"Para la mayoría de la gente de mi generación el primer contacto con el cine mexicano fueron las películas de luchadores, y uno de mis momentos favoritos es la fracción de segundo en que El Santo le clava un hacha a un murciélago gigante en Santo contra el hacha diabólica", escribe Guillermo del Toro en un texto para la Revista Artes de México.
Ciudad de México, 24 de marzo (SinEmbargo).- La revista Artes de México comparte con nuestros lectores dos textos incluidos en el número 10 de su publicación Revisión del Cine Mexicano escritos por el reconocido director de cine mexicano Guillermo del Toro y por el destacado escritor Carlos Monsiváis.
RETOMAR EL CINE DE GÉNEROS
Guillermo del Toro
Para la mayoría de la gente de mi generación el primer contacto con el cine mexicano fueron las películas de luchadores, y uno de mis momentos favoritos es la fracción de segundo en que El Santo le clava un hacha a un murciélago gigante en Santo contra el hacha diabólica. También me encanta el momento en que el tuerto de Ustedes los ricos se estrella contra el suelo, después de ser arrojado por Pedro Infante desde la azotea de un edificio de 20 y picos pisos. Y hay otro momento, ¡pésimo!, en Muñecos infernales de Benito Alazraki, en que una muerta se levanta de la tumba y empieza a sonar una campana. Pero aclaro que estos son momentos que me gustan visceralmente.
Ya pensando en un cine de calidad, me gusta mucho Matiné, de Jaime Humberto Hermosillo, en el momento en que Farnesio de Bernal, el hampón de este thriller con personajes infantiles, confiesa que hubiera preferido ser bailarín y empieza a bailar tap. Para mí, eso le agrega una dimensión enorme a todo. También es notable la escena en que Héctor Bonilla carga el cadáver de Manuel Ojeda después del asalto frustrado a la Basílica de Guadalupe. Ahí se logra un patetismo hermoso, muy difícil de alcanzar en el cine mexicano, que en general carece de contrastes: cuando alguien hace una comedia es eso y punto, cuando alguien filma una película de terror, ahí queda. Y en este sentido Ernesto Gómez Cruz cantando después de herir a El Tarzán Lira en Cadena perpetua, de Ripstein, es una de las escenas más grandes del cine mexicano y mundial. Una profunda belleza se logra también en Polvo vencedor del sol, cortometraje de Juan de la Riva. Dos momentos me gustan de esa película: el primero, cuando un grupo de hombres orina contra el amanecer, después de caminar bajo los efectos del alcohol a lo largo de la carretera; el segundo, cuando al final el héroe se aleja en medio de una polvareda que levanta una avioneta y que lo cubre todo, incluyendo el sol. Desde luego todas las películas de Cazals son un gran momento del cine nacional, pero el problema es que me impresionan tan profundamente que no me gustan. Y no puedo dejar de mencionar Los olvidados: cuando El Jaibo se está muriendo hay una disolvencia a la escena de un perro que camina por una calle mojada por la lluvia, y entonces se escucha la voz en off de El Jaibo. Es un momento prodigioso que surge del contraste. O cuando levantan de su carrito a un tullido sin piernas y avientan el carrito. Cuando a un tullido se le puede tratar como sujeto de un asalto sin conmiseración o compasión, que finalmente para lo que sirve es para discriminar, estamos ante un momento absolutamente amoral del cine mexicano y por eso me encanta.
Finalmente, para cerrar esta pregunta, no puedo olvidar uno de los momentos más hermosos del cine mexicano, que además plantea un ejemplo a seguir en cuanto al logro de imágenes: la persecución final en la película El suavecito de Fernando Méndez, la escena en que acorralan al personaje del mismo nombre en la estación de autobuses. Me gusta porque recoge la tradición de iluminación, de luz, de claroscuro del cine negro mundial para adaptarla perfectamente al cine negro en México. Méndez es uno de los directores que más oficio tiene en nuestro país, con un gran ojo y con una gran sensibilidad, aunque quizá sería exagerado calificarlo de autor.
Siento que formular una estética con el expreso propósito de hacerlo es una pose. Para que haya una estética tiene que haber por parte del que la postula una concepción visual muy clara del país. Los elementos del cine mexicano que deberían tomarse para reformular una visión deben ser los mismos de siempre: una buena historia, unos personajes magníficos que se presenten a un público con el que se tiene contacto. Esto último se ha perdido en el cine nacional. México tiene mil facetas y mil visiones que retratar, por lo que sí sugiero como posible camino ver primero el cine anterior mexicano. Una pose estúpida de la mayoría de los jóvenes cineastas es decir que no vemos cine mexicano.
EL MATRIMONIO DE LA BUTACA Y LA PANTALLA
Carlos Monsiváis
En los años treinta y cuarenta las salas de cine cumplen una doble función: solos clubes y casinos del pueblo, y son recintos de la otra educación posible, del desahogo sexual previo al coito o posterior al onanismo. En las salas de cine se prueba el ingenio, se gozan las complicidades de la oscuridad, se legaliza el faje, y los espectadores se saben feligreses de una religión nueva. Hoy es imposible reconstruir los muy diversos cometidos del cine de barrio, que propiciaron un sentido distinto de comunidad (válida por cinco horas, tres películas por un peso), y aportaron su espectáculo central a los parias urbanos, a los campesinos recién llegados a la capital, a los burócratas menores, a los personajes que utilizarían Gabriel Vargas, Sergio Magaña, Alejandro Galindo.
En el cine de barrio se adquiere lo que difícilmente admite la ciudad en expansión: el sentido de intimidad dentro de la multitud, la pertenencia al todo del que se es una porción divertida y relajienta. Allí cada fin de semana la gente aprende a reírse de modo coral, el individuo se suma con estrépito o se sustrae ocasionalmente a las reacciones del conjunto. (…)
Durante 30 años, el cine de barrio es el genuino “castillo de la pureza”, la catarsis múltiple de la que gozan el solitario que sueña con la beldad inaccesible; el homosexual que sacraliza los close-ups y se desquita del rechazo que vive al adorar lo “exótico” de la pantalla; la “palomilla brava” (ese antecedente discontinuo de los chavos-banda) que practica su frenético rito de iniciación; la familia, que se integra al ejercitar gustos comunes; la barriada, que se reconoce en el amor a las causas perdidas, la primera de las cuales son ellos mismos. Si el fenómeno es mundial, las variantes latinoamericanas dependen de los fenómenos que se vuelven determinismo: la altísima proporción de analfabetos totales y funcionales, el culto a la mujer abstracta en tierras del machismo, la preferencia de la realidad fílmica sobre la realidad a secas. (…)
Ante la pantalla, sobre todo (la función de la radio es formar de maneras muy específicas la educación sentimental), el público aprende como puede y hasta donde puede el nuevo lenguaje de la vida moderna. La modernización es superficial, pero estos barnices ayudan a entender algunos de los cambios que afectan a los espectadores: la destrucción o abandono de la vida agraria, la erosión de la cultura que creían eterna, las opresiones de la industrialización. Imaginen a un obrero de Celaya, a un campesino en la sierra de Oaxaca, a una mesera en Chihuahua, a una “fabriqueña” en la ciudad de México… Ellos, que pertenecen a colectividades tan reprimidas en todos sentidos, jamás identifican a la vida sentimental con el discurrir cotidiano. El apiñamiento urbano, en las soledades rurales, en el desconcierto de los horarios interminables de trabajo, lo “íntimo” no es lo que vive, sino lo que se desearía vivir, el fluir de los sueños mientras más colectivos más personales. Cada melodrama es el encuentro con la identidad, cada comedia comprueba que no se vive en vano.
Para su público, los “mitos” del cine nacional son puentes de entendimiento, rostros y figuras privilegiadas que asumen la biografía colectiva, encarnaciones de experiencias pasadas y presentes. Jorge Negrete, Pedro Armendáriz o Dolores del Río evocan el apogeo y la distancia emotiva de la sociedad rural. Fernando Soler y Sara García sintetizan las imposiciones y astucias del patriarcado y el matriarcado. Pedo Infante, David Silva o Fernando Soto Mantequilla condesan la asimilación a las grandes ciudades que se desconocen o que, al crecer sin límite, es preciso re-conocer a diario. Cantinflas, Tin Tan y Resortes representan las dificultades y las facilidades con el habla y la mímica. Joaquín Pardavé actúa en casi todas sus películas las disculpas cómicas de la vejez y las gracias del solterón. María Félix humaniza a la mujer a través de su sacralización… La exégesis es desmedida, pero el ámbito al que corresponde es aún más desmedido.
En el cine de barrio, el público se contempla en el espejo de los actores de carácter.
Guillermo del Toro. Joven cineasta y maquillista. Ha dirigido Doña Lupe (1985) y Geometría (1987), entre otros filmes. Ha sido jefe de efectos de maquillaje en Goitia, un dios para sí mismo (1989) y en Cabeza de Vaca (1990).
Carlos Monsiváis. Crítico y cronista. Autor de Entrada Libre (1987), Amor perdido (1977) y A ustedes les consta (1980), entre otros libros.
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Estos textos, en su versión completa, “Retomar el cine de géneros” y “El matrimonio de la butaca y la pantalla”, se reproducen en el número 10 de la Revista Artes de México, Revisión del Cine Mexicano. Conoce la revista a través del siguiente enlace y descubre más sobre el ciclo del cine mexicano. https://catalogo.artesdemexico.com/productos/revision-del-cine-mexicano/