ADELANTO | La historia de la adolescente Turtle Alveston en Darling, del escritor Gabriel Tallent

30/03/2019 - 12:00 am

“Tortuga amartilla el arma y la lleva de su cadera a su ojo dominante, alinea las miras, ranuras de luz iguales entre la mira delantera y el alza, la punta es tan firme que se podría equilibrar una moneda en posición vertical en el punto delantero”, escribe Gabriel Tallent en Darling. 

Ciudad de México, 30 de marzo (SinEmbargo).– A los catorce años, Turtle Alveston está lejos de ser la típica adolescente: le gusta deambular sola por los bosques de la costa norte de California, buscando refugio en parajes de increíble belleza y exuberancia. Pero, mientras el mundo exterior se abre a ella en toda su inmensidad, su universo familiar es angosto y turbio: Turtle ha crecido sola, bajo el control de un padre carismático y torturado a partes iguales, obsesionado con la idea de que el fin del mundo tal y como lo hemos conocido está cerca y de que sólo los más fuertes serán capaces de sobrevivir.

La vida social de Turtle se limita al colegio; repele a cualquiera que intente hacerle salir de su caparazón hasta el día en que conoce a Jacob, un estudiante de secundaria que la intriga y fascina. Impulsada por esa incipiente amistad, decide hacer lo más valiente y aterrador que haya hecho nunca: escapar de su padre, sumirgiéndose en una aventura sin retorno en la que su libertad y su supervivencia se verán en juego.

Fragmento del libro Darling. :copyright: 2017, Gabriel Tallent, por acuerdo con el autor. :copyright:2019, Traducción: Hugo López Araiza Bravo. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

***

Uno

La vieja casa está agazapada en su colina, con la pintura blanca descarapelada, ventanas mirador y balaustradas de madera cubiertas de rosales trepadores y roble venenoso. Los rosales ascendentes botaron las contraventanas, que ahora cuelgan enredadas entre los tallos. El camino de grava está salpicado de casquillos vacíos cubiertos de pátina. Martin Alveston baja de la camioneta sin voltear a ver a Tortuga —que está sentada en la cabina— y camina hasta el cobertizo, con sus botas para la jungla resonando huecas contra la duela; abre las puertas corredizas de vidrio, es un hombre grande con camisa de franela y Levi’s. Tortuga espera, escuchando el ruido intermitente del motor, y luego lo sigue.

En la sala hay una ventana tapiada: pedazos de lámina y tablas de triplay de un centímetro atornilladas al marco y cubiertas de dianas para fusil. La concentración de balas es tal que parece como si alguien se hubiera parado justo frente al blanco con una calibre 10 y hubiera volado los centros; los casquillos brillan en los agujeros como agua al fondo de un pozo.

Su papi abre una lata de frijoles Bush sobre la vieja estufa y raspa contra su pulgar un cerillo para encender la hornilla, que titila y se prende lentamente, fulgurando anaranjada contra los oscuros muros de secuoya roja, los gabinetes sin barniz y las trampas para ratas manchadas de grasa.

La puerta trasera de la cocina no tiene cerradura, sólo hoyos para el cerrojo y la perilla, así que Martin la abre de una patada y sale al inacabado cobertizo en la parte de atrás, con las vigas desnudas llenas de lagartijas y enredadas con zarzamoras entre las que se yerguen la cola de caballo y la menta salvaje, suave con su pelusa de durazno y su fuerte olor amargo. Parado de piernas abiertas sobre dos vigas, Martin toma el sartén del entablado del muro, donde lo había colgado para que los mapaches lo limpiaran a lengüetadas. Abre el grifo con un perico oxidado y lanza un chorro de agua en el hierro forjado, mientras arranca manojos de colas de caballo para tallar los sitios problemáticos. Luego vuelve a entrar y lo pone sobre la hornilla; el agua silba y escupe. Abre el refrigerador verde olivo, que no tiene luz, y saca dos bisteces envueltos en papel estraza y desenfunda de su cinturón su cuchillo Daniel Winkler, lo limpia contra el muslo de sus Levi’s, clava cada filete con la punta y los pone uno por uno en el sartén.

Tortuga sube de un brinco a la barra de la cocina de tablas granuladas de secuoya roja, con clavos rodeados de viejas marcas de martillo. Toma una Sig Sauer de entre las latas desechadas y jala la corredera para ver el plomo que descansa en la recámara. Apunta la pistola y se da vuelta para ver qué hace Martin, pero él recarga su enorme mano contra los gabinetes y sonríe cansado, sin voltear a verla.

Cuando tenía seis años le puso un chaleco antibalas para acolchonarla, le dijo que no tocara los casquillos calientes y comenzó a darle con un Ruger .22 de cerrojo, sentado en la mesa de la cocina mientras descansaba el arma sobre una toalla enrollada. El abuelo debió haber oído los disparos mientras regresaba de la licorería, porque entró vestido de mezclilla, una bata de felpa y sandalias de cuero con borlitas, y se quedó de pie en el umbral. «Carajo, Marty», dijo. Papi estaba sentado en una silla junto a Tortuga, leyendo la Investigación sobre los principios de la moral de Hume, puso el libro boca abajo sobre su muslo para no perder la hoja y le ordenó: «Vete a tu cuarto, Croqueta», así que Tortuga subió las escaleras chirriantes, sin barandales ni contrahuellas, con tablones sacados de un nudo de secuoya roja, tirantes viejos agrietados y torcidos por estar mal curados, que al retorcerse botaron los clavos de los escalones, expuestos y tensos casi hasta trozarse. Los hombres se quedaron en silencio allá abajo: el abuelo observándola, Martin pasando la yema del índice por las letras doradas del lomo del libro. Pero a pesar de que se encontraba arriba, acostada en su cama de triplay y tapándose con su mochila del ejército, podía oírlos. «Carajo, Martin, esta no es forma de criar a una niña», le dijo el abuelo, y él se quedó callado por un buen rato hasta que le respondió: «Esta es mi casa, Daniel, recuérdalo».

Se comen los bisteces casi en silencio, mientras los grandes vasos de agua acumulan capas de arena en el fondo. En medio de la mesa hay un mazo de cartas. La caja tiene un comodín: un lado de su cara se retuerce en una sonrisa maniaca, del otro cuelga una mueca triste. Cuando termina, Tortuga empuja su plato hacia adelante y su padre la observa.

Es alta para sus catorce años, con brazos y piernas largas como las patas de un potro, caderas y hombros anchos pero esbeltos, el cuello largo y correoso. Los ojos son su rasgo más llamativo, azules y almendrados en una cara demasiado fina, de pómulos anchos y afilados, y su boca torcida y con dientes prominentes —una cara fea, lo sabe, e inusual—. Tiene el cabello grueso y rubio, con rayos provocados por el sol. Su piel está constelada de pecas cobrizas. En las palmas, los antebrazos y la parte interna de los muslos juegan redes de venas azules.

—Ve por tu lista de vocabulario, Croqueta —dice Martin.

Ella saca su cuaderno azul de la mochila y abre la página de los ejercicios de vocabulario de esa semana, que copió con cuidado del pizarrón. Él pone la mano sobre el cuaderno, lo jala sobre la mesa y se lo acerca. Comienza a leer la lista. «Conspicuo», dice, y la mira. «Castigar». Así va recorriendo la lista. Luego dice: «Aquí está. La primera. “El, raya, disfrutaba trabajar con niños”». Voltea el cuaderno y lo desliza por la mesa hacia su hija. Ella lee:

1. El ______ disfrutaba trabajar con niños.

Recorre la lista, tronándose los dedos de los pies con la duela. Papi la mira, pero ella no sabe la respuesta. Dice: «“Sospechoso”, tal vez sea “sospechoso”». Papi alza las cejas y ella rellena a lápiz:

1. El sospechoso disfrutaba trabajar con niños.

Él arrastra el cuaderno por la mesa y lo mira. «Bueno, bueno», dice, «ahora la número dos». Desliza el cuaderno de vuelta hacia ella. Tortuga mira la número dos.

2. Les va a parecer ______ que lleguemos tarde a la fiesta.

Lo escucha respirar por su nariz rota, cada aliento suyo es insoportable porque ella lo ama. Se concentra en su cara, en cada detalle, pensando, vamos, putita, tú puedes, putita.

«Mira», dice él, «mira», le quita el lápiz y con dos trazos ágiles tacha sospechoso y escribe pediatra. Entonces desliza el cuaderno de vuelta hacia ella y le pregunta: «¿Cuál es la número dos, Croqueta? Acabamos de verlo. Ahí está».

Ella mira la página, que es lo que menos importa en la habitación, porque su mente está llena de la impaciencia de él. Martin parte en dos el lápiz y pone los dos pedazos frente al cuaderno. Ella se inclina sobre la página, pensando, estúpida, estúpida, estúpida, y mala en todo. Él se rasca la incipiente barba con las uñas. «Está bien». Está inclinado, agotado, y pasa el dedo por el cochambre sanguinolento de su plato. «Está bien, está bien», dice, y avienta el cuaderno de cabeza por la sala. «Está bien, todo bien, con eso basta por hoy, con eso… ¿qué te pasa?» Luego, sacudiendo la cabeza: «No, está bien, no, con eso basta». Tortuga se sienta en silencio, con el cabello alborotado alrededor de la cara, y él desencaja su quijada hacia la izquierda, como si estuviera probando esa articulación.

Extiende el brazo y pone la Sig Sauer frente a ella. Luego mueve el mazo de cartas hacia el otro lado de la mesa, lo cambia de mano. Camina hacia la ventana tapiada, se para frente a las dianas acribilladas, le quita la caja a la baraja, saca el joto de picas y lo sostiene junto a su ojo, mostrándole el frente, el reverso y el perfil de la carta. Tortuga está sentada con las manos abiertas sobre la mesa, mirando el arma. Él dice: «No seas putita, Croqueta». Se queda completamente quieto. «Andas de putita. ¿Quieres ser una putita, Croqueta?»

Tortuga se levanta, planta bien sus pies, alinea la mira delantera con su ojo derecho. Sabe que la mira está alineada cuando el borde se ve tan delgado como una navaja de afeitar: si el arma se inclina hacia arriba, un brillo en la superficie superior de la mira lo delata. Corrige ese borde hasta convertirlo en una línea delgada casi imperceptible, mientras piensa, cuidado, cuidado, chica. De perfil, la carta es un blanco del ancho de una uña. Recorre lentamente la holgura del gatillo de 4.4 libras, inhala y exhala hasta que su respiración se distiende, y jala esas 4.4 libras. Dispara. La mitad superior de la carta cae revoloteando como semilla de arce. Tortuga se queda quieta excepto por esa temblorina que recorre sus brazos. Él sacude la cabeza, sonríe un poco pero lo trata de ocultar, se toca los labios con el pulgar, indiferente. Luego saca otra carta y se la muestra.

—No seas putita, Croqueta —dice, y espera. Como ella no se mueve, continúa—: Carajo, Croqueta.

Ella revisa el martillo con el pulgar. Hay una forma en que se siente que se está empuñando bien el arma, y Tortuga repasa esa sensación en busca de errores, el borde de la mira posterior le cubre la cara a Martin, el guión de tritio verde brillante es del tamaño de su ojo. Durante un instante de suspenso apunta hacia él, hacia el ojo azul de papi que sobresale en el horizonte delgado y plano de la mira delantera. Sus entrañas se sacuden y caen como un pez enganchado al anzuelo que se mete entre las algas, y ella no se mueve, ya no está suelto el gatillo, piensa, mierda, mierda, piensa, no lo voltees a ver, no lo voltees a ver. Si él la ve a través de las miras su expresión no lo muestra. Deliberadamente empareja las miras con la carta temblorosa y fuera de foco. Exhala hasta que su respiración se distiende y dispara. La carta no se mueve. Falló. Puede ver la marca en la diana, a un pelo de distancia de él. Desmartilla la pistola y la baja. El sudor es un encaje brillante en sus pestañas.

—Trata de apuntar —dice él.

Ella se queda completamente quieta.

—¿Vas a tratar otra vez o a qué estamos jugando?

Tortuga amartilla el arma y la lleva de su cadera a su ojo dominante, alinea las miras, ranuras de luz iguales entre la mira delantera y el alza, la punta es tan firme que se podría equilibrar una moneda en posición vertical en el punto delantero. La carta, por el contrario, se mueve ligeramente de arriba abajo. Un leve tremor obedece al pulso de papi. Piensa, no lo voltees a ver, no lo veas a la cara. Ve tu mira delantera, ve el borde superior de tu mira delantera. En el silencio tras el disparo, Tortuga relaja el gatillo hasta que hace un chasquido. Martin gira la carta intacta en su mano y la inspecciona ostentosamente. «Justo lo que pensaba», dice, y avienta la carta a la duela, regresa a la mesa, se sienta frente a Tortuga, levanta un libro que había dejado abierto bocabajo sobre la mesa y se inclina sobre él. En la ventana tapiada detrás de Martin, los hoyos de bala forman un conjunto que se podría cubrir con una moneda.

Ella se queda observándolo durante tres latidos de su corazón. Bota el cargador, expulsa la bala de la recámara y la atrapa al vuelo, traba la corredera hacia atrás y pone la pistola, el cargador y el cartucho sobre la mesa, junto a su plato sucio. La munición rueda en un arco amplio, resonando como canica. Él se humedece un dedo y cambia de página. Tortuga se queda esperando a que la voltee a ver, pero no voltea, y ella piensa, ¿eso es todo? Sube a su cuarto, oscuro con muros de madera sin barniz, donde las enredaderas de roble venenoso se cuelan entre los bastidores y el marco de la ventana que da al oeste.

Aquella noche Tortuga espera en su plataforma de triplay, bajo la bolsa de dormir verde del ejército y las cobijas de lana, escuchando a las ratas que roen los platos sucios en la cocina. A veces puede oír el claqueteo de una rata agazapada sobre una pila de platos mientras se rasca el cuello. Puede oír a Martin caminar de un cuarto a otro. En las perchas del muro están su Lewis Machine & Tool AR-10, su Noveske AR-15 y su escopeta de bombeo Remington 870 calibre 12. Cada uno obedece a una filosofía de uso distinta. Su ropa está cuidadosamente doblada en los estantes; sus calcetines, guardados en un antiguo baúl al pie de la cama. Una vez ella dejó una cobija sin doblar y él la quemó en el patio, diciendo: «Sólo los animales arruinan su hogar, Croqueta, sólo los animales arruinan su puto hogar».

En la mañana Martin sale de su cuarto mientras se ajusta el cinturón en sus Levi’s, y Tortuga abre el refrigerador y saca un cartón de huevos y una cerveza. Le avienta la cerveza. Él recarga la corcholata contra el borde de la barra, la abre de un golpe y se la bebe de pie. Su camisa de franela está abierta y muestra su pecho. Los músculos de su abdomen se mueven conforme bebe. Tortuga golpea los huevos contra la barra y, sosteniéndolos en alto en su puño, presiona la grieta, deja caer el contenido en su boca y echa los cascarones al bote de composta de veinte litros.

—No me tienes que acompañar —dice, mientras se limpia la boca con la manga.

—Ya lo sé —responde él.

—No tienes que —insiste ella.

—Ya sé que no tengo que.

La acompaña hasta el autobús, padre e hija siguiendo surcos de neumáticos junto al camellón de hierbas de tembladera. A ambos lados se encuentran los botones espinosos y sin flor de los cardos. Martin se pega la cerveza al pecho y se abotona la camisa con la otra mano. Esperan juntos en la bahía de grava bordeada de tritomas y los bulbos latentes de los amarilies. Entre la grava descansan amapolas de California. Tortuga puede oler las algas pudriéndose en la playa más abajo y el hedor fértil del estuario a 20 metros. En la bahía Buckhorn el agua es de un verde pálido, con gasas blancas en torno a los farallones. El océano se difumina en un azul pálido más lejos, y el color encaja exactamente con el cielo, sin horizonte ni nubes.

—Mira eso, Croqueta.

—No tienes que esperar —dice ella.

—Mirar algo así es bueno para el alma. Lo miras y piensas, carajo. Estudiarlo es acercarse a la verdad. Estás viviendo en el fin del mundo y crees que eso te enseña algo de la vida: asomarte por el borde. Y pasan los años y tú sigues pensando igual. ¿Me entiendes?

—Sí, papi.

—Pasan los años y tú crees que lo que haces es una especie de trabajo existencial importante, mantener a raya la oscuridad en el acto de contemplar. Luego, un día, te das cuenta de que no sabes qué rayos estás viendo. Es irreductiblemente extraño y no se parece a nada más que a sí mismo, y tanto meditar fue pura vanidad, cada pensamiento que se te ocurrió no aprehendió lo inexplicable de esa cosa, ni su vastedad ni su indiferencia. Llevas años mirando el océano y creías que significaba algo, pero no significaba nada.

—No tienes que venir acá, papi.

—Dios mío, me encanta esa machorra —dice Martin—. Yo también le gusto a ella. Se le ve en los ojos. Mira. Atracción real.

El autobús resopla al doblar la falda de la colina Buckhorn. Martin sonríe con picardía y levanta su cerveza en señal de saludo a la conductora del autobús, que viste un overol Carhartt y botas de leñador. Ella le devuelve la mirada y no le hace ninguna gracia. Tortuga sube al autobús y recorre el pasillo. La chofer mira a Martin, y él se queda radiante en el acotamiento, con la cerveza sobre el corazón, sacudiendo la cabeza, y dice:

—Eres un mujerón, Margery. Un mujerón.

Margery cierra las puertas bordeadas de caucho y el autobús se jalonea al arrancar. Mirando por la ventana Tortuga puede ver a Martin alzar la mano en señal de despedida. Se desploma en un asiento libre. Elise se da vuelta, recarga la barbilla en el respaldo del asiento y dice:

—Tu papá es… tan genial.

Tortuga mira por la ventana.

En la segunda hora Anna camina de un lado a otro frente a la clase con el cabello negro recogido en una cola de caballo húmeda. Un impermeable cuelga detrás de su escritorio, goteando sobre un bote de plástico. Están corrigiendo exámenes de ortografía y Tortuga se inclina sobre su hoja, haciendo clic al abrir y cerrar la pluma con su dedo índice, practicando jalar el gatillo sin presión alguna hacia la derecha y a la izquierda. Las niñas tienen voces tenues y débiles, y cada vez que puede Tortuga se gira en su silla para leerles los labios.

—Julia —le dice Anna a Tortuga—, ¿puedes por favor deletrear y definir «sinécdoque» para el grupo? ¿Y luego leernos tu oración, por favor?

Aunque están corrigiendo los exámenes, aunque tiene el de otra chica frente a ella, una chica a la que Tortuga mira de reojo y mordiéndose las uñas, y aunque la palabra sinécdoque está deletreada con la letra clara y la tinta de gel brillante de la otra niña, Tortuga no lo puede hacer. Empieza: «S-I-N…», y se detiene, incapaz de hallar la salida de ese laberinto. Repite: «S-I-N…».

—Bueno, Julia —Anna dice con gentileza—, esa es difícil; es sinécdoque, S-I-N-É-C-D-O-Q-U-E, sinécdoque. ¿Alguien podría decirnos qué significa?

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