros. Con escenas largas, silenciosas, va creando una narrativa que nos golpea y que nos impide ser indiferentes: no hay remedio, el problema es de todos nosotros y las mujeres que nunca podrán reclamar y recibir justicia son muchísimas.
Jamás he vivido un intento de abuso sin tener la posibilidad de defenderme, pero soy consciente de que no es el caso de todas. Siempre que perdí un trabajo, una amistad, que fui juzgada, asumí las consecuencias; he aprendido a vivir con la pérdida que implica destacar y ser atractiva para un acosador. Quienes tenemos la oportunidad de defendernos porque hemos sido educadas, porque sabemos que hay acciones que no se pueden permitir, debemos actuar, no como víctimas, sino como protectoras de todas aquellas mujeres desvalidas. Los Ángeles visten de blanco es justamente eso, un intento de desmontar para el espectador el mecanismo que se desencadena detrás de un acto atroz; al mismo tiempo está llena de amor por los personajes que se ven atrapados en una serie de acontecimientos que nunca tendrán un final feliz.
Los Ángeles visten de blanco recuerda a aquella gran película griega de Theo Angelopoulos, Paisaje en la niebla. Los niños que buscan a su madre y se vuelven víctimas están presentes aquí en la historia de las dos niñas abusadas. Quienes conocen la obra de Angelopoulos encontrarán un guiño fascinante: los inmensos monumentos de Stalin y Lenin que suelen ser desmantelados en varias de las obras del director griego y que justifican largas y bellísimas escenas, en esta obra son encarnados por una muñeca de Marylin gigante en la película La comezón del séptimo año. Con el vestido blanco de holanes volando que deja ver sus esculturales piernas, se convierte en símbolo del vacío, de la belleza explotada, manipulada hasta su degradación y después desechada. Es la Marilyn patrona de las víctimas de una sociedad que se ha construido a base de sistemas de poder que joden a los débiles y protegen a los poderosos. Nadie dijo que el mundo fuera justo, nadie queda fuera de la injusticia. En esta película, todos estamos dentro del conflicto, somos responsables al permitir las desviaciones sociales y tenemos que hacernos cargo.
Difícilmente un acto de lucimiento o de manipulación de una situación íntima para captar la atención de la sociedad, pueden ayudar a la desesperada situación de las mujeres que viven alejadas de esos fascinantes focos, que luchan todos los días para llegar vivas a sus casas. La anagnórisis de esta bellísima película nos dice, cuando los ángeles se visten de blanco y salen a la calle, muestran su vulnerabilidad, son frágiles, no saben los trucos y las maldades de la vida, deambulan con una inocencia que se antoja corruptible, es apetecible, como una fruta que exhibe su exuberancia. Pasan de una turgencia recién brotada a ser víctimas para el resto de sus vidas. Pero la tragedia para muchas de ellas no empezó a partir de ser violadas. Han sido agredidas desde pequeñas por el padre, por la madre que repite el mismo patrón de abuso que vivió, por los hermanos, por un tío, por el padrino, por los primos, por los compañeros de la escuela, por el profesor o por el jefe. Nunca estarán libres de las leyes y usos y costumbres que hemos creado en su contra. La obligación de quienes hemos sufrido ese tipo de abuso es protegerlas a ellas, en mi opinión no alzando la voz espectacularmente, defendiendo sus historias, sacándolas de ese hoyo negro en el que han sido condenadas a vivir. Es nuestro deber mostrarles un camino de oportunidades, no ponernos como ejemplo cuando las condiciones son por completo distintas. Debemos ofrecerles un mundo en el que tienen un sitio como seres humanos no como presas de aves de rapiña; hay que prometerles y cumplir nuestra palabra: jamás tendrían que preocupar de haber sido ángeles vestidas en blanco.
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@Suscrowley
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