Lo más importante es la charla entre el librero y el lector. Una máquina no puede vender libros: Iván Farías

06/04/2019 - 12:01 am

Iván Farías nació en la Ciudad de México en 1976. Es escritor y crítico de cine. Ha desempeñado multitud de oficios, desde vendedor en carreteras hasta librero. Estudió ciencias de la comunicación aunque su formación ha sido autodidacta. Ha publicado en numerosos periódicos y revistas del país. Y ha sido jurado en diversos festivales de cine. Actualmente es crítico de cine para Playboy México.

Ciudad de México, 6 de abril (SinEmbargo).– Iván Farías lleva años recopilando anécdotas como librero. Dice que lo más importante es la charla entre el vendedor y el cliente (el lector). Las experiencias le han dejado un profundo cariño por los libros, a los cuales también se ha acercado por medio de su propia pluma.

“Es un trabajo que me gusta. Es raro. Le vas agarrando cariño a los libros y le vas agarrando cariño a los lectores. Los lectores se convierten en amigos. Sabes lo que les gusta, sabes lo que leen. Hay charla entre lector y librero”, cuenta en entrevista con SinEmbargo.

Farías nació en la Ciudad de México en 1976. Es escritor y crítico de cine. Ha desempeñado multitud de oficios, desde vendedor en carreteras hasta librero. Estudió ciencias de la comunicación aunque su formación ha sido autodidacta. Ha publicado en numerosos periódicos y revistas del país. Y ha sido jurado en diversos festivales de cine. Actualmente es crítico de cine para Playboy México.

Iván también es consejero editorial en Nitro/Press, donde ha publicado Entropía (2014, remix del libro que ganó el premio «Beatriz Espejo» en 2002), la antología México Noir (2016) y ha colaborado en diversos títulos como las antologías Lados B 2012 y Latinoir, y las ediciones conmemorativas de Safari en la Zona Rosa y Se está haciendo tarde (final en laguna).

El escritor resalta la parte humana de vender libros. Asegura que es algo que no puede hacer una máquina.

“Es una forma increíble relacionada con el psicólogo y con el cantinero. Le das a la gente reflexiones, ideas. Intercambias. Va mucho más allá de lo que está pasando. Conoces a los clientes. Hay una parte muy humana”, dice.

Durante los años que lleva trabajando desde el piso de ventas, Farías ha hecho grandes amigos. Uno de sus textos, Tipos que no duermen por la noche, se presenta a continuación.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro de cuentos Tipos que no duermen por la noche (Nitro/Press - Secretaría de Cultura; México, 2019).

***

Café

Llegó al parque y compró el periódico. Vestía igual que hacía años, sin variar ni un poco: camisa a cuadros, pantalón de mezclilla y mocasines Flexi de nobuk. Se sentó en uno de los muchos cafés que dan al palacio de gobierno, el más cercano a la puerta central. Con parsimonia pidió un americano. Abrió el periódico y lo dispuso sobre la mesa. Las noticias locales hablaban sobre los despidos recientes: 100 obreros en la fábrica de cable, 87 en la de hilados, 130 en las maquiladoras de celulares.

Levantó la cabeza y observó con detenimiento la puerta del palacio de gobierno. Vio a los dos policías que vigilaban para impedir que un puñado de manifestantes entraran a perturbar al gobernador y a sus colaboradores. Unos campesinos afectados por las heladas sostenían un plantón desde hacía una semana. Un par de ellos habían amenazado con ponerse en huelga de hambre si no les daban respuesta.

La mesera llegó con el café y le ofreció un pastel. Carlos la miró con fiereza. Lo prefiero solo, dijo. Acomodó la taza justo detrás del periódico, sacó una libretita más pequeña que su mano y apuntó en ella:

«Día uno, 8:43 de la mañana. A las nueve, me informan, llega el gobernador».

Volvió a observar el parque, la gente, un par de campesinos sentados en el suelo recargados en una jardinera, las improvisadas casas hechas con telas y lonas. Un hombre de unos treinta años en jeans y con playera estampada con la leyenda sin maíz no hay país daba indicaciones. Vio a los policías que cuidaban la puerta, cansados, estáticos, sin ninguna preocupación y comiéndose con los ojos a las oficinistas en faldas apretadas que pasaban frente a ellos. Un día tranquilo, como lo eran todos en San Carlos. La gente de prensa tomando café en los restaurantes vecinos, con sus chalecos estampados de insignias de sus medios, los periódicos acumulados en las mesas, algunos políticos de baja estofa desayunando, los meseros quietos en las entradas de los restaurantes, los burócratas comiendo tamales en la esquina, los boleros limpiando zapatos y, de vez en vez, algún tipo corriendo para llegar a algún sitio.

Carlos pidió una hoja a la mesera y ella le trajo una membretada con el nombre del lugar. Dobló el periódico, lo puso a un lado, sorbió un poco del café negro y se dispuso a dibujar un croquis de la plaza. Hizo un gran rectángulo del lado derecho al que rotuló como «palacio de gobierno», luego un cuadrado donde puso «kiosko», tres pequeños círculos cerca del rectángulo a los que bautizó como «manifestantes». Otros dos rectángulos en los que escribió «cafés» y «portal chico», respectivamente. Con flechas marcó el sentido de las calles y dibujó apresuradamente el resto de las cuadras.

De improviso sonó su reloj con una alarma chillona que repetía un arcaico pip pip pip. Dejó el dibujo en paz y volteó a ver hacia el palacio de gobierno. Esperó sorbiendo poco a poco su bebida sin dejar de mirar a la puerta. Llegó una comitiva de dos suburban; de una bajó un hombre moreno, regordete, cabellos lacios y mirada huidiza: era el gobernador, seguido de una rubia de piernas largas y lentes de pasta, y dos tipos trajeados. Y de la otra suburban, tres guaruras.

Carlos anotó en la libretita: 09:03. Dos camionetas, siete personas. Policías quietos. Manifestantes gritando consignas. Aproximadamente 22 metros hasta palacio de gobierno. Siguió viendo la escena.

El gobernador despachó a los guaruras a la mitad del camino. Los manifestantes comenzaron a gritar «¡Solución!». Uno de ellos, el hombre de la playera sin maíz no hay país se acercó para darle una hoja. Los policías de inmediato se movieron de su lugar con la cara fiera, pero el trajeado los detuvo con la palma derecha levantada. Tomó el papel y le dijo en tono conciliador que hablaría con ellos. Estrechó la mano del sujeto sin maíz y le pidió a la rubia apuntara su nombre y lo hiciera pasar cuanto antes. ¡Solución!, siguieron gritando los campesinos sin atreverse a salir de su maltrecho campamento.

Hijodesuputamadre, soltó por lo bajo Carlos y se buscó un cigarro. La mesera se acercó para prendérselo. Le preguntó si quería algo más. Carlos ni se molestó en contestarle. Vio que el hombre se metía en el edificio y luego esperó hasta que volvió a salir para apuntarlo en la libreta: 11:43, el gobernador sale con sus custodios.

Prendió la cafetera y esperó pacientemente a que el agua comenzara a subir para luego bajar por el filtro y llenar la jarra. Se asomó a la ventana y vio que afuera estaba todo detenido. Ya no había niños en la unidad donde vivía, así que los juegos mecánicos pintados de colores chillantes sólo esperaban que el tiempo los oxidara. Fue a la cajonera de su recámara y sacó el revólver. Era un S&W 327, café, envejecido como él; comprado hacía años, cuando la fábrica lo nombró supervisor en jefe y temía que lo asaltaran. Había ido a una tienda de armas a la Ciudad de México y luego de pasar por múltiples trámites, se lo entregaron en una caja de madera.

Cuando lo compró había jugado con él todo el día. Esperó para llegar a casa y enfundarlo y desenfundarlo, igual que un vaquero. Se veía al espejo mientras lo acomodaba en la cintura, o lo guardaba en la bolsa secreta de la chamarra cazadora que le habían regalado en navidad. Le gustaba sentir el peso del arma en la mano, cómo se amoldaba perfectamente a sus dedos, a su palma, como si se hubiera hecho expresamente para él.

Esa noche se fue a un lote baldío y ahí disparó a unas latas viejas de refresco y cerveza. Pronto se dio cuenta de lo difícil que era darles alejado varios metros. Pero nada se comparaba al atronador sonido cuando disparaba. Carlos se sintió poderoso, imbatible. Así que durante varios meses lo estuvo llevando a todos lados escondido entre sus ropas hasta que su hija le pidió que no lo hiciera. Nunca había podido contravenir una petición de ella.

Luego vino el cierre de la fábrica y el atestiguar cómo su vida de jefe se iba perdiendo. Hacía casi medio año que Didermex había clausurado sus puertas y a cambio de sus años de servicio le habían entregado un cheque con unos pocos miles, que servían para llenar únicamente la despensa y embriagarse en un bar esa noche. Unos pocos miles por los casi veinte años de trabajo ininterrumpido, las tarjetas checadas a la hora precisa, las horas extras y los días quitados a la familia para invertirlos en «la empresa».

Tomó el revólver y lo desarmó. Contó cuántas balas le quedaban: 16. No habría problema. Fue a la cocina y se sirvió una taza de café. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Corrió a la habitación, tapó el arma con una cobija y fue a ver quién tocaba. Una mujer delgada, de ojos color miel y pecas en las mejillas con una nariz igual que la de él, se presentó con una bolsa de supermercado. Era su hija.

La mujer volvió a tocar pero él se quedó estático, sin atreverse a mover. «Ahí estás papá, ábreme», dijo ella. Volvió a tocar tratando de ver hacia adentro. Dejó la bolsa del súper en el suelo y se fue. Luego de un rato el hombre abrió y la metió.

—Me trae su limosna.

«Un americano, ¿verdad?», dijo la mesera cuando Carlos se sentó a la mesa. Él asintió y abrió su periódico. Mismas notas, diferentes nombres. Un mecánico había golpeado a su mujer hasta matarla, el secretario de transportes local dijo que no subiría el precio del pasaje, una actriz añeja fue la madrina de la generación saliente del tecnológico de Agua Suave.

A los campesinos en la plaza se les había unido un grupo de normalistas que deseaban tarjetas de descuento y una asociación de migrantes que esperaban les devolvieran los salarios que envió la administración norteamericana hacía cinco años. La plaza frente al palacio de gobierno estaba colmada de mantas escritas con diferentes peticiones: «Gobernador ¡renuncie!», «Fuera secretario Limantur», «Solución», «Renuncia».

Día catorce, apunta en su libreta: Cerca de cincuenta manifestantes. Continúan los mismos dos policías en la puerta y el séquito de tres guaruras. La rubia siempre detrás, los acompañantes varían de uno a cinco, dependiendo el día. El ritual demagogo de llegar a las nueve continúa sin cambio. El tiempo promedio para atravesar los veintidós metros hasta palacio de gobierno varía entre uno y cinco minutos. El momento de guardia baja es cuando recibe las rechiflas de los indignados en la plaza y pide a sus guardias no intervenir. Es un momento de confusión apropiado.

Tomó café y escribió la hora: 9:04.

Cuando vio que el gobernador se metió a palacio, dejó el importe exacto de su consumo en la mesa, más cinco pesos. Encendió el cronómetro y caminó hasta donde se detenía siempre el político. Tiempo de recorrido, puso en la libreta, 42 segundos.

Observó el territorio desde ahí, las caras de los campesinos, de los migrantes, observó a un joven comer una Maruchan sentado en la banqueta. El hombre sin maíz caminaba de un lado a otro dando órdenes. Carlos se preguntó si en su juventud tuvo la misma vitalidad.

La mujer pidió un descafeinado y él un expreso.

—¿Cómo está tu madre?

Los platos con las sobras de pasta quedaron frente a ellos.

—Bien, ya sabes que siempre se las arregla para ser feliz.

—¿Sigue teniendo los cincuenta perros?

—Sigue teniendo a los cinco de siempre. Nube ya está bien viejita, creo que de este año no pasa.

—Tanta gente con hambre y tu mamá dándoles la gran vida a esos animales.

—Son su compañía, papá. Yo casi no estoy en la casa. El trabajo en la oficina del gobernador es muy pesado, apenas si me da tiempo de salir con Jorge.

La mesera trae los cafés y se lleva los platos. Quedó la mesa sólo con las dos tazas.

—¿Y para cuándo se casan?, me habías dicho que ya pronto.

—No sé, ni idea. Lo hemos pospuesto. Cada uno tiene mucho trabajo. A veces para vernos me tengo que quedar en su casa y salir tempranísimo; es que en el día no hay tiempo.

—Pero si Jorge es tu novio desde…

—Desde la preparatoria, papá. Las situaciones cambian, uno va madurando y piensa mejor las cosas. No sé si Jorge sea mi más grande amor, no sé si quiero pasar toda mi vida con él. Es más, no sé qué pasará cuando se acabe el sexenio. No me atormentes con eso.

—Tenía ganas de conocer a mi nieto.

—Ahí vas de fatalista. Estás flaco pero no te vas a morir pronto. O qué, ¿tienes una oscura enfermedad de la que nadie está enterado?

—La vida se va muy rápido.

—No pensé que fuera cierto, pero sí, los viejitos se van volviendo bien amargados.

—¿Me dijiste «viejito»?

—Claro, antes no eras así. Eras risueño, movido. Ahora todo el tiempo tienes cara de velorio. Odias el Internet, a los jóvenes… para acabar rápido, todo lo nuevo. Ves a los chavitos saliendo de las escuelas y vas renegando de ellos, que si las fachas, que si el respeto. Te has vuelto tan antisocial.

—Es que el mundo se ha vuelto terrible.

—¿Ves?, un viejito completo.

—Tú lo dices porque tienes un buen trabajo, pero hay miles de personas desempleadas, como yo…

—Porque quieres. Ya te dije que te ofrezco trabajo pero te gusta hacerle al mártir. Mira, papá, quieras o no el gobernador es muy humano. Trae sus guaruras, pero nunca impiden que la gente se acerque. Hace audiencias públicas, resuelve problemas. Tú bien sabes que se levanta a las siete de la mañana para llegar puntualito a las nueve a palacio. Nos traen en friega.

—¿Y los que están ahí manifestándose?

—Son acarreados, papá. A-ca-rre-a-dos. Los manda el senador Argüelles. Está bien ardido de que no haya ganado su delfín. Tú conoces como son las patadas bajo la mesa. No sé cómo te puedes creer eso. ¿Quién les manda comida diario? Sale del Senado. Por eso el gobernador no deja de pasar diario por ahí. Sabe que son puros fantoches y que si no hiciera su rutina diaria demostraría que tiene miedo.

—No creo. Hay mucha gente que lo odia.

—Mejor hablamos de otra cosa porque me estás haciendo enojar.

Día veintitrés. 07:34 de la mañana, jueves 14 de octubre, el día que se quedará en la memoria de la gente como el inicio de un grito que espero sea replicado por muchos. Ante la sordera de las autoridades, el estruendo de un arma hará que nos oigan. El hombre que mataré es un simple ratero como muchos de los que hay en todas partes. Villanos que han venido a saquear a la nación, que han alimentado la avaricia de las transnacionales, que quieren dejar sin dignidad a un pueblo que poco a poco les fue cediendo el poder. No culpen a nadie más de su muerte. Soy un ciudadano que actúa inspirado en los ideales de este país. Dejo esta carta aquí, en mi casa, porque sé que dentro de poco arrasarán con todo lo que ahora son mis pertenencias. Que la gente vea las condiciones miserables en las que vivo, que sepa que no soy un loco, simplemente un ciudadano que se hartó de las maneras pacíficas.

Carlos llegó al café con la chamarra cazadora que le regalaran en Navidad. En una bolsa llevaba el revólver, cargado, listo. Se sentó y por primera vez pidió un té. Se sentía tan nervioso que no quería incrementar más su presión arterial. Cuando le habló a la mesera, la voz le temblaba. La mujer ya le sonreía; los cinco pesos extras diarios le habían ablandado el corazón frente a los rústicos modales de Carlos.

Vio el reloj, 08:56; los del plantón aumentaron en número a casi una centena. Había unos cables amarrados a postes, árboles y jardineras. En ellos colgaron fotografías de los estragos de las heladas, de migrantes marchando en alguna ciudad norteamericana, de los estudiantes en míseras escuelas sin ventanas. Un grupo de familiares de desaparecidos que buscaban a sus hijos e hijas habían engrosado el campamento. Los rostros de las personas se veían tensos. El hombre sin maíz hablaba por un altavoz. En su discurso de vez en vez se oían palabras como corrupción, burla, hartazgo. Se oía furioso.

Carlos vio a lo lejos el cotidiano convoy de las Suburban. Sacó un billete de cincuenta pesos, lo puso sobre la mesa y le dijo a la chica que se quedara con el cambio. Caminó lentamente hacia el baño y entró. Cerró la puerta y sacó la pistola. Vio el brillo metálico en el cañón, quitó el seguro al tambor y verificó que estaban todas las balas. El revólver parecía habérsele pegado a la mano. Metió el arma a la chamarra y salió con la mirada fija hacia el frente. La mesera le dio las gracias, pero él no respondió.

09:01, las camionetas se detuvieron a los veintidós metros de la puerta del palacio. Los manifestantes dejaron su plantón y fueron reduciendo espacio entre ellos y el gobernador. El hombre sin maíz bajó el altavoz y tomó el liderazgo. Los dos policías se acercaron y de dentro salió un par más. La rubia de lentes se veía nerviosa. Carlos caminaba contando sus pasos. Sólo debería llegar por detrás, desenfundar la pistola y disparar dos o tres veces seguidas. Luego lo haría en su propia cabeza.

09:02, Carlos sudaba. Sentía que el revólver podía caérsele. El gobernador detuvo su comitiva y se acercó al hombre sin maíz como esperando un interlocutor.

09:03, el gobernador dijo a los custodios y a los policías: déjenme hablar con ellos; somos un gobierno de puertas abiertas. La rubia se metió entre dos de los tres guaruras. El trajeado muy feliz extendió la mano. Los gritos de «¡Solución! ¡Solución! ¡Solución!» alborotaban a las aves, que chillaban entre los árboles.

Carlos se acercó lentamente por atrás sin que los escoltas se dieran cuenta. Alargó la mano con el revólver y justo cuando lo iba a poner en la nuca del gobernador, el hombre sin maíz se le adelantó con una escuadra y sorrajó un tiro. Carlos probó el calor de la bala entrando en sus carnes y el dolor del plomo caliente haciéndose paso. La vista se le oscurecía así que vació la pistola mirando fijamente a su objetivo.

Abrió los ojos y su hija, con un café en sus manos, le sonrió. La habitación olía a flores.

—Papá, ¿me escuchas?

—Sí —contestó apenas moviendo la boca.

—Todos estamos muy orgullosos de ti.

—¿Qué?

—El gobernador no sabe cómo agradecerte lo que hiciste.

Carlos vio a su alrededor: Tenía suero conectado a su brazo izquierdo y el pecho vendado. Había flores por toda la habitación. La luz del sol luchaba por colarse entre las persianas cerradas. La mujer bebía de un vaso de cartón que decía café en varios idiomas.

—¿Qué pasó?

—Que los pendejos de su seguridad no se dieron cuenta de que el loco ése iba armado y tú sí. Le metiste tres tiros. Apenas supieron que eres mi papá, me mandaron llamar.

Carlos quería reírse, pero el dolor en el pecho no lo dejaba. Se agarró la cabeza y se quedó en silencio.

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