Alma Delia Murillo
02/02/2019 - 12:05 am
Analfabetos de la belleza
“Las mujeres vacías pasan el día pintando otro cuerpo sobre su cuerpo, sudan pintura con partículas de sangre mezclada a su belleza”. Es Gonzalo Rojas, son versos que acribillo escribiendo aquí como si fueran prosa. Hay una dimensión de la belleza mística, artística, individual. Pero hay otra, la más evidente, la que ha llevado y […]
“Las mujeres vacías pasan el día pintando otro cuerpo sobre su cuerpo, sudan pintura
con partículas de sangre mezclada a su belleza”.
Es Gonzalo Rojas, son versos que acribillo escribiendo aquí como si fueran prosa.
Hay una dimensión de la belleza mística, artística, individual. Pero hay otra, la más evidente, la que ha llevado y traído nuestros criterios desde siempre, que es un constructo social.
En México las mujeres son bellas y los hombres son guapos. Pocas veces nos referimos a un hombre bello o un hombre hermoso. Es nuestra mirada occidentalizada (que no occidental) que permea desde la Antigua Grecia donde se gestaron los ideales de identidad masculina y femenina con los que hoy seguimos alimentado arquetipos y modelos aspiracionales.
Nunca, como ahora, habíamos estado expuestos al bombardeo de imágenes de afamados guapos y guapas de tradición hollywoodense o televisiva; y nunca como ahora habíamos visto nacer a tantos guapos y guapas de apellido desconocido a quienes Instagram les regaló una galería fotográfica con exposición mundial. Lo
celebro, la libertad que ejerce sobre su cuerpo quien decide mostrarlo merece todo mi respeto.
Pero si aceptamos que todos queremos aceptación, que queremos que los demás nos quieran y nos consideren parte del colectivo, podremos ver que casi sin darnos cuenta vamos entregando hasta el último de nuestros esfuerzos para conseguir la medianía del estándar. Qué pena venir con tantas posibilidades al mundo para dejar el alma intentando ser como los otros.
Pero hay más. Cuando decidimos que una persona es hermosa, nos estamos refiriendo también a una serie de atributos morales o de personalidad; seguimos asociando la belleza física con la del espíritu. Tejemos un modelo físico con un modelo socialmente aceptado.
Y aunque nada malo hay con querer ser hermosas personas, me parece que lo jodido viene cuando tenemos que ser calificados con cierto tipo de hermosura. Volviendo a donde comencé, hay un centro de poder social que dicta las reglas del juego de la belleza deseable; me refiero a las clases medias y altas. Es inseparable porque son esas mismas clases las que promueven y mueven el consumo de una industria inagotable: la de la no aceptación.
Y aunque me arriesgo a ser linchada he venido observando con pena el fenómeno de Yalitza Aparicio y las portadas de revista, pasarelas, photoshops mágicos y comentarios que rayan en lo ofensivo sobre su apariencia, su modo de portar tal o cual vestido de diseñador, de andar sobre unos tacones estiletos o de portar un Versace;
me parece penoso, limitado, profundamente clasista y, sobre todo, ignorante de la belleza que no está en el molde que nos gusta y entonces la metemos a como dé lugar.
Como si sólo supiéramos ver la belleza de una mujer a través del blush metálico en las mejillas, el lip gloss abrillantando los labios, el pelo planchado o los rizos relajados y un largo etcétera.
La belleza no es una sino infinitas, ¿por qué la de Yalitza Aparicio no puede ser SU belleza y no la de la narrativa de las portadas de revista? Es porque no sabemos mirar.
¿Por qué insistimos en que la hermosura sea encuadrada en un prototipo? ¿quién repararía sobre la apariencia de Yalitza si la encuentra por la calle vestida de manera cotidiana?
Lo que digo es que nuestros criterios limitan y que hay fenómenos que no vemos hasta que entran en el marco de lo que conocemos y desde ese filtro nos asomamos.
La belleza racial de Yalitza Aparicio es en sí misma una experiencia total, hablo de su hermosura única, no de la que queremos ver desde nuestros reducidos ángulos.
He leído tal cantidad de publicaciones de mujeres empleadoras con fotografías de sus trabajadoras del hogar refiriéndose a ellas como “Yo también tengo a mi Yalitza” o “Mi Cleo también es hermosa cuando se arregla”; que experimento una mezcla de pudor, enojo e incomodidad.
No seamos hipócritas: el relato que hemos hecho de esta afortunada actriz oaxaqueña en nuestro cuento de hadas clasemediero y de encabezados de revistas no hace sino potenciar nuestra limitación, la pro funda necesidad de que el mundo sea como nosotros queremos y no como es.
Aplaudo a Yalitza, sin duda. Pero a veces me avergüenzo de nuestra mirada estrecha y miope, de que seamos analfabetos de la belleza.
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