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Susan Crowley

22/03/2019 - 12:04 am

Arroz amargo

¿Cómo explicar a las generaciones que siguieron lo que ocurrió en Vietnam?

El palpitar de cada día es el triunfo de un pueblo que, a pesar de estar a punto de perder la vida, insiste en seguir adelante. Foto: Susan Crowley.

Eran las tres de la tarde frente al campo de batalla de Vietnam. El calor extenuante y la inactividad previa a cualquier combate tenía con los nervios de punta a los soldados. A su lado, Frank Capa lucía aburrido. El legendario fotógrafo que había recorrido casi todos los sitios de guerra logrando captar imágenes que pasarían a la historia, estaba deseoso de otro de esos momentos. Se levantó y empezó a caminar hacia una colina. Un poco después, se escuchó el ruido de una explosión. Había pisado una mina. Fue encontrado aún con su cámara en la mano. Era el primero de los fotógrafos que moría en la guerra en Vietnam; había ido a cubrir los estertores del imperialismo francés, pero terminó siendo la primera víctima norteamericana de las muchas que vendrían en los siguientes años. Absurda guerra que costó la vida de 3.5 millones de vietnamitas (de los cuales 2 millones, se estima, eran civiles) y 58 mil soldados americanos.

La historia del mundo jamás se podrá recuperar de uno de sus capítulos más tristes, ¿cómo devolverles la felicidad a las familias cuyos hijos murieron? ¿cómo explicar a las generaciones que siguieron lo que ocurrió en Vietnam?, ¿cómo justificar las acciones del Gobierno americano y antes de los colonizadores franceses?

Vivimos una era conocida como pos colonial. Los países emergentes somos el resultado de siglos de opresión de parte de quienes algún día se lanzaron como exploradores de nuevas tierras. Legendarios expedicionarios, arriesgaron sus vidas en aras de adentrarse a mundos imposibles de concebir en una mente europea. Apabullados por la belleza y el exotismo, rápidamente se dieron a la tarea de hacerlos suyos. En poco tiempo los volvieron parte de sus imperios. Los sobajaron y obligaron a renunciar a su origen para convertirlos en un remedo de su poder. Los estragos que sufrieron cada una de las colonias son imposibles de describir. Pero un día el periodo colonial se agotó, exhausto de devorarlo todo, de desgastar las riquezas, de esclavizar a su gente. Entonces se marcharon dejando atrás un cúmulo de dolorosas realidades de las que ya no se hicieron cargo. Así emergieron nuevas naciones víctimas de la indolencia y desde su nacimiento tuvieron que lidiar con el olvido, la injusticia y la desigualdad. Murieron las colonias y prohijaron mundos que aún quedan por descubrirse; apenas la semilla de esa compleja urdimbre empieza a dar sus frutos. Durante una época se les nombró tercer mundo, hoy son naciones emergentes y empiezan a contar su propia historia. Nada fácil.

A través de las enseñanzas de su líder Ho Chi Min, en Vietnam intentaron durante muchos años su ansiada independencia. La historia no es fácil de contar, desde tiempos ancestrales han tenido que vivir rebelándose al yugo, ya sea del Imperio chino, después de los franceses que, si bien edificaron Hanoi y Saigón a la altura de cualquier capital de Europa, borraron muchos de los vestigios originales y redujeron a su gente a vivir en la esclavitud. Apenas se habían marchado los franceses cuando las ráfagas de metralleta de los marines destrozaban miles de vidas, los B52 bombardeaban sin piedad. Armados hasta los dientes y obsesionados contra el comunismo que amenazaba al mundo, decidieron intervenir en Vietnam y destruir cualquier rastro con tufo a izquierda. Un día como cualquier otro, como el día en que murió Frank Capa, uno de los destacamentos norteamericanos, recibió la orden de atacar una aldea en la que se sospechaba vivían miembros del vietcong, la insurgencia comunista en el sur de Vietnam. En su mayoría, casi adolescentes, los soldados entraron en una especie de furor de muerte. Desde sus helicópteros dispararon sin piedad. Cuando aterrizaron, su capacidad de aterrorizar no fue menor. Frente a su cruel acometida desfilaron mujeres, niños y ancianos. No podían detenerse, parecía como si el sufrimiento que infringían los revitalizara. Exterminaron a todos. La matanza hoy puede considerarse un genocidio además de un infierno en la tierra, la capacidad de perpetrar el mal sin ningún rezago de otredad. Más tarde, cuando finalmente fueron juzgados, recibieron penas mínimas. Lograron justificar sus acciones convencidos de que actuaron siendo leales a su país, ¿pero qué demonios hacía Estados Unidos peleando una guerra que de entrada sabía perdida en un territorio que no le pertenecía? Como diría Hanna Arendt, una vez más se constató la banalidad del mal.

La forma de un dragón ancestral se dibuja en el horizonte, está dejando el letargo después de tantos siglos de permanecer encadenado. Sus movimientos son lentos al amanecer; a lo largo de cada día entra en su compulsiva cotidianeidad. Miles de motocicletas, millones, circulan por las calles, tocan los cláxones y hay que hacer verdaderos malabares para esquivarlas. Hanoi es una de las ciudades más interesantes del mundo. Sus entrañas se conforman por las reliquias de esa historia de dolor y belleza. De huellas que la marcaron causando cicatrices profundas, del sacrificio de gran parte de su población. Caminar por sus calles es toparse con un palimpsesto en el que todo convive, capas y más capas de sufrimiento que se combinan con una necesidad constante de volver a creer. No importa cómo ni hasta dónde haya que remitirse para entender su caos, en cada esquina salta a la vista, emociona. Sus espacios llenos de una naturaleza que crece devorándolo todo, las raíces de los gigantes árboles que cubren los templos budistas, que se tejen entre las casas y edificios de estilo francés dando una sensación de esplendor decadente. La belleza solo se puede dar si existe en ella un último reducto de fealdad o lo que es lo mismo, de fatalidad.

Lo mejor de Hanoi es su gente. Foto: Susan Crowley.

Lo mejor de Hanoi es su gente. Acercase a cada una de las personas, dejarse inundar por su “joie de vivre” por su sonrisa sincera, por su ternura. Involucrarse en su historia y tratar de entender su capacidad de emerger como nación cuando la corrupción se respira por todos lados, ¿y cómo carajos no, si todas las naciones hijas del imperialismo están condenadas?, ¿si son el resultado de múltiples fracturas en su origen? Después de todo, su pecado original es haber sido concebidas en la desventura. Curiosamente aquí nadie se lamenta, no hay rencor en las miradas, no hay frustración, difícil explicarse por qué. Ligados irremediablemente a cierto budismo, tienen una liga con su pasado fundamental. Sus muertos deben ser enterrados y permanecer cerca. Durante los años de guerra muchos de sus seres queridos no pudieron ser enterrados. Aún así, los vietnamitas han seguido adelante y en cada uno de ellos anida un espíritu renovado, de gran dignidad; la historia se asume como pasado y la vida se emprende como si fuera un principio todos los días. Las sonrisas son de alegría y confianza, ¿cómo sostenerlas? Sus ríos, la principal fuente económica del país, están en peligro; el capitalismo los está volviendo de nuevo esclavos, la corrupción del Gobierno es imposible de resolver.

Pero sus campos de arroz, a lo lejos reverdecen, es un verde encendido, un verde que anuncia la vida. El palpitar de cada día es el triunfo de un pueblo que, a pesar de estar a punto de perder la vida, insiste en seguir adelante. Una lección para todos nosotros.

@suscrowley

www.susancrowley.com.mx

Susan Crowley
Nació en México el 5 de marzo de 1965 y estudió Historia del Arte con especialidad en Arte Ruso, Medieval y Contemporáneo. Ha coordinado y curado exposiciones de arte y es investigadora independiente. Ha asesorado y catalogado colecciones privadas de arte contemporáneo y emergente y es conferencista y profesora de grupos privados y universitarios. Ha publicado diversos ensayos y de crítica en diversas publicaciones especializadas. Conductora del programa Gabinete en TV UNAM de 2014 a 2016.

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