Benito Juárez no es una estatua de bronce inerte. Descúbrelo en La rebelión interminable, de Salmerón

23/03/2019 - 12:01 am

Juárez. La rebelión interminable, de Pedro Salmerón Sanginés, “es una biografía que se aleja de esa historia que juzga”. El texto llega cuando se conmemora el natalicio de Benito Juárez. 

Benito Juárez García nació el 21 de marzo de 1806 en Guelatao de Juárez, en Oaxaca. Fue Presidente de México de 1858 al 18 de julio de 1872, cuando murió en Palacio Nacional.

Ciudad de México, 23 de marzo (SinEmbargo).– La vida de Benito Juárez fue intensa, en un tiempo de pasión y fuego; los constructores de la historia oficial se la ingeniaron para mitificarla, volviéndola casi ilegible. Los mexicanos lo observamos como una estatua de bronce inerte, de esas que abundan en el país. Es el momento de iniciar la revisión de su trayectoria vital y de su época, para entender al prócer reformista a la luz de los acontecimientos contemporáneos. Juárez. La rebelión interminable es una biografía que se aleja de esa historia que juzga; se trata aquí de comprender al personaje y, a través de su actuación pública, el proceso histórico del siglo XIX mexicano. La historia es el espejo al cual deberíamos regresar siempre.

El párrafo anterior es la reseña que Grupo Planeta comparte de Juárez. La rebelión interminable. 

Benito Juárez García nació el 21 de marzo de 1806 en Guelatao de Juárez, en Oaxaca. Fue Presidente de México de 1858 al 18 de julio de 1872, cuando murió en Palacio Nacional.

Fragmento del libro Juárez. La rebelión interminable, de Pedro Salmerón. :copyright: 2019, Ediciones Culturales Paidós S.A. de C.V. bajo el sello Crítica. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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«Los valientes no asesinan»

Cuando los conservadores triunfantes en la ciudad de México, con Félix Zuloaga autoproclamado presidente y los jóvenes y audaces Luis G. Osollo y Miguel Miramón como jefes militares, supieron que en Guanajuato el licenciado Juárez se había reunido con un grupo de puros y formado con ellos un gobierno que se reclamaba sustentado en la novísima Constitución, no se lo tomaron muy en serio: frente al ministerio de demócratas idealistas y poco prácticos formado por don Benito, ellos oponían un gobierno firmemente asentado en la capital de la República; legitimado en las Bases Orgánicas centralistas de 1843, restauradas como ley suprema; apoyado en las fuerzas reales de la nación, el ejército permanente y la Iglesia; y sostenido por el partido conservador pensante, creado y educado por Lucas Alamán.

De esa manera, los conservadores levantaron la bandera de la república antidemocrática fundada en los llamados “hombres de bien”, con la Iglesia y el ejército como pilares fundamentales, contra el dogma liberal de la soberanía popular, contra el régimen republicano, democrático, representativo y federal, y contra el anhelo del Estado laico. Pero desde Guanajuato, Juárez dijo fuerte y claro:

Llamaré al orden a los que con las armas en la mano o de cualquier manera nieguen obediencia a la ley, y si por alguna desgracia lamentable se obstinasen en seguir la senda extraviada que han emprendido, cuidaré de reprimirlos con toda la energía que corresponde.

Melchor Ocampo añadió que los liberales no perseguían la religión, como afirmaban los conservadores, sino que era el clero el que incitaba a la guerra civil en defensa de fueros y privilegios que nada tenían que ver con la misión espiritual y pastoral de la Iglesia.

La guerra, la primera auténtica guerra civil desde la revolución de Independencia, era inminente e inevitable: en la ciudad de México, Osollo y Miramón preparaban al ejército de línea para la campaña, mientras que en el Bajío, los gobernadores de la coalición liberal reunían a los voluntarios de la guardia nacional, y el presidente Juárez trasladaba el gobierno a Guadalajara, para ponerlo a cubierto del enemigo.

El 11 de febrero confluyeron en Querétaro las fuerzas de Osollo y Miramón con los indígenas serranos del valiente caudillo conservador Tomás Mejía. Los liberales los esperaban en la entrada del Bajío y retrocedieron hasta Salamanca ante el avance de los conservadores. El 10 de marzo se libró la batalla de Salamanca, que terminó con la derrota de los liberales y su fuga, a la que siguió la capitulación de Doblado y la retirada de Parrodi hacia Guadalajara, perseguido por Miramón.

Benito Juárez había llegado a Guadalajara el 14 de febrero y pudo ahí convocar al Congreso de la Unión y a la Suprema Corte, extender el radio de acción del gobierno y reunir suficientes elementos de fuerza y prestigio para consolidar su posición. Pero esta era aún demasiado frágil, pues apenas llegaron a la Perla Tapatía las noticias de la derrota de Salamanca y la rendición de Doblado, exageradas por el rumor, una parte de la guarnición, encabezada por el coronel Antonio Landa, se pronunció contra el gobierno constitucional. Al grito de “¡Viva la religión!”, los amotinados se apoderaron del Palacio de Gobierno y capturaron a Juárez y a los ministros Ocampo, Guzmán y Ruiz. El ministro de Hacienda, Guillermo Prieto, estaba a las puertas del Palacio y pudo haberse evadido, pero se entregó para compartir la suerte de Juárez y sus compañeros.

A pesar de la prisión de Benito Juárez, las fuerzas que le eran leales se agruparon fuera de Palacio y le pusieron sitio, iniciándose un fuerte combate en el mismo centro de la Perla Tapatía. Por esa razón, varios de los oficiales amotinados pedían a Landa que fusilara a Juárez, e incluso alguno de los rebeldes amenazó la vida del presidente y lo insultó soezmente, sin que don Benito mudara en ningún momento su seria e inescrutable expresión, dando un ejemplo de firmeza imitado por sus colaboradores.

El coronel Landa, jefe del motín, pretendía que Juárez ordenara que las fuerzas leales que atacaban el Palacio se rindieran o que suspendieran el ataque, pero el presidente se negó resueltamente a firmar ningún documento mientras permaneciera preso. Entre tanto, correos urgentes salieron a Lagos de Moreno, a donde habían llegado Anastasio Parrodi y Santos Degollado, para informarles de los sucesos de Guadalajara.

Al fragor de los combates del día siguiente, y ante las noticias de la próxima llegada de las fuerzas leales de Degollado, oficiales del 5º Batallón y algunos civiles conservadores, pasando por encima de la autoridad del coronel Landa, decidieron ejecutar al presidente y sus ministros, llevándolos incluso al paredón de fusilamiento. Ya se preparaba la ejecución cuando Guillermo Prieto se interpuso entre las bocas de los fusiles y Benito Juárez y, con inspiración repentina, arengó a los soldados con palabras que recogieron numerosos testigos: “Levanten esas armas, ¡los valientes no asesinan!”, exclamó el poeta metido a secretario de Hacienda, diciendo luego que los hombres del 5º Batallón habían sido siempre valientes y leales soldados, y que el hombre al que pretendían fusilar era el presidente que la nación se había dado. Los soldados entonces, sin aguardar otra orden, echaron sus armas al hombro y se quedaron impasibles. En ese momento llegó Landa, quien contuvo los ánimos, y Juárez y sus compañeros fueron regresados al cuarto que les servía de prisión.

Todos los testigos presenciales refieren con admiración el valor frío y tranquilo de Juárez, que no se movió del puesto que ocupaba, no pronunció palabra alguna, ni dio señales de emoción cuando los fusiles apuntaban a su pecho y el oficial daba las voces de “¡Preparen!... ¡Apunten!...”. Todos los testigos refieren también la presencia de ánimo de Guillermo Prieto, quien, con su elocuente y oportuna palabra, salvó al presidente de la República.

Dos días más continuó Juárez como prisionero, siendo su persona la única garantía de los amotinados, rodeados por fuerzas cada vez más numerosas, enviadas a marchas forzadas por Parrodi y Degollado. Finalmente, el 16 de marzo, Landa entregó a sus prisioneros a cambio de que le permitieran salir libremente de Guadalajara con sus hombres. De inmediato, el presidente publicó un manifiesto a la nación en el que explicaba la situación que había pasado y llamaba a los pueblos de México a levantarse, a hacer un último y supremo esfuerzo para acabar con la era del oscurantismo, para terminar “con la explotación infame de los muchos para beneficio de unos cuantos”, y para restablecer la paz y el orden dentro de la libertad.

La gratitud de don Benito con los hombres de la guardia nacional de Jalisco, que en esos días de angustia lucharon sin descanso en defensa de la integridad personal del presidente, se expresó en un manifiesto dirigido por “el presidente constitucional de la República a los defensores de la libertad y de las leyes”, dado a conocer el 17 de marzo, como último acto público de Juárez en Guadalajara.

Veracruz

El 18 de marzo de 1858 llegaron a Guadalajara los generales Anastasio Parrodi y Santos Degollado, que encomendaron a un joven capitán de ingenieros, Leandro Valle, el plan de fortificación y defensa de Guadalajara. Valle, que estaba llamado a figurar de manera distinguidísima entre los defensores de la Constitución, había estudiado en el Colegio Militar y tomó parte en la heroica defensa del castillo de Chapultepec frente al invasor estadounidense, aquel triste y glorioso 13 de septiembre de 1847: era, pues, un niño héroe sobreviviente de aquella épica jornada.

Dos días después, el presidente Juárez salió de la ciudad rumbo a Colima, escoltado por Leandro Valle. Aunque el general Sóstenes Rocha intentó limpiar el camino del gobierno, cerca estuvo Juárez de caer en manos de los conservadores, pero se impuso serenamente al peligro y llegó bien a Colima. Muy oportuna fue esta retirada, pues ante el arribo de las fuerzas de Osollo y Miramón, Parrodi decidió que no tenía elementos para defender Guadalajara y el 23 de marzo siguió el camino de Doblado, capitulando con todos sus elementos, salvo las fuerzas de la guardia nacional que no quisieron rendirse y marcharon al sur de Jalisco para impulsar la resistencia guerrillera, encabezada por Degollado.

Algunos historiadores han reprochado a Juárez esta fuga continua, este afán de poner a salvo su persona en lugar de permanecer en la línea de fuego. Se trata, como señaló Justo Sierra, de un despropósito:

Es excesivamente singular, íbamos a decir insensato, que se haya reprochado al presidente interino el afán de poner en salvo su personalidad; era su obligación primordial, lo fue en la Guerra de Tres Años, como lo fue después durante el Imperio. La desaparición temporal pero completa de los órganos superiores de la Constitución, lo convertían precisamente en la personificación de la Constitución misma; en él vivía; desapareciendo él, desaparecía todo cuanto de la Constitución quedaba [...] Juárez era un símbolo, era algo más concreto, era un título, era el título del partido reformista la lucha, era el derecho a la victoria. Por lo demás, estas verdades simples no se ponían en duda entonces.

Tampoco se ponían en duda el valor personal ni la serenidad de don Benito cuando tuvo que arrostrar la muerte. Así la enfrentó en Guadalajara, sereno, inmutable, sin transigir en ningún momento ni firmar documento alguno, inflexible frente a las amenazas y a la boca de los fusiles. Así la enfrentaría otras veces. No era, pues, falta de valor, sino conciencia de su posición y del significado de la misma, lo que llevó a Juárez durante la guerra de tres años y durante la resistencia contra la intervención francesa y el Imperio, a poner tierra y ejércitos entre su persona y el enemigo.

Refugiado en Colima, Juárez se enteró de la capitulación de Parrodi y tomó dos decisiones que resultaron acertadísimas: designó al general Santos Degollado secretario de Guerra y Marina, con el mando supremo de los ejércitos del norte y del occidente, y facultades extraordinarias en los ramos de Gobernación y Hacienda, por lo que lo convirtió en dictador militar de medio país; y él, con el gobierno a cuestas, decidió aceptar la hospitalidad que le ofrecían, en Veracruz, el gobernador Manuel Gutiérrez Zamora y el general Ignacio de la Llave.

Santos Degollado, el nuevo dictador militar de medio país, era un hombre muy peculiar: nacido en Guanajuato, su infancia, como la de Juárez, fue de orfandad y pobreza, hasta que ya joven se abrió camino como artesano en Morelia y se vinculó a los círculos liberales, a los que sorprendió con el tesón que dedicaba al estudio autodidacta de la historia y la filosofía política. Fue director de Educación en Michoacán durante el gobierno de Melchor Ocampo. Su carrera militar la inició durante la revolución de Ayutla; se destacó rápidamente tanto por sus magníficas dotes de organizador como por su capacidad para llenar de entusiasmo y conducir a centenares de campesinos y artesanos a la lucha, y aunque fue vencido en la mayor parte de las acciones de armas que emprendió, esas fueron las cualidades que Juárez quiso aprovechar en la angustiosa situación de la primavera de 1858.

A mediados de abril, Juárez y sus colaboradores se embarcaron en Manzanillo, cruzaron el insalubre Istmo de Panamá, tocaron La Habana, pasaron a Nueva Orleáns y llegaron a Veracruz luego de tres semanas de viaje, el 4 de mayo de 1858. Así le quitaron al gobierno conservador de la ciudad de México la principal fuente de ingresos del erario público: los recursos de la aduana de Veracruz. Con eso, Juárez daba al gobierno una sede segura, defendida por el mar, las dunas y las marismas y murallas, el castillo de San Juan de Ulúa y, sobre todo, por la lealtad incondicional de los liberales veracruzanos y del pueblo jarocho, y por las fiebres endémicas que no permitían a los soldados del centro del país permanecer en la región más de tres meses al año. Juárez fue recibido en Veracruz con gran solemnidad y, tras las ceremonias de rigor, el gobernador Gutiérrez Zamora lo felicitó por su feliz arribo, en unión de los distinguidos ciudadanos que integraban el gabinete. Le manifestó que veía en su llegada un acontecimiento lleno de esperanzas, un anuncio del triunfo de la nación “sobre la inmoralidad y el oscurantismo”; triunfo –dijo Gutiérrez Zamora–, al que cooperarían “la reputación y la constancia de Vuestra Excelencia”. El presidente respondió:

Señor Gobernador: Agradezco la felicitación que Vuestra Excelencia dirige al primer magistrado de la República por su arribo a esta heroica ciudad, donde se defienden la Constitución del país y los derechos del pueblo. Celebro debidamente la buena disposición del pueblo veracruzano para sostener el gobierno legítimo y contando con la cooperación de Vuestra Excelencia yo le ofrezco que redoblaré mis esfuerzos, hasta sacrificar mi existencia, si fuere necesario, para restablecer la paz y consolidar la libertad y la independencia de la Nación.

Entre tanto, la guerra arreciaba en todo el país. Mientras lo conservadores extendían sus dominios hasta Durango por el norte y Yucatán por el sureste, los liberales preparaban un ejército en el norte y continuaban la resistencia en el occidente y Veracruz. A fines de abril, uno de los jefes norteños, el general Juan Zuazua, tomó Zacatecas y ordenó el fusilamiento de cinco oficiales conservadores, entre los que se contaba Antonio Landa, aquel coronel cuyo amotinamiento en Guadalajara estuvo a punto de cobrar la vida de Benito Juárez. Con ese acto se anunciaba que la guerra civil ya llegaba a un punto en que desaparecía la clemencia entre los contendientes para convertirse en una lucha a muerte, definitiva, entre dos proyectos de nación irreconciliables.

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