ADELANTO | Conoce a uno de los gobernantes más controvertidos del México prehispánico en Tezozómoc

13/04/2019 - 12:00 am

En esta trepidante novela, primera en la serie Grandes tlatoanis del imperio, Sofía Guadarrama Collado combina el conocimiento erudito de las fuentes históricas con un impulso narrativo incontenible para contar la historia de uno de los gobernantes más controvertidos del México prehispánico.

Ciudad de México, 13 de abril (SinEmbargo).– La profecía del Coyote hambriento lo decía: habría de salvar al pueblo chichimeca del tirano Tezozómoc, aquel que juró en su juventud recuperar la grandeza del señorío de Azcapotzalco; aquel que logró unir las voluntades de varios pueblos y alzar los cimientos de una civilización que se convirtió en imperio; aquel que sería el primer gran ejemplo de la política brutal y sanguinaria que dominaría el Valle de México por más de un siglo.

En esta trepidante novela, primera en la serie Grandes tlatoanis del imperio, Sofía Guadarrama Collado combina el conocimiento erudito de las fuentes históricas con un impulso narrativo incontenible para contar la historia de uno de los gobernantes más controvertidos del México prehispánico. En su retrato de la ambición, la corrupción y la violencia más despiadada se construye una visión multifacética de los orígenes de un imperio que haría temblar por igual a aliados y enemigos.

Fragmento del libro Tezozómoc. El tirano olvidado, :copyright: 2019, Sofía Guadarrama Collado. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.

***

1

Esto que he de contar hiere tanto como en aquellos días. En el año Doce Conejo —que en esta era cristiana corresponde a 1582— aconteció el más doloroso suceso en nuestra familia, que por entonces se escondía en los rumbos de Cuauhtitlan y Tlalnepantla, donde se hallaba oculta nuestra aldea que construyeron mi abuelo y la gente que con él huyó de la devastación ocasionada por los soldados de Fernando Cortés, a quien mis ancestros llamaban Malinche, que significa “el dueño de Malintzin”.

Mi abuelo Huanitzin, de ochenta y seis años de vida, aún fuerte y saludable, andaba de allá para acá, siempre acompañado de sus nietos e hijos. Debido a que no tenía brazos, utilizaba las piernas para romper las ramas de los árboles para hacer leña. Con los dedos arrancaba las hojas de las ramas y reunía la corteza para los braseros. Con un mecate amarrado a su frente o a sus hombros cargaba los bultos de maíz, frijol, chile o calabazas que le poníamos en la espalda. También llevaba jícaras sobre la cabeza. Con los dedos de los pies elaboraba los libros pintados, los vasos para beber shokolatl y tejía los pañetes, huipiles, naguas, petates y asentaderas. Con sus rodillas les golpeaba la nuca a los conejos para matarlos y luego comerlos en barbacoa. Ayudaba a hacer comida: venado, barbacoa de conejo, pescados, camarones, sardinas y langosta de la gorda, de los ríos caudalosos, venidos de lejanas tierras y todos los demás géneros de comidas de los campos y gusanos nacidos de los magueyes.

Corría el mes de agosto del calendario cristiano cuando se aparecieron a lo lejos unos meshícas que vestían ya esas ropas de manta blanca que los españoles les enseñaron a usar. Nosotros seguíamos usando los taparrabos, que en nuestra lengua decimos mashtlatl, y el tilmatli, un manto que cubre nuestro cuerpo, al que amarramos por encima del hombro izquierdo y pasamos por debajo del hombro derecho, dejando los brazos descubiertos y que cae hasta las rodillas.

—¡Es él! —gritó uno de ellos señalando a lo lejos a mi abuelo. No nos sorprendimos, pues bien sabíamos que cualquier día podía ocurrir eso que tanto habíamos evitado. Uno de ellos dio la orden de apresar a mi abuelo. Mi padre con valentía sacó su cuchillo y se paró frente a mi abuelo para protegerlo. Mis hermanos, tíos, primos —cuyos nombres no mencionaré— y yo dejamos caer los bultos de leña que cargábamos y también sacamos nuestros cuchillos y flechas. El sol brillaba en el horizonte y los árboles se agitaban por el viento. Los meshícas, más numerosos que nosotros, sonrieron, se miraron entre sí y se acercaron sin temor a las amenazas de mi padre:

—¡No se acerquen! ¡O los mataremos! —gritó mi padre, empuñando su cuchillo y haciendo un gesto agresivo que jamás le había visto. Las plumas en su penacho ondeaban con el aire, su piel brillaba por el sudor y la luz del sol.

Mi abuelo Huanitzin trató de evitar en vano que se iniciara el enfrentamiento diciendo que ya no valía la pena, que dejáramos que lo llevaran preso:

—Ca ye nihuehue (pues ya soy viejo).

Uno de mis tíos, al comprender que no se detendrían, lanzó una flecha que dio certera en uno de los meshícas —que no traían arcos ni flechas, únicamente macuahuitles, lanzas y cuchillos de pedernal— y cayó entre las hierbas pataleando y dando gritos de dolor, tratando de sacarla de su cuello. Sus compañeros lo miraron por un instante. Uno de ellos se detuvo a auxiliarlo mientras los demás corrían hacia nosotros brincando como venados sobre la hierba y los arbustos. Mis tíos lanzaron todas sus flechas antes de que llegaran, pero sólo tres hirieron a los enemigos.

—¡Ustedes, defiendan a su abuelo! —gritó mi padre.

Y así obedecimos mi primo y yo mientras observábamos el enfrentamiento. Mi padre luchó cuerpo a cuerpo con uno de ellos. El meshíca se le fue encima y lo derribó. Su penacho quedó destrozado en el piso y sus cuchillos se perdieron en la hierba. Ambos forcejearon entre los arbustos, mientras mis dos tíos, tres primos y dos hermanos se batían contra otros meshícas. Mi padre logró con destreza poner al meshíca con la espalda contra la tierra y furioso lo golpeó una y otra vez con sus puños, dejándole el rostro empapado de sangre; cuando vio que el hombre estaba casi inconsciente se levantó respirando agitadamente y buscó a tientas su cuchillo entre la hierba. Justo cuando lo había recuperado, el meshíca se puso de pie, lo atacó por la espalda y lo tumbó otra vez. Mi padre le enterró el cuchillo en el pecho. El meshíca, quien ya se encontraba débil, se detuvo por un instante y se miró la herida, se arrodilló en la hierba, su cabeza se movía lentamente en círculos, se sacó el cuchillo e intentó ponerse de pie. Mi padre estaba frente a él, con los puños listos para golpearlo, pero el hombre sin más encontró la muerte. Mientras tanto los demás defendían nuestras vidas con valor: a uno de los meshícas le enterraron una lanza en el pecho, que él mismo se sacó con fuerza y corriendo se fue con su chorro de sangre hasta que cayó entre los arbustos. Mi hermano mayor combatió ferozmente contra otros dos. Mi primo y yo no pudimos defenderlo, pues debíamos permanecer a un lado de mi abuelo para que no lo hirieran, pues él no tenía manera de escudarse. Mi hermano dio grande batalla a los dos meshícas, hasta que uno de ellos logró darle un fuerte golpe en la espalda que lo derribó; el otro con agilidad le enterró una y otra vez su cuchillo hasta quitarle la vida. Mi padre corrió en su auxilio, pero fue demasiado tarde.

Mi abuelo, al ver morir a mi hermano, entristeció y sabiendo que no venían por nosotros, sino por él, pues su cabeza grande valor tenía por lo que guardaba en su memoria, gritó para que detuvieran el combate, para que ya no murieran más de sus hijos y nietos. Mi primo huyó, pues así le ordenó mi abuelo: “¡Corre, corre!”. Y corrió como era menester, para dar aviso a nuestra gente, para que abandonaran nuestra aldea y se fueran a la cueva que mi abuelo había descubierto hartos años atrás y que había preparado para que nos ocultáramos si algo así ocurría. A los meshícas no les importó alcanzar al joven tepaneca, pues tenían lo que buscaban: a mi abuelo.

Mis parientes, cansados y heridos, al ver a mi hermano muerto y habiendo escuchado los gritos de mi abuelo comprendieron que era inútil seguir luchando. Dejaron caer sus armas y bajaron la cabeza en forma de rendición. Nos ataron de pies y manos. Uno de los meshícas, al percatarse de que yo no tenía heridas, me señaló.

—Miren a este cobarde que no se atrevió a pelear —gritó con burla.

Todos caminaron hacia mí para vengar la muerte de sus compañeros y me golpearon hasta el cansancio. Ninguno de mis parientes pudo auxiliarme, pues ya estaban atados. Sólo rogaban que no me golpearan, que ya tenían lo que buscaban: a mi abuelo, al único que no tocaron.

Y así, heridos, cubiertos de sangre, nos llevaron presos a una casa en Meshíco Tenochtítlan. Llegamos por el camino de Tlacopan,* que fue uno de los primeros en ser empedrados tras la llegada de los barbados y ahora estaba ocupado por casas de los hidalgos, de rojo tezontle, portones ensalzados y escudos labrados en piedra. Al entrar a la ciudad mi abuelo cambió el semblante. Su asombro era tanto que no podía creer que estaba en la grande Tenochtítlan, la ciudad que él conoció de joven y a la que no había vuelto desde la devastación que habían hecho los españoles, pues desde entonces ya se le perseguía. A diferencia de todos los demás de su tiempo y edad, mi abuelo no vivió el cambio ni presenció la destrucción de las ciudades. No fue uno de los miles de esclavos tenoshcas, tepanecas, acolhuas y tantos más que fueron obligados a demoler el Coatépetl* y los demás teocalis** del recinto sagrado, ni percibió en la ciudad el aroma a cal y madera recién cortada de los espesos bosques, ni arrastró bloques de cantera o enormes troncos para construir iglesias y casas para los barbados.

Mi abuelo Huanitzin escuchó mucho sobre estos cambios: de la iglesia que se construyó sobre el teocali de Quetzalcóatl frente al Coatépetl, del ayuntamiento que se edificó allí, de la horca y la picota, donde amarraban y quemaban gente viva y no por sacrificio al dios portentoso Huitzilopochtli, sino para castigar a los que seguían mostrando reverencia al culto de nuestros dioses y de la usurpación que hizo Malinche de los antiguos palacios que antes pertenecieron a los tlatoque*** Ashayácatl y Motecuzoma Shocoyotzin y cuya construcción mandó cambiar agregando almenas en las azoteas, torres en las esquinas y ventanas en los muros. Harto se le contó a mi abuelo de esta destrucción, pero no imaginó que sería tan atroz.

Cuando yo conocí estas ciudades ya no había en ellas lo que mi abuelo tanto me contaba. Mis años de infancia fueron harto difíciles, pues años atrás mi abuelo nos había dicho a sus hijos y nietos que era menester nuestro aprender la lengua y recibir el bautismo para andar por las ciudades usurpadas y saber qué ocurría. Y así hube de hacerme pasar como un hijo de una tía para poder recibir escuela religiosa y aprender esta lengua a fin de salvar la vida de los míos y correr los sábados como venado para ver a mi familia que se escondía entre los bosques: mi madre, mi padre y mi abuelo, el sabio tlacuilo, que hartas veces me dijo que no me dejara embaucar por los sermones de los barbados y eso hice. Fui bautizado con un nombre cristiano al que no quiero hacer referencia por el desprecio que tengo hacia éste, por ser una imposición y por seguridad de mi familia y de mi abuelo. Y así fue que aprendí esta lengua. Se me enseñó en una de sus escuelas religiosas, donde hartos niños sin tener conciencia aceptaban al dios ese que decían los religiosos ser el único. Yo vi hartos críos —descendientes de nuestro dios Quetzalcóatl— aceptar la comunión y decir que amaban a Cristo. Pero la verdad es que todos ellos le tenían harto miedo a ese dios colgado de la cruz. Los religiosos repetían los castigos recibidos en el infierno si no decíamos la verdad en el confesionario. “¿Vuestros padres practican la idolatría?” “No, padre.” “No mientas, niño. ¿Dónde esconden los ídolos? ¿Conocéis a alguien que practique los ritos del demonio Huichilobos?” Yo los escuché delatar a sus padres, quienes pronto fueron llevados a la hoguera. Muchos padres y madres, por temor, dejaron de hablarles a sus hijos sobre nuestros dioses y permitieron que esta nueva religión dominara. Por eso mi generación comienza a ignorar de dónde viene.

En menos de cincuenta años la toltecáyotl comenzó a desvanecerse y el deseo de mi abuelo también, quien al entrar a la ciudad en ese momento en que nos llevaban arrestados miraba deslumbrado en todas direcciones. Pasamos frente a las Casas Viejas* y que ahora eran la residencia del virrey. Luego caminamos por la calle donde se hallaban los panaderos, carpinteros, herreros, cerrajeros, barberos, sastres, como dicen en esta lengua a todos esos que hacen algunas cosas que antes no se hacían por estos rumbos.

—¿Qué hay allí? —preguntó mi abuelo, mientras caminábamos frente a un edificio con grandes ventanas en sus dos pisos situado en la esquina de la Plaza Mayor.

—Es el telpochcali de los españoles —dije en voz baja a mi abuelo que no cerraba los ojos—. En esta lengua le llaman universidad. Es allí donde se educa la juventud.

—¿Cuántas tienen?

—Es la única universidad que han construido hasta el momento.

—¿Es allí donde se les enseña el culto al dios colgado de la cruz?

—No —dije, pero luego corregí—: quienes ahí enseñan son sus sacerdotes y los creyentes de su religión. He escuchado que sí se habla de su dios, pero que allí aprenden otras cosas y que sólo asisten los hijos de los blancos. El culto a su dios se aprende desde que son niños, en sus casas, en sus templos —señalé la iglesia que habían construido donde antes estaba el templo de Quetzalcóatl— y en sus escuelas. Los que quieren ser sacerdotes o monjas van a los seminarios, monasterios o conventos.

—¿Qué son monjas? —preguntó mi abuelo.

—Mujeres que se dedican a adorar a su dios y que son como sacerdotes.

—¿Mujeres? Pensé que ellos no permitían a las mujeres ser sacerdotisas.

Mi abuelo Huanitzin nos había contado que en Meshíco Tenochtítlan había mujeres dedicadas al servicio de los templos. Sus ocupaciones consistían en incensar a los ídolos, atizar el fuego sagrado, barrer el atrio y preparar comestibles que presentaban a los ídolos. No podían hacer los sacrificios como los sacerdotes. Había dos formas para que llegasen a ser sacerdotisas: una de ellas era que los padres las consagraran en forma de pago por algún beneficio; y otra que ellas mismas al llegar a la adolescencia decidieran entrar al sacerdocio. Luego de un tiempo, sus padres les buscaban maridos y las casaban.

—Ellas tienen siete conventos —continué—. Y se llaman entre ellas con diferentes nombres: reginas, clarisas, concepcionistas, marianas, jerónimas, arrepentidas y emparedadas, estas últimas son mujeres divorciadas o casadas puestas en depósito.

—¿Adoran al mismo dios?

—Sí.

—¿Por qué usan distintos nombres?

—Para que se conozca dónde viven.

—¿Y los frailes?

—También usan distintos nombres, que son: dominicos, franciscanos, agustinos y jesuitas. Pero entre ellos hay mayores diferencias, unos son peores que otros. Y no son lo mismo que los sacerdotes.

Mi abuelo había visto a los frailes cuando llegaron con los usurpadores, pero no sabía esto que le estaba contando. Y no los volvió a ver hasta ese día que fuimos llevados a Tenochtítlan. Al llegar, los meshícas tocaron una enorme y pesada puerta de madera. Poco después salió un fraile regordete, vestido con un hábito café y un cordón blanco alrededor de la cintura; y sin hacer preguntas dio la orden de que nos trasladaran a un lugar donde guardaban sus caballos, en el cual al cruzar la puerta nos empujaron violentamente haciéndonos caer sobre un montón de paja.

—Podéis retiraos —dijo con seriedad y su papada se sacudió como la de un guajolote—, mañana recibiréis vuestro pago —dijo a los meshícas sin preguntar quiénes éramos, dónde nos habían encontrado, cómo nos habían arrestado, por qué veníamos sangrando y heridos, ni cuántos muertos hubo en el encuentro.

El fraile salió del lugar levantando su hábito con una mano para no pisarlo y nos dejó allí, donde estuvimos encerrados, platicando a ratos y a veces en silencio. En esos largos momentos observé a mi abuelo como jamás lo había hecho y pensé mucho en su vida, en eso que tanto me había contado de su juventud en el calmécac, donde aprendió a elaborar los libros pintados, esos que tras la llegada de los españoles tuvo que aprender a pintar con los dedos de los pies por falta de brazos. Bien lo recuerdo. Yo lo vi pintarlos con una brocha entre los dedos de los pies. Nunca pidió ayuda más que para asearse. Nunca perdió el deseo de vivir. La miseria en que estábamos, escondidos entre los bosques, no le arrebató su toltecáyotl ni su anhelo de preservar nuestra historia. Dedicó el resto de sus días a crear nuevos libros pintados, según dictaba su indeleble memoria y a contarnos todo lo que había aprendido en el calmécac.

Había dos tipos de escuelas en Meshíco Tenochtítlan: el telpochcali, para los macehuali, y el calmécac, para los pipiltin. Cuando el crío nacía era llevado por sus padres ante los teopishqui* del templo de Quetzalcóatl para pedir que fuese aceptado en el calmécac. Pues aunque este recién nacido fuese de la nobleza sus padres habían de mostrar humildad para que fuese bien recibido y tuviera el privilegio de ser un teotlamacazque.** El crío era aceptado en el calmécac, pero entraba cuando tenía edad adolescente.

El día que los nuevos alumnos ingresaban al calmécac eran recibidos en un ritual. Las madres llevaban papeles, incienso, mashtlatl, series de piedras y plumas ricas a Quetzalcóatl. Los alumnos que ya llevaban tiempo allí tenían la tarea de recibir a los nuevos con agrado, que serían a partir de entonces sus hermanos. Les pintaban los rostros y cuerpos de negro y les colgaban en el cuello unas cuentas de palo, llamadas tlacopili y finalmente les perforaban las orejas a honra de Quetzalcóatl.

Harto me habría gustado estudiar en el calmécac y no en el catecismo. Lo que sé sobre nuestra raza y nuestro pasado lo aprendí de mi abuelo desde que yo era un crío. Me sentaba a su lado y escuchaba con atención lo que él tenía por decir en nuestra lengua náhuatl. Fue así que aprendí sobre nuestros ancestros tepanecas:

Asholohua, nieto querido, te pido que hagas todo lo que esté en tus manos para preservar la toltecáyotl. Pues de no ser que los hijos de tus hijos y sus demás descendientes aprendan y compartan con sus hijos la toltecáyotl, pronto olvidarán nuestra historia y vivirán en el engaño, en ausencia, sin identidad y creerán que son lo que no son, adorarán dioses que los barbados han traído de sus tierras, se matarán los unos a los otros, se mentirán entre sí, las futuras naciones y gente de estos territorios no serán más que una farsa, una pueril imitación de otras sociedades, pues su ignorancia y falta de identidad los empujarán a la búsqueda de eso que les dé pertenencia.

Por eso es menester mío y suyo que aprendan la nueva lengua, pues ya hay muchos de estas tierras que hablan castellano y asisten a los templos cristianos, por temor, obediencia o creencia, y a sus hijos no les hablan de nuestros ancestros y callan por miedo a morir en la horca o entre llamas, atados a un poste.

La toltecáyotl es nuestra historia, raíces, religión y costumbres. Y es de ustedes obligación llevar el conocimiento a sus hijos para que ellos lo divulguen a sus nietos. Vayan y enseñen lo que saben a los críos shochimilcas, shalcas, tlahuicas, tepanecas, tlashcaltecas, meshícas, tlatelolcas, acolhuas. Que todos sepan de dónde venimos, que quede en sus memorias lo acontecido en estos rumbos.

Observa este amoshtli.* Este que ves aquí es Acolhuatzin, el padre de Tezozómoc. Con ellos dos comienza la grandeza del pueblo tepaneca, cuando los meshícas no eran más que una tribu pobre y vagabunda. Entonces toda la Tierra le pertenecía al huey tlatocayotl** chichimeca, fundado por Shólotl, quien al morir heredó todo a su hijo Nopaltzin y éste a su hijo Tlotzin y éste a su hijo Quinatzin. La herencia iba directamente al primogénito, sin importar su capacidad para gobernar.

Entre los descendientes de Shólotl hubo dos que cambiaron la historia chichimeca para siempre: Tenancacaltzin, tío de Quinatzin y su primo Acolhuatzin, señor de Azcapotzalco. Quinatzin apreciaba tanto a su tío y a su primo que cada vez que tenía que salir a combatir algún pueblo rebelde, dejaba a uno de ellos al frente del gobierno, entonces establecido en Tenayuca. Pero un día…

Una comitiva de cincuenta personas avanza lentamente por los campos despoblados de Teshcuco. Seis esclavos cargan en andas al gran chichimecatecutli Quinatzin. Un palio rojo lo cubre del sol. De pronto algo llama la atención de Quinatzin, quien se endereza asombrado y entusiasmado en su asiento y enfoca la mirada hacia el horizonte.

—¡Ahí está! Caminen más rápido —los esclavos que cargan las andas aceleran el paso. El horizonte parece una alfombra blanca con café—. ¡Deténganse! ¡Bájenme! ¡Apúrense! —ordena Quinatzin. Los esclavos bajan las andas, y el gran chichimecatecutli camina apresurado hasta llegar al inicio de un campo de decenas de hectáreas tapizado de arbustos con flores blancas. Se acerca a una de las miles de plantas frente a él y arranca una flor, la contempla varios segundos, luego separa la bola de algodón que crece alrededor de la semilla. A su espalda se encuentran cuatro de sus consejeros, los cargadores y los soldados. Quinatzin voltea a verlos asombrado—: Y creció solo —uno de ellos afirma con la cabeza.

—Hemos realizado varios recorridos exhaustivos y no encontramos a nadie que habite la zona. Estos cultivos de algodón no pertenecen a nadie —informa Tezcacóatl, uno de sus consejeros.

—Estás equivocado —alza las cejas—: pertenecen al huey tlatocayotl. Todas estas tierras son de los acolhuas, mi abuelo Shólotl así las designó cuando repartió la tierra. Está en los libros pintados.

—Disculpe, mi señor —responde Tezcacóatl.

Quinatzin da por terminada aquella conversación y dirige la mirada al campo, sonríe entusiasmado y vuelve la mirada a sus consejeros:

—Podremos fabricar miles de mantas.

El gran chichimecatecutli y su comitiva vuelven a Tenayuca, a bordo de doce canoas. Al llegar al puerto cruzan entre cientos de comerciantes que venden a la orilla del embarcadero sus mercancías: pescados, conejos vivos y muertos, ciervos muertos, muchas clases de aves vivas de plumas finas, plátanos, melones, papayas, uvas, manzanas, mangos, frijol, jitomate, cebolla, chile de muchos tipos, maíz de muchas clases, aguacate, shokolatl, flechas, arcos, cuchillos, lanzas, escudos, mantas de algodón, huipiles, calzoncillos, utensilios de cocina: ollas, jarros, platos hondos, y oro.

—¡Ya no hay lugar en el embarcadero! —exclama Quinatzin.

—Tendremos que buscar un lugar para construir otro ahora que comencemos a traer el algodón. Y otro embarcadero en Teshcuco.

Quinatzin se detiene pensativo y se dirige con la mirada ausente al consejero:

—Tienes razón... —se cruza de brazos y luego se lleva una mano a la barbilla—. Necesitaremos dos embarcaderos... —desvía la mirada hacia el lago. Se queda pensativo—: Pero… —se lleva las manos a la cintura y observa el embarcadero con atención—: un embarcadero necesita gente y la gente requiere de casas, alimento, comercio, templos... —hace una pausa. Se muerde el labio inferior—. Y todo eso necesita un gobierno... —hace otra pausa y sonríe—. Nos mudaremos a Teshcuco.

Más tarde el gran chichimecatecutli se reúne con su familia. La sala es de diez metros de ancho por doce de largo, de paredes altas y oscuras, hechas de ladrillo de barro. No hay muebles. Cortinas de luz (que entran por el tragaluz en la parte superior de las paredes) marcan la diferencia entre la oscuridad del interior y la luz del exterior. En una esquina, un tlacuilo de rodillas en el piso pinta lo que está ocurriendo en un amoshtli de tres metros de largo para dejar constancia de los hechos. Quinatzin, su esposa Atzin, sus hijos —Chicomacatzin de veintidós años de edad, Memosholtzin de veinte, Manahuatzin de dieciséis, Tochintzin de catorce y Techotlala de diez—; sus consejeros y ministros comen en el palacio, sentados en colchonetas de algodón. Ocho sirvientes permanecen formados de pie, con las espaldas hacia la pared, sosteniendo unas ollas de barro llenas de comida. Dos sirvientas caminan entre ellos, toman una olla, caminan al centro de la sala, donde están los invitados, se arrodillan frente a cada uno para servirles comida y bebidas.

—Los he reunido para informarles que he decidido construir un palacio en Teshcuco y mudarnos ahí —informa de pronto el gran chichimecatecutli. Todos se muestran confundidos y sorprendidos. Algunos comienzan a murmurar.

—Mi señor, el gobierno debe estar en Tenayuca —le recuerda Tonahuac, uno de los ministros.

—El gobierno está donde esté el gran chichimecatecutli.

—¿Podemos saber la razón? —cuestiona muy intrigado Iuitl, otro de los ministros.

—Teshcuco tiene tierras más fértiles y es mucho mejor para la siembra de algodón. Además son territorios abandonados y debo protegerlos antes de que alguien más intente apoderarse de ellos.

—Pero existen muchas formas de controlar aquellos territorios sin necesidad de mudar el gobierno, mi señor. Sinceramente creo que sería un grave error —insiste Iuitl. Entonces interviene un hombre de aproximadamente setenta años, llamado Tenancacaltzin, tío de Quinatzin:

—Si abandonas el imperio... habrá muchos problemas... la gente no sabe vivir sin un líder. —No lo voy a abandonar —Quinatzin sonríe—. Lo voy a mudar. Pero si te refieres a Tenayuca, dejaré a alguien encargado, alguien de toda mi confianza.

—Padre, ¿quién será esa persona? —pregunta Chicomacatzin.

—Aún no lo sé. —¿Cuándo pretende comenzar la construcción del nuevo palacio? —pregunta Chicomacatzin.

—En cuanto encuentre el lugar ideal.

—Querido sobrino —interviene Tenancacaltzin con candidez—, si ya lo has decidido, entonces yo te apoyo.

Semanas más tarde tres hombres se encuentran arrodillados en el centro de la sala principal. Quinatzin entra escoltado por cuatro soldados, se dirige a su asiento real.

—Levántense —ordena el gran chichimecatecutli. Los hombres arrodillados alzan sus rostros y se ven con ojos hinchados, labios rotos y llenos de sangre. Quinatzin, alarmado, se pone de pie. Empuña las manos—. ¿Quién les hizo eso? —los albañiles se ponen de pie y se ven sus cuerpos con heridas en rostros, brazos y torsos.

—Fuimos atacados por una tribu que dice ser dueña del terreno donde usted nos envió a construir su palacio —explica el albañil.

Se ve el rostro furioso de Quinatzin. Ceño fruncido, nariz y labios arrugados, sudor en sus sienes. Le tiembla la quijada. Se escucha su respiración acelerada de rabia.

—Vayan a sus casas a curar sus heridas y a descansar, que yo me encargaré de hacerles justicia.

Quinatzin manda llamar a sus ministros y consejeros con urgencia. Todos llegan preocupados. Hacía mucho que no ocurría algo así en el palacio.

—Señores ministros y consejeros, los he citado para compartir con ustedes algo que me ha indignado sobremanera. Hoy recibí a tres de los albañiles que había enviado a Teshcuco para construir el nuevo palacio del gobierno acolhua. Se encontraban muy heridos —los ministros y consejeros se muestran asombrados—. Los agresores dicen ser dueños de aquellas tierras. Y me enviaron una amenaza.

—Eso es indignante, mi señor —dice Iuitl.

—¿Quién se atreve a amenazar al gran chichimecatecutli? —agrega Tonahuac.

—Yo me aseguré de que la tierra no estuviese habitada, mi señor —interviene Tezcacóatl.

—Lo sé, Tezcacóatl. Yo tampoco vi ningún poblado cuando fuimos a recorrer la zona.

—Sugiero que enviemos a nuestras tropas y acabemos de una vez por todas con esos usurpadores asesinos —dice Tenancacaltzin.

—No creo que sea buena idea. Debemos ser cautelosos —responde Quinatzin.

—Alguien debe estar detrás de todo esto —interviene Iuitl.

—Por supuesto. Pero ¿quién? —le responde Quinatzin.

—Si usted me lo permite, yo me ofrezco para ir personalmente a confrontar a aquellos cretinos —se ofrece Tenancacaltzin con valentía.

—Te lo agradezco, pero será mejor que vaya yo personalmente. No quiero poner tu vida en peligro, tío.

—Mi señor, usted sabe que yo daría mi vida por usted y por el imperio —insiste Tenancacaltzin.

—Yo me ofrezco, mi señor —dice Tonahuac, uno de sus consejeros.

—Tu compañía me será de mucha utilidad.

—¿Ya está decidido? —pregunta Tenancacaltzin.

—Sí... —responde Quinatzin con seriedad.

—¿Y quién se quedará a cargo del gobierno de Tenayuca?

—Tú, querido tío. Tenancacaltzin se pone de rodillas: —Mi señor, me siento sumamente honrado.

—Tengo la certeza de que cuidarás del imperio con tu vida.

—Así lo haré —promete Tenancacaltzin.

—Iuitl será tu mano derecha. Tonahuac y Tezcacóatl irán conmigo —explica Quinatzin y luego se dirige a los otros diez ministros—: Obedezcan a mi tío en todo y respétenlo como a un gran chichimecatecutli, pues en mi ausencia él es quien tomará todas las decisiones. Y si algo llegara a ocurrirme, él quedará en el gobierno hasta que mi heredero sea jurado como gran chichimecatecutli.

Al día siguiente el ejército prepara las canoas en las que cruzarán el lago para llegar a Teshcuco. Cientos de cargadores llenan las canoas con costales y canastas llenas de alimentos, mantas y armas. La población observa alrededor y murmura. Muchos se ven preocupados y otros simplemente curiosos. Techotlala, de escasos diez años de edad, se acerca a su padre, quien se encuentra hablando con sus ministros y su tío.

—Padre... —Techotlala baja la cabeza con humildad al estar frente a él.

—Sí.

Techotlala traga saliva:

—¿Puedo ir con usted?

—No —responde Quinatzin.

—Pero... Yo puedo ayudar.

—No estás en edad. Ya habrá muchas oportunidades en el futuro.

Techotlala se marcha enojado porque su padre sólo lleva a los hijos mayores. Horas más tarde Quinatzin, cuatrocientos soldados, doscientos cargadores y trescientas mujeres salen rumbo a Teshcuco.

Al día siguiente Acolhuatzin, el tecutli de Azcapotzalco y primo de Quinatzin entra al palacio de Tenayuca, guiado por dos guardias. La sala principal se encuentra vacía.

—En un momento llegará el gran chichimecatecutli —informa un soldado.

Acolhuatzin espera de pie, en el centro de la sala. Varios minutos más tarde entra Tenancacaltzin con soberbia absoluta. Saluda triunfante con una enorme sonrisa:

—¡Acolhuatzin! —el tecutli de Azcapotzalco se arrodilla y baja la cabeza—. No hagas eso... Entre tú y yo esas formalidades están de sobra —dice Tenancacaltzin y en ese momento dirige la mirada a los soldados y les hace una seña con la mano para que se retiren. Los soldados obedecen y salen.

—Gran chichimecatecutli... —dice Acolhuatzin con una mirada de asombro.

—Sólo es temporal —finge humildad y sonríe.

—Quinatzin no tiene idea de a quién va a atacar...

—Seguramente algunos invasores ingenuos que no tienen idea de lo que les espera.

—Es extraño que haya invasores en esas tierras, pues Quinatzin siempre ha tenido bien vigilados sus territorios.

—Queda comprobado que tales vigilantes no hicieron bien su trabajo. Acolhuatzin juega con las palabras y los gestos:

—Perdona mi desconfianza, pero... a veces llega a mi mente una idea... algo... ¿Cómo llamarle?... descabellada...

Tenancacaltzin alza las cejas:

—Ah, ¿sí?

—Pienso: ¿Y si Tenancacaltzin planeó todo esto?

—¿Me estás acusando de la muerte de aquellos albañiles indefensos?

—¡No! ¡De ninguna manera! No me mal interpretes.

—Sería incapaz.

—A mí no me puedes engañar. Te conozco más que Quinatzin. Tenancacaltzin ríe con soberbia:

—Yo sólo quería evitar que Quinatzin mudara el mercado a Teshcuco. ¡Ahí no hay nada! No hay pueblo. No hay gente. Todo sería mucho más caro. Jamás imaginé que Quinatzin decidiría ir a confrontar a los usurpadores.

—¿Qué harás si te descubre?

—No lo hará.

—¿Estás seguro?

—Yo no los organicé personalmente. Siempre hay alguien que está dispuesto a hacer el trabajo sucio.

Mientras tanto Chicomacatzin llega a Teshcuco con una tropa de cincuenta soldados. Alrededor se ven los campos de algodón. No hay nadie. Avanzan con cautela. Un grupo de treinta hombres camina hacia ellos. Los soldados de Chicomacatzin preparan sus armas. Se miran entre ellos con confianza y arrogancia. Saben que vencerán a ese pequeño contingente. De pronto uno de ellos pregunta:

—¿Qué buscan aquí?

—Me llamo Chicomacatzin, soy hijo primogénito del gran chichimecatecutli Quinatzin, heredero del imperio de Shólotl y comandante de esta tropa. El hombre responde orgulloso, con la frente en alto:

—Y yo soy Cipactli, el que organizó la siembra de todo el algodón que alcanzan a ver sus ojos.

—Indudablemente han hecho una tarea espléndida. Entiendo que han trabajado muchísimo y mi padre está dispuesto a pagarles por ello. Cipactli responde sarcástico:

—¿Piensa comprarnos el algodón?

—No precisamente... Debo informarle que estas tierras pertenecen al imperio y por lo tanto todo lo que se cultiva en ellas. Pero honrando su esfuerzo estamos dispuestos a retribuirles de manera justa.

—Hasta donde tengo entendido los dioses no han dividido las tierras. Así que nosotros somos libres de sembrar donde sea más conveniente.

—Hemos venido de manera pacífica a pedirles que abandonen estas tierras, de lo contrario...

—¿De lo contrario qué? —Cipactli responde agresivo. Los hombres de Cipactli levantan sus arcos.

—Tendremos que sacarlos por la fuerza.

—Inténtalo... —en ese momento salen de entre los arbustos de algodón poco más de cuatrocientos hombres. La tropa de Chicomacatzin alza sus arcos y dispara sus flechas. Las flechas dan en los pechos de algunos de los invasores. Uno de los soldados de Chicomacatzin sopla el caracol. Quinatzin, quien se encuentra escondido detrás de la loma, escucha el silbido del caracol y anuncia a sus tropas que se preparen. El ejército de Quinatzin avanza corriendo con sus macuahuitles en todo lo alto. Chicomacatzin lucha contra los invasores. No pueden contra ellos. Son cincuenta contra cuatrocientos. La escena es aterradora. Los soldados de Chicomacatzin van muriendo. El ejército de Quinatzin llega al campo de batalla. Ambos ejércitos combaten. El ejército de Quinatzin degüella cabezas, mutila brazos y perfora los pechos de sus enemigos. Al final decenas de hombres quedan muertos o heridos.

Cipactli, sucio, cubierto de lodo y sangre, queda tirado en el piso, boca abajo, con las manos atadas a la espalda. Dos soldados lo jalan y lo obligan a arrodillarse. Quinatzin camina hacia él.

—Ahora sí me vas a decir quién putas te mandó a matar a mi gente.

Cipactli lo mira con burla y desprecio:

—Tu madre...

Un soldado se acerca y le da un golpe tan fuerte en la cara que Cipactli cae al suelo. Los dos soldados que lo sostenían lo levantan. Cipactli escupe sangre y sonríe.

Quinatzin insiste:

—¿Quién te envió? —Ya te lo dije: la puta de tu madre. El mismo soldado que lo golpeó se acerca, le desata las manos, le toma la mano derecha, la extiende y con su cuchillo de obsidiana le corta cuatro dedos. Cipactli se queja con un fuerte grito y se lleva la mano al abdomen.

—Tú no sabes quién soy, ¿verdad? —pregunta Quinatzin.

—¡Sí! ¡El puto gran chichimecatecutli! ¡El cabrón que nos ha dejado sin tierras! —el mismo soldado se acerca, le toma la mano izquierda y le corta los cuatro dedos. Cipactli grita una vez más. Cae al suelo lleno de dolor.

—Podemos seguir así hasta dejarte sin brazos, piernas, lengua, orejas y ojos —amenaza el gran chichimecatecutli.

Cipactli responde con rabia: —¡Háganlo! ¡Mutílenme!

Observa este amoshtli, querido nieto. Quinatzin pensó mucho en la manera de apropiarse de aquella cosecha, sin importarle a quién perteneciera. Pero tenía un problema: Teshcuco se ubicaba en el lado oriente del lago mientras Tenayuca estaba en el poniente. Iba a ser muy costoso enviar a los peones todos los días en canoas. Entonces decidió mudar el huey tlatocayotl a Teshcuco, algo que enojó a la gran mayoría de los ministros y comerciantes de Tenayuca. Sin duda tenían razón, Quinatzin se había dejado llevar por la ambición y se había olvidado de su pueblo, dejando como gobernador interino a Tenancacaltzin, quien inmediatamente aprovechó las leyes para quitar del gobierno a Quinatzin de manera definitiva.

Aquí está pintado claramente cómo los consejeros y ministros hablaban con Acolhuatzin.

—Tenancacaltzin dice que al abandonar Quinatzin el palacio de Tenayuca debe entenderse que también renuncia al gobierno de toda la Tierra —dijo uno de los ministros vestido con una túnica blanca—. Y que siendo él quien gobierna ahora en Tenayuca le pertenece el derecho de ser jurado tecutli chichimeca —continuó el ministro.

—¿Cómo ha respondido Quinatzin a esto? —preguntó Acolhuatzin molesto, pues por linaje él tenía más derecho al trono que Tenancacaltzin.

—Ha mandado mensajeros a los pueblos vasallos pidiéndoles que le envíen sus tropas —dijo el ministro, que bien conocía los deseos de su tecutli tepaneca.

Algunos ministros aconsejaron atacar inmediatamente a Tenancacaltzin en apoyo a Quinatzin. Otros proponían evitar problemas y ofrecer vasallaje al nuevo gran chichimecatecutli.

En este otro amoshtli, querido nieto, se ve que el príncipe Tezozómoc también estaba presente.

—Amado padre, solicito su permiso para hacer un comentario —dijo el príncipe Tezozómoc que apenas tenía dieciséis años de vida.

—Dime, querido hijo —respondió Acolhuatzin desde su asiento real.

—Sugiero que le permita a Tenancacaltzin apoderarse del gobierno y luego se lo arrebatemos.

Los tlacuilos que allí estuvieron, así lo representaron en sus libros pintados, esos que yo estudié en el calmécac. Hartas veces nuestros maestros nos repetían la misma conversación para que no se cambiara la historia, para que así se recordara.

Quinatzin decidió no hacerle frente a Tenancacaltzin y permaneció en Teshcuco con su familia, pues bien sabía que había más riqueza en los campos de algodón que en Tenayuca.

El gobierno bajo el mando de Tenancacaltzin generó incomodidad en toda la Tierra. Hubo todo tipo de abusos por parte de las autoridades. No había alimento. La gente moría de hambre. El tecutli de Azcapotzalco intentó dialogar con Tenancacaltzin para poner orden, pero éste, lleno de soberbia, lo corrió del palacio. Entonces Acolhuatzin envió sus tropas a combatir a Tenancacaltzin, quien cobardemente salió huyendo. Fue asesinado por una flecha que le dio en la garganta. Acolhuatzin se proclamó grande tecutli chichimeca y nombró a su hijo Tezozómoc tecutli de Azcapotzalco. En los años siguientes, Acolhuatzin se dedicó a restablecer la tranquilidad en el huey tlatocayotl.

La envidia siempre es mayor que la riqueza y Quinatzin, no contento con todo el algodón que estaba produciendo en Teshcuco, decidió declararle la guerra a Acolhuatzin.

Tezozómoc tenía la mirada fija en unos huevecillos de pato que le habían llevado esa mañana. Tenía veinte años de edad y desde niño había deseado ver cómo rompían el cascarón los polluelos. Capricho que no se había cumplido hasta el momento. El silencio en el palacio de Azcapotzalco era inquebrantable: se encontraban en la sala principal del palacio sus consejeros, ministros, sacerdotes y un par de vasallos que habían llevado los huevecillos y, como siempre, el tlacuilo, que pintaba todo lo que ocurría. El príncipe tamborileaba con los dedos sobre sus rodillas. De pronto el más cercano y leal de sus sirvientes entró a la sala principal y le habló al oído:

—Mi amo y señor —dijo Totolzintli—, afuera se encuentra una embajada de parte de su padre.

Tezozómoc cerró los ojos, inhaló profundo e hizo un gesto de enfado.

—Hazlos pasar —respondió.

Los embajadores entraron con solemnidad y observaron con extrañeza los huevecillos en el nido que yacía en el piso; luego se dirigieron al príncipe Tezozómoc, se pusieron de rodillas, bajaron la cabeza, las plumas de sus penachos ondearon y con sus dedos tocando el piso sin levantar las miradas dieron el mensaje:

—Tecutli de Azcapotzalco —dijo uno de ellos con la cabeza gacha, pero viendo de reojo los huevecillos en el nido—, su señor padre solicita su presencia con urgencia en el palacio de Tenayuca.

—Digan a mi padre que iré hoy mismo —respondió. Se puso de pie y ordenó a sus consejeros y ministros que se prepararan para partir. Su esclavo Totolzintli, tres años menor que él, caminó a su lado.

Justo cuando había salido escuchó un ruido en el interior de la sala principal. Volvió avivadamente sin decir palabra alguna y se encontró con un par de polluelos sacudiéndose las plumas: el tecutli tepaneca hizo una mueca de disgusto jalando sus labios a la derecha y arrugando la nariz, que le tiritaba levemente cada vez que hacía tal gesto. Nuevamente su deseo de verlos romper el cascaron se había frustrado.

El camino al palacio de Tenayuca fue caluroso y largo, pues tenían que marchar más de medio día. En realidad el príncipe Tezozómoc no caminó pues lo llevaban cargando cuatro esclavos en su asiento real llamado tlatocaicpali, el cual era puesto sobre una base de madera con dos troncos finamente trabajados y decorados. Una comitiva de soldados marchaba al frente, luego el tecutli y al final sus ministros y consejeros.

Mientras los vasallos que cargaban a Tezozómoc sudaban y se desgastaban los hombros, a él se le proporcionaban constantes porciones de agua y frutas para refrescarse. Cuando llegaron al palacio de Tenayuca, los esclavos bajaron el asiento real al piso y se llevaron una mano al hombro amoratado y con pequeñas raspaduras. Caminó apresuradamente con su corte a la sala principal del palacio donde ya lo esperaba su padre Acolhuatzin con todos sus ministros y consejeros presentes. Hicieron las reverencias acostumbradas de ponerse de rodillas, saludar con la mirada al piso y esperar a lo que el tecutli chichimeca dijera. Lo encontró con el entusiasmo caído, la mirada apagada, la voz opacada. No era eso lo que esperaba encontrar Tezozómoc.

“¿Estaría enfermo? —se preguntó Tezozómoc—. ¿Cansado? ¿Triste? Quizá sea eso. Ya se siente viejo, fatigado y afligido. Pero ¿de qué se preocupa? Logró lo que quería: hacerse jurar como grande tecutli chichimeca.”

—He decidido devolver el gobierno a Quinatzin —dijo con la mirada ausente.

Hubo un gran desconcierto en la sala. Los ministros y los consejeros murmuraron y se miraron entre sí. A Tezozómoc le comenzaron a tiritar las manos. Su padre, Acolhuatzin, renunciaba en ese momento al señorío. Así, sin lucha, sin enviar embajadas, sin siquiera esperar a que Quinatzin llegara con su ejército.

—¿Por qué? —preguntó Tezozómoc sin poder controlar el estremecimiento en sus manos.

—Quinatzin ha recuperado poder y aliados —respondió Acolhuatzin tocándose el rostro, como queriendo ocultar su temor—. Viene hacia Tenayuca con un ejército de cien mil hombres. Si no le entregamos la ciudad nos matará a todos y destruirá el señorío de Azcapotzalco.

No estaba permitido hablar sin el consentimiento del tecutli chichimeca, ni siquiera a su hijo Tezozómoc, quien en ese instante pensó que su padre era un cobarde.

“Cobarde, cobarde —pensó al mirarlo, sin poder decir lo que le quemaba la lengua—: lucha por lo que te pertenece. ¡Cobarde! ¡Cobarde! —le habría querido gritar en la cara—. ¡Cobarde! Que vengan, que luchen, si es que en verdad quieren el huey tlatocayotl de vuelta. ¡No así! ¡No! Es nuestro legítimo derecho ser señores de toda esta tierra. Quinatzin abandonó el gobierno. No lo merece. No supo luchar por él.”

—Mi señor —dijo uno de los consejeros de Acolhuatzin al dar un paso al frente—, creo que no es conveniente anticiparnos.

—Ya lo he decidido —interrumpió Acolhuatzin indiferente a lo que podían sugerir sus ministros y consejeros. Y en un santiamén notó el enojo en la cara de su hijo y puso más atención de lo común en los delgados labios de su hijo, la nariz estrecha y recta, sus ojos saltones, sus cejas derechas como rayas e inmensamente pobladas y los enormes lóbulos de sus orejas.

Tezozómoc bien conocía a su padre. Sabía la razón: Acolhuatzin buscaba salvar al señorío de Azcapotzalco, sus tierras, sus vidas, su gente. Y si ya había tomado una decisión no habría forma de hacerle cambiar de opinión.

La entrada triunfal de Quinatzin y sus tropas a Tenayuca se divulga en toda la Tierra. Lo confirman todos los tetecuhtin: no había defensa en la ciudad. El ejército se encontraba en los cuarteles. Las armas guardadas en los almacenes. La gente rebosaba de alegría. Acolhuatzin se arrodilló ante Quinatzin. Lloró implorando su perdón. Quinatzin le perdonó la vida. La nobleza tepaneca sale humillada del palacio de Tenayuca. Los hijos de Quinatzin se burlan de ellos. El príncipe Techotlala de veintidós años intercepta a Tezozómoc.

—Mi padre es demasiado ingenuo. Yo no —lo ve a los ojos con desprecio—. Cuando yo sea gran chichimecatecutli no perdonaré a tu pueblo. Voy a destruir Azcapotzalco hasta que no quede nada.

Tezozómoc desvía la mirada. Se mantiene en silencio. Sabe que si escucha una palabra más, le enterrará un puñetazo en la cara a ese bravucón.

—Vamos, hijo —dice Acolhuatzin tomando del brazo a Tezozómoc.

Al salir a las calles, la gente grita todo tipo de insultos a la familia tepaneca. Les impiden el paso. El ejército chichimeca tiene que intervenir. Quinatzin alza la voz. Nadie lo escucha. Comienza el caos. Los pobladores pretenden linchar a Acolhuatzin, Yolohuitl y Tezozómoc. Los soldados forman una valla. Quinatzin no entiende lo ocurrido. Acolhuatzin tampoco. La inconformidad de los pobladores de Tenayuca no era tan grande. ¿Cómo se explica este odio repentino? Los hijos de Quinatzin infiltraron a los alborotadores. El ejército chichimeca tiene que escoltar a la familia tepaneca hasta Azcapotzalco. El recorrido es largo y doloroso. Yolohuitl odia a su esposo más que nunca. Tezozómoc se avergüenza de su padre. No hay nada más que decirse. Ya todos los argumentos fueron expuestos. Acolhuatzin prefirió la humillación a dejar morir a su familia y a su pueblo. El intento de linchamiento a la salida de Tenayuca no fue nada comparado con lo que le habría sucedido a Azcapotzalco. Si Acolhuatzin no se hubiera rendido, el ejército de Quinatzin habría invadido Azcapotzalco antes de entrar a Tenayuca. Habrían matado a toda la nobleza tepaneca, a los niños, a los hombres y a los ancianos. A las mujeres las habrían violado y las habrían convertido en esclavas. Habrían incendiado el palacio de Azcapotzalco, los templos, las escuelas, las casas. Y al final, habrían matado a Acolhuatzin, Yolohuitl y Tezozómoc. Pero Yolohuitl es demasiado arrogante para entender eso. Tezozómoc demasiado joven. La llegada a Azcapotzalco es lo más cercano a una marcha fúnebre. La población tepaneca ha perdido la fe en su tecutli. Siempre es más fácil creer en los rumores que en los hechos. Ahora sólo queda reconstruir su prestigio.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video