Entre el melodrama y la comedia, entre la crónica y la ficción, Guadalupe Loaeza retoma el argumento del largometraje Las niñas bien, que a su vez se inspiró en los personajes de Loaeza.
Ciudad de México, 6 de abril (SinEmbargo).– El presidente que prometió defender al peso como un perro ha dejado una nación en bancarrota. El dólar se dispara hasta los cielos. Los mexicanos menos privilegiados se ven obligados a apretarse el cinturón para sobrevivir.
Nada de esto parece preocuparle a Sofía, quien está a punto de celebrar su cuarenta aniversario en su casa de Las Lomas y se siente en la cima del mundo. Sin embargo, su vida de lujos no durará mucho. También a ella le caerá encima la realidad económica de un país que, durante un sexenio, se creyó moderno, próspero y de primer mundo.
Entre el melodrama y la comedia, entre la crónica y la ficción, Guadalupe Loaeza retoma el argumento del largometraje Las niñas bien, que a su vez se inspiró en los personajes de Loaeza.
El resultado es un juego de espejos que nos cuenta la historia de una clase social en la que el privilegio y la apariencia terminan por amenazar hasta los cimientos de la amistad, la lealtad y la armonía familiar.
Fragmento del libro Las niñas bien: copyright: 2019, Guadalupe Loaeza. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.
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1
Entre más admiraba Sofía su silueta reflejada y multiplicada una infinidad de veces en los espejos del vestidor de Saks, más se convencía de que debía comprar el vestido. Le quedaba perfecto, la caída de la tela crêpe de soie era majestuosa, el color champagne le iba muy bien al rubio castaño de su pelo. Lo que más le gustaba, sin embargo, eran las hombreras: hacían lucir su cintura aún más reducida y le daban al conjunto un estilo entre sofisticado y moderno, ideal para una mujer a punto de festejar sus cuarenta años. Desde que se habían puesto de moda, una de las tantas obsesiones de Sofía eran las hombreras. Nunca de los nuncas salía sin ellas, y con el tiempo se había hecho de una gran colección: las compraba en todos colores, tamaños, volúmenes y texturas, no obstante que la mayoría de sus vestidos, blusas y sacos venían ya de fábrica con las hombreras incluidas. Tanto dependía de ellas que incluso a sus camisones, batas y rebozos de seda les hacía coser un par de hombreras. “No me da pena reconocer que me dan seguridad. Me hacen sentir importante. Son como my security blanket”, se confesaba en secreto. “Además, te hacen ver con más cintura y más delgada”, les decía a sus amigas.
En el caso del vestido que estaba a punto de comprar, tenía las hombreras del tamaño y espesor precisamente como a ella le gustaban. El vestido iría perfecto con los aretes de perlas comprados la semana anterior. Le pediría a Noel, su coiffeur de toda la vida, que le hiciera un peinado como los que llevaba Lady Diana; y a Martita le pediría que la maquillara supernatural.
—Oh, Mrs. Garay, you look really wonderful! —exclamó la vendedora.
Miss Elizabeth se ocupaba de Sofía desde hacía muchos años. Cada vez que llegaban las nuevas colecciones o había sales, le llamaba por teléfono para avisarle de las novedades. La vendedora también se ocupaba de sus amigas: Inés, Alejandra y Ana Paula. Para Miss Elizabeth no había mejores clientas que las mexicanas, sobre todo las de Monterrey. Gracias a ellas y a las comisiones de sus compras, había adquirido un coche, un departamento y había podido meter a sus dos hijos a un colegio privado muy cerca de su casa.
—Thank you… The dress it’s really beautiful. But it must be very expensive, no? —preguntó Sofía entre tímida y temerosa.
—You are a lucky woman… It’s on sale!
Las dos se rieron. Le dio tanto gusto a Sofía saber que su vestido estaba en barata que hasta le dieron ganas de abrazar a miss Elizabeth. Nada le gustaba más que comprar en “barata”, de ese modo se sentía, además de “muy suertuda”, atinadísima para encontrar exactamente lo que le quedaba a su estilo.
—How much? —preguntó, sonriéndose ante el espejo.
—Eight thousand dollars —respondió Miss Elizabeth, y con toda la cortesía del mundo le explicó a su clienta que de verdad se trataba de una ganga, ya que a pesar de que era de la temporada primavera-verano pasada era un diseño del gran estilista francés Gérard Pipart, de la casa Nina Ricci de París. En esos momentos, Sofía empezó a escuchar en su cabeza la voz de su madre. “Acuérdate, hija, que hay que comprar como rica para que dure como pobre. Tú aprovecha, no seas tonta. Además está en barata y es… ¡francés! ¿Te das cuenta de la envidia que les vas a dar a tus amigas tan pretenciosas?”
Por otro lado, también oía en su fuero interno las últimas recomendaciones que le hizo Fernando antes de irse a Nueva York: “Sofía, llévatela leve con tus tarjetas. Las pinches devaluaciones están a punto de duplicar las deudas de la empresa. No gastes tanto, caray…”.
La súplica de su marido no era estéril, las devaluaciones en México estaban a la orden del día. A pesar de que el presidente López Portillo había ofrecido defender al peso como “un perro”, sus promesas se vinieron abajo ante la falta de divisas. En agosto de 1982, el dólar había subido de 27 a 38 pesos.
“Con mayor razón —se dijo Sofía— hay que aprovechar el hecho de que el vestido está on sale.” Además, ella intuía que ya no viajaría tanto debido a la situación del país.
Estaba de verdad ante un dilema, comprarlo o bien olvidarse del vestido y, por primera vez, ser razonable en esos momentos tan aciagos del país.
“Si no lo compro me voy a arrepentir toda mi vida”, pensó. Lo usaría para su cumpleaños, para la fiesta de Año Nuevo del club Chapultepec, era tan clásico que podía llegar a ponérselo hasta en las futuras bodas de sus hijos… “To buy or not to buy?”, se preguntaba a modo shakesperiano, con cara de angustia, haciendo todo lo posible por verse relajada ante la vendedora. Y entre más se veía en el espejo, más coqueteaba con su propio reflejo. Pasaba las palmas de sus manos medio sudorosas sobre la suavidad de la seda, sus dedos recorrían las costuras sin perder detalle. Se miraba de reojo, por delante y por detrás. No había duda, el corte la hacía verse escultural. Era obvio que en México no podría conseguir algo semejante, ni siquiera en la boutique de Frattina.
“Ya sé, ya sé qué voy a hacer… —se dijo—. Divido el total, entre mis tres tarjetas. ¿Cuánto es ocho entre tres? Híjole, qué complicado, siempre he sido fatal para los números. Pensemos en algo más sencillo: a dos les pongo tres mil dólares, y a la Carnet le cargo dos mil. ¡Ya estuvo! ¡Será mi regalo de cumpleaños, de Navidad y de reyes! It’s now or never!”, se dijo entre dientes.
—Okay, I’ll take it —le comunicó a la vendedora con aire triunfante.
Si en algo era buena Sofía era en encontrarle una solución casi siempre exprés a los embrollos en los que ella misma se metía. Gracias a los cuatro años de psicoanálisis, su sentimiento de culpabilidad había desaparecido casi por completo. Fue tan impulsiva en su decisión que ni siquiera se tomó la molestia de convertir el precio en pesos mexicanos. Para qué sufrir si de todas maneras se lo llevaba. Para qué averiguar que 8,000 dólares correspondían a 38,000 pesos. Si llegaba a ponérselo 38 veces, como pensaba hacerlo, cada puesta le saldría en 1,000 pesos, la verdad es que era casi un regalo... Era el típico vestido que jamás pasaría de moda. “Le voy a sacar mucho provecho”, se decía para justificarse. La seda era de tan buena calidad y estaba tan bien confeccionado que con el tiempo lo usaría su hija para su primera fiesta formal.
Mientras Sofía firmaba con su pluma Mont Blanc los tres vouchers frente a la caja, con su letra picudita del Colegio Francés, a lo lejos escuchaba la voz de Julio Iglesias, cantando: “De tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento. De tanto querer ser en todo el primero, me olvidé de vivir los detalles pequeños…”.
Al escuchar la letra de la canción de moda de esos momentos, a Sofía se le llenaron los ojos de lágrimas. Mientras se dirigía a la puerta de salida del gran almacén, con su gran caja donde llevaba el vestido y otras bolsas más, se dijo: “En realidad me compré el vestido para gustarle a Julio”.
2
Desde que Sofía se enteró que el cantante español se había presentado, hacía apenas unas semanas, en una fiesta privada en casa de los barones Sandra y Ricky di Portanova en Acapulco pensó que nada le gustaría más que invitarlo a su fiesta de cuarenta años. Sabía que Iglesias adoraba México y que tenía una mansión espectacular en el fraccionamiento del hotel Villa Vera de Acapulco. “El que seguro sabe cómo conectarlo es Sánchez Osorio. Yo leí la crónica de esa fiesta en ‘Snobíssimo’ del Novedades. Llegando a México le llamo a Nicolás”, pensaba en el taxi camino al hotel. Sofía, además, había visto el reportaje de la fiesta en la revista ¡Hola! Allí estaban las fotografías a todo color de la propiedad de los Di Portanova, y su vagón funicular para transportar a los huéspedes a cada piso; había visto la terraza abierta Paso de Camello, con capacidad para ochocientos comensales; había visto los enormes arcos moriscos de triple altura y la alberca de quinientos metros cuadrados que aparentaba desaparecer en el mar. En el piano-bar El Harem, recubierto con murales pintados a mano, estaba la foto de Julio Iglesias, con su smoking blanco, entre los barones Di Portanova, los Corcuera, los Landucci y los Kissinger. Se veían felices, como si vivieran eternamente de vacaciones. En los últimos meses en que su marido estaba tan sumido en sus problemas, fantasear con Julio Iglesias le permitía darle cauce a su tremenda fantasía y soledad. Era como un escape a su cotidianidad. A veces sentía que se aburría con Fernando y sus amigas empezaban a provocarle un cierto tedio. “Siempre hablan de lo mismo. Cuentan los mismos chistes y chismes. Y para colmo no leen ni las columnas de sociales. ¡Son unas imbéciles!” Aunque las quería mucho, especialmente a aquellas que habían ido juntas al colegio, al pensar en ellas lo hacía con un cierto desprecio. “En el fondo me dan flojera”, le comentaba a su marido.
Mientras Sofía se dirigía a su hotel, se acordó en el taxi que debía comprar otra maleta, de lo contrario no le cabría toda su ropa. Compraría una de marca Hartmann, las más resistentes de todas. Para ello se tendría que despertar muy temprano, debía estar en el aeropuerto a más tardar a las 3:00 p.m. Necesitaba tiempo para hacer las últimas compras, los regalos de las maids: a cada una le compraría un walkman; a Toñis, su nana que tanto quería, le llevaría un radio portátil, y a Miguel, el chofer, un reloj digital. “Ya tengo los regalos de los gemelos y de mi hija. A mi mamá le llevo sus medias para la circulación y un gran frasco de perfume Fleurs de Rocaille, que tanto le gusta. Me pregunto para qué le llevo cosas si nunca me las agradece, seguro me va a decir que por qué mejor no le compré un traje sastre… Ay, mamá, a ti nunca se te da gusto. Siempre te quejas y dices que tus hijas son unas malagradecidas…”
Después de que Sofía hizo su maleta, se puso sus cremas de noche y se tomó su pastilla azul para dormir, vio en la tele un poco de noticias en donde aparecía Ronald Reagan lamentando el desempleo, 11.6 millones de norteamericanos estaban sin trabajo. Sofía apagó la tele y se dispuso a dormir. Esa noche tuvo un sueño, se veía bailando cheek to cheek con Julio Iglesias. Naturalmente llevaba puesto el vestido Nina Ricci que acababa de comprar en Saks. Julio le cantaba al oído. De repente en su sueño descubrió un enjambre de paparazzi de todo el mundo, que no dejaban de fotografiarla. También rondaban por allí los fotógrafos de la revista ¡Hola! Sus amigas, Alejandra, Inés y Ana Paula, la observaban de lejos y, muertas de la risa, le hacían señas para que metiera la panza. De pronto veía a Fernando en medio de la pista de baile, totalmente borracho, quien a gritos le preguntaba: “Sofía, ¿cuánto llevas gastado en tus tarjetas? ¿Sabes en cuánto está el dólar hoy?”. Del otro lado de la fiesta, su mamá la señalaba con el dedo: “Te ves horrible con ese vestido tan apretado. Si sigues bailando de ese modo tan descarado, Fernando se va a divorciar de ti”.
3
Lo primero que hizo Sofía al llegar del aeropuerto a su casa fue preguntarle a Toñis si no había llegado el estado de cuenta de Carnet. “No, Sofía. ¿Gastó mucho, mi niña?”, le preguntó su nana en un tono de complicidad. Antonia Rojas, originaria de Oaxaca, ahora de cincuenta y cuatro años y vestida con su eterno uniforme blanco, conocía a su “niña” como la palma de su mano, la había cuidado desde recién nacida. Sabía de sus debilidades, sus miedos, sus soledades pero, sobre todo, del vacío que padecía en su interior desde que era pequeña. Para Sofía, Antonia era como su “mamá buena”. En cambio, la otra, su verdadera madre… Sofía siempre se sintió en total desventaja frente a esa señora tan autoritaria que todo el tiempo quería tener la razón. La relación con su padre no era mejor, aunque lo adoraba; tenía la impresión de que no existía para él. Por ello, desde que Sofía era una niña, y para no sufrir lo que ella llamaba “la no-existencia” por parte de su familia inventó unos polvos mágicos que la hacían transparente. La época en que más recurrió a ellos fue en su adolescencia. Nunca se había sentido tan sola como cuando se fue a estudiar a Canadá. Curiosamente durante los dos años que vivió en París, en casa de su hermana, Sofía jamás sintió la necesidad de recurrir a sus polvos mágicos. Al contrario, lo único que quería en esos tiempos era sentir, vivir y existir. Mientras paseaba por Les Champs-Élysées se prometió que nunca sería como su mamá.