La historia de “La Güera” Rodríguez, las calles oscuras de la Nueva España y sus secretos en La conspiradora

16/03/2019 - 12:00 am

Este magnífico thriller histórico narra, como nunca antes, la vida de uno de los personajes más controvertidos y enigmáticos de la gesta insurgente, la Güera Rodríguez: amiga íntima de virreyes, benefactora de Hidalgo, Allende e Iturbide, y mujer liberal que vivió a contracorriente de las normas morales de su tiempo.

Ciudad de México, 16 de marzo (SinEmbargo).– Nueva España, 1808. Oculta en la oscuridad, una mujer recorre las calles de la capital para llegar a una reunión clandestina, posee un secreto que podría cambiar el destino de México: Napoleón ha invadido España y, al parecer, planea destronar al rey.

Ella sabe que tiene que actuar con inteligencia antes de que el rumor se esparza, de lo contrario, los españoles podrían tomar el control del reino, arruinando cualquier posibilidad de una independencia pacífica.

Este magnífico thriller histórico narra, como nunca antes, la vida de uno de los personajes más controvertidos y enigmáticos de la gesta insurgente, la Güera Rodríguez: amiga íntima de virreyes, benefactora de Hidalgo, Allende e Iturbide, y mujer liberal que vivió a contracorriente de las normas morales de su tiempo.

Entretejiendo la biografía con la novela de suspenso político, en La conspiradora, Guillermo Barba ha abierto una ventana desconocida hacia una figura fundamental para la independencia de México.

Fragmento del libro: La Conspiradora, de Guillermo Barba. Planeta, :copyright: 2019. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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VENTUROSAS CONFIDENCIAS

1808

La angustiada voz de la virreina aún resonaba en su mente mientras daba nerviosas órdenes para organizar el equipaje necesario: debió aprestarse a viajar con toda precipitación, ya que un par de horas antes había acudido al Palacio Real y la misma doña Inés le había suplicado encarecidamente que la acompañase a la feria de San Agustín de las Cuevas. Entre ambas existían lazos de sincera amistad, por lo cual intentó negarse a la petición de la soberana arguyendo que su nena había nacido apenas unos meses atrás; sin embargo, entre más se negaba, más le insistía, mostrando una creciente aflicción que le despertó sospechas.

Entreviendo que le ocultaba algo y que el asunto debía ser de capital importancia, decidió averiguar el origen de aquella mortificación.

—Inés —le dijo humildemente—, bien sabes que soy incondicional a tus peticiones, pero alejarme de mi nena para viajar y divertirme será mal visto por muchas damas, haciéndome blanco de sus críticas.

—Güera, te aseguro que no solicito tu presencia por diversión —dijo la virreina, conteniendo sus sentimientos.

—¿Qué te acongoja? Veo que escondes una pena… Cuéntame. Abrazó cariñosamente a la virreina, quien al sentir el consuelo de unos brazos amigos dejó escapar un ligero sollozo.

—En la feria necesitaré tu apoyo… No puedo decirte más. Tomó su pañuelo y enjugó las lágrimas que comenzaban a brotar de los ojos de la virreina.

—Cuéntame todo; cuando compartimos la desdicha, nuestros corazones encuentran algo de alivio.

Doña Inés deseaba desahogar aquello que se le anudaba en el pecho, aunque sabía bien que debía callar. No obstante, en un impulso incontenible, comenzó a sincerarse.

—Pueden arribar malas noticias durante nuestra estancia en la feria. Es todo lo que puedo decir por el momento.

—Siempre has confiado en mí; sabes que no te defraudaré. La virreina la miró angustiada, con el corazón a punto de estallar.

—Has de jurar que no comentarás a persona alguna lo que he de confiarte. —Esta vez ordenó.

Tras escuchar el juramento, doña Inés dio rienda suelta a sus penas, contando acerca de recientes disturbios y sublevaciones en España: ella la escuchó asombrada y sin embargo impávida. Cuanto más avanzaba el relato fue entendiendo que, por lo acontecido en la península, el virrey y aun el virreinato mismo se encontraban al borde del precipicio. El futuro de Inés pendía de un hilo y, según lo referido, el de toda España igualmente.

—Por eso requiero de tu cercanía —le dijo al concluir la narración—; mientras permanezcamos en la feria habrán de arribar nuevas noticias, y de ser tan adversas como las anteriores me será indispensable tu apoyo.

Sorprendida por tan significativa confidencia aceptó acompañarla en el viaje, mismo que realizarían al día siguiente. Y aunque profesaba especial cariño a doña Inés y le preocupaba su porvenir, lo comentado también le producía una razonable alegría: mientras más caos existiera en la metrópoli, mayores serían las oportunidades de dar justa libertad a Nueva España.

Tras seleccionar los múltiples vestidos, elegantes unos y campiranos otros, que debía llevar para los muy distintos eventos sociales del traslado y organizar perfectamente los baúles del equipaje, dejó que Teófila, su fiel sirvienta, concluyese las maniobras. Con la ansiedad a flor de piel y sin importar lo avanzado de la noche, se dirigió a la casona de su hermana Josefa, la marquesa de Uluapa, donde se desarrollaba la semanal tertulia. No podía marcharse sin comunicar la noticia a sus compañeros.

Cuando abandonaba la casa en el carruaje, los asistentes al Coliseo ya habían salido a la calle tras haber presenciado la función teatral de aquella noche; ensimismados en sus experiencias, muchos reían y comentaban la obra con rostros que reflejaban alegría y desenfado. Ella, sin embargo, era presa de una inquietud ingobernable; lo que debía comentar a sus cofrades parecía a todas luces trascendente y el trayecto, de tan sólo una cuadra y media, le pareció interminable.

En el opulento salón, finamente decorado con gobelinos, sólidos muebles de caoba y alfombras persas, los invitados ya habían concluido la cena y tras abandonar el comedor conversaban distribuidos en distintos corrillos, los varones por una parte y, al otro extremo de la estancia, las mujeres, sentadas en elegantes sillas de damasco mientras se abanicaban con gracia.

Las pláticas, en especial la de los caballeros, se interrumpían cada vez que algún sirviente entraba ofreciendo café o coñac, para evitar que se enterasen de asuntos confidenciales. Por eso, cuando el lacayo anunció a la marquesa la llegada de María Ignacia Rodríguez de Velasco, la tertulia se vio interrumpida por unos segundos.

—¡Güera, qué sorpresa! —dijo Josefa dándole un beso de bienvenida—. Pensábamos que ya no vendrías.

—Mañana muy temprano debo partir con la comitiva de los virreyes, pero antes necesito hablar con Manuel. —¿Se puede saber sobre qué asunto?

—Nada importante —mintió, sabiendo que su hermana no era de guardar secretos—. Un chisme de Palacio que luego comentaremos porque ahora estoy de prisa.

Fue hasta el pequeño grupo, ubicado a un costado de una cajonera con incrustaciones de concha nácar, donde se encontraba su cuñado Manuel Acevedo, marqués de Uluapa, junto a fray Melchor de Talamantes, el marqués de Guardiola y el abogado Juan Francisco Azcárate. Al acercarse descubrió que comentaban la lectura de un libro del filósofo francés Voltaire, prohibido por sus ideas libertarias como tantos otros.

—Soy portadora de noticias —interrumpió de súbito, ansiosa, sin saludar siquiera—. Por favor, apartémonos adonde nadie nos escuche.

Discretamente, el grupo fue hacia un rincón del salón, alejándose a prudente distancia de los demás asistentes.

—La virreina me ha confiado una noticia de vital importancia —dijo con urgencia ante la mirada expectante de los caballeros—. Me ha relatado que aunque Napoleón contaba con el permiso de Carlos IV para transitar por territorio español y así atacar a Portugal, ha dejado regimientos en ciudades tan importantes como Barcelona y Pamplona, con la posible intención de apoderarse de España.

El asombro de los varones fue inmediato: la miraron silenciosos e intrigados. Manuel, su cuñado, de corpulenta figura aunque bajo de estatura, se ajustó las gafas para observarla mejor, como acostumbraba cuando algún suceso le causaba gran interés. Su aspecto era más descuidado que el de cualquier noble porque sus ideas republicanas lo enfrentaban al abolengo familiar, y siendo orgulloso de sus ideales, deseaba comportarse más como plebeyo que como aristócrata.

—El rey, aconsejado por el ministro Godoy —continuó con aire de orgullo al notar que había capturado la atención de los varones—, se trasladó con la familia real a Aranjuez, para de ahí viajar a Sevilla y huir hacia América.

—¡Válgame; tal como hicieron los reyes de Portugal! —exclamó el fraile Talamantes, haciendo patente su crítica.

—Pero el pueblo, al enterarse de los planes del rey, se ha sublevado contra él y muy especialmente contra el ministro Godoy, exigiendo que abdique el monarca y se corone al príncipe Fernando como nuevo rey de España.

—¡Santo cielo! —exclamó el fraile Talamantes.

—Era de esperarse —sentenció Manuel en voz baja—, Godoy cuenta con muchos enemigos entre la aristocracia y el pueblo.

—Desgraciadamente —continuó ella—, las noticias llegaron en un navío sin notificar la resolución de las revueltas, por lo que deberemos esperar el próximo embarque para conocer el desenlace. Pero todo apunta a que Napoleón arrebatará el trono a los españoles.

Al concluir su exposición, los varones, verdaderamente perplejos, prorrumpieron en diversos comentarios al unísono.

—A río revuelto, ganancia de pescadores —bromeó Azcárate, riendo con esos resoplidos que le hacían parecer más obeso de lo que era.

—No hay duda; Napoleón ha invadido a la madre patria para anexarla a su imperio —apuntó Talamantes.

—Lo cual podría significar el primer paso hacia la independencia de Nueva España —señaló Manuel, todavía con rostro asombrado—. Hiciste bien en comentar estas noticias en círculo cerrado, es información reservada y en extremo valiosa.

Azcárate, que se había mantenido pensativo, se acercó a ella y dijo en voz baja:

—Debemos entender esto como un signo divino y aprovechar tu presencia en la corte; seguro que con un poco de astucia y maña podrás averiguar más noticias de boca de los consejeros del virrey, y por supuesto, de la virreina misma.

Manuel y los otros asintieron, convencidos de que contar con oídos dentro del Palacio Real sería sumamente provechoso para la causa.

—Eso es demasiado peligroso —dijo ella en voz baja, con un dejo de recelo—. ¿Qué podría obtener de la virreina, el virrey o cualquier cortesano que ustedes no sepan?

—Mucho más de lo que imaginas. La prueba es que hoy has conseguido información tan reservada que sólo la virreina la conoce. Nerviosa, clavó sus azules ojos en cada uno de los ahí presentes hasta detenerse en el mofletudo rostro de Azcárate y lo cuestionó:

—¿Acaso el virrey no es amigo tuyo, tanto así que pescan juntos en las charcas de Chapultepec?

—Cierto, pero jamás ha comentado una palabra sobre asuntos reservados. Concuerdo en que ha mantenido esta información en absoluto secreto.

Los observó dubitativa, cavilando en las ideas vertidas por ellos. Desplegó el abanico y comenzó a refrescarse el rostro. La petición la abrumaba y deseaba poner en orden sus pensamientos, pero le era imposible; la demanda de aquellos hombres la mantenía perturbada, indecisa.

—No tengo el temple para servirles en lo que me solicitan. Es demasiado arriesgado… No creo ser capaz.

—Ingenio no te falta; además, contarás con nuestro respaldo —dijo de inmediato Manuel para tratar de convencerla mientras los otros asentían. Los cuatro varones escudriñaban con la mirada cada uno de sus gestos. La tenían acorralada, esperanzados todos en una respuesta positiva.

—¿Desean que me convierta en espía y actúe a dos caras, a costa de traicionar la amistad de los virreyes y aun poniendo en riesgo la seguridad de mi familia? —respondió examinando los rostros de aquellos señores.

Un escalofrío recorrió su piel y el estómago se le hizo un nudo entre profundas náuseas. Los hombres continuaban observándola; parecía no tener escapatoria. El nerviosismo invadió cada palmo de su cuerpo, y sin meditarlo más, como si un instinto despertase en sus adentros, tomó la copa de su cuñado y la alzó en un brindis, aceptando la propuesta.

—Sea pues.

Sus escuchas sonrieron satisfechos y la secundaron alzando las copas para brindar al unísono.

No obstante, la Güera no lograba sonreír con sinceridad. Aunque bien entendía la importancia de su colaboración, y que por primera vez sus acciones podrían ser determinantes para alcanzar la independencia, la sola palabra espía provocaba que su corazón se estremeciera.

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