Susan Crowley
08/03/2019 - 12:02 am
El boxeador más delicado del mundo
Sería bueno recordar que el arte que pende en los muros de los museos del mundo, algún día estuvo colgado en las paredes de la casa de un coleccionista.
El mundo del arte tiene muchos rostros. El más excitante, al que todos quieren pertenecer, el más apetecible es el que tiene que ver con el comercio. La voracidad y avaricia de las ventas, las subastas, la especulación, la frialdad y hasta la crueldad para ser parte de él es de verdaderos profesionales que están dispuestos a todo por estar en la lista de los “top”. Millones de dólares se invierten cada año en la adquisición de “juguetes” (antes obras de arte), ostentosos y de dudosa calidad. Los Koons, Kapoors, Hirst, Warhols, entre muchos otros nombres que circulan en el mercado son literalmente arrebatados por unos y otros magnates. Los nuevos millonarios ven la creación artística, no solo como una inversión segura, también les permiten exhibir cuánto dinero tienen y en qué están dispuestos a gastarlo. Es mejor tener más de un millón de dólares en una pieza en la sala de sus mansiones que la misma cantidad en bonos de inversión en petróleo o acero. Los ricos de las economías emergentes quieren entrar rápidamente en “esas listas”, ser admirados; es increíble ver cómo se arrancan las obras más costosas que existen en ferias, subastas y galerías. ¿Quién la obtuvo primero?
Todos ellos, seguidos por su corte de asesores, curadores, críticos, oportunistas y demás aduladores, están dispuestos a todo con tal de que, públicamente, su nombre figure entre los coleccionistas más renombrados del mundo. Basta asomarse a cualquier fuente especializada para asombrarse por la manera en la que se mueven los mercados de arte, ¿quiénes compran y qué compran? Si bien nos enteramos por los escándalos que provoca levantar la paleta en una subasta, difícilmente las obras adquiridas podrán ser vistas de nuevo por el común de los mortales. A menos que, al paso del tiempo, las colecciones privadas crezcan tanto que terminen por abrirse al publico. De esta forma, será más fácil tener acceso a ellas.
Sería bueno recordar que el arte que pende en los muros de los museos del mundo, algún día estuvo colgado en las paredes de la casa de un coleccionista. Por muchas razones, tal vez asuntos de malas herencias, el exagerado pago de impuestos o simplemente imposibilidad de mantenerlas privadas debido a los costos que representaba, las obras pasaron a ser el acervo de los museos de hoy.
Otro rostro del arte son esos majestuosos espacios llamados museos. Han sido los sitios que permiten valorar la riqueza no solo de un coleccionista, sino también de una nación entera (recordemos que se crearon para guardar los frutos de la rapiña generada en las invasiones y guerras). Estos renombrados templos de la cultura se encuentran en los centros urbanos más importantes del mundo y son de fácil acceso. Pero sus pasillos, repletos de obras grandiosas, dejaron de interesarle a los visitantes. Poco a poco se empezó a vivir una de las crisis económicas más preocupantes para estas instituciones. Hoy salvan la vida y logran sostenerse gracias a la inteligente maniobra de abrirse hacia el arte contemporáneo. Las diversas exposiciones que se empeñan en invitar a artistas vivos y polémicos a intervenir esos espacios, es fascinante. Nuevos discursos, otras formas de utilizar el valor de tantas obras que habían quedado en el olvido es una creativa de reconvertir estas anquilosadas instituciones. No está mal, los museos encontraron una forma de validarse, validando al artista invitado. Todos ganan.
El otro rostro, el que me parece más valioso, el que deberíamos perseguir incansablemente, es el que conocemos como sitio de peregrinaje del arte. Son los lugares inaccesibles que requieren tomarse un tiempo “extra” y dejar atrás la vertiginosa manera en la que palomeamos espacios de interés. Son los que permiten que un punto geográfico, que ayer no era importante, se vuelva una meta a la que aspiramos. Nos remiten justo a esos parajes de la antigüedad, ancestrales, en los que los seres humanos encontraban la esencia de todo, la revelación de un estado más elevado, la belleza y la plenitud en la contemplación. Entre ellos podríamos citar Día Beacon y Stormking, cerca de Nueva York, Marfa en Texas, Hombroich, a unas cuantas horas de Düseldorf en Alemania, y quizás el más lejano de todos nosotros, Naoshima.
Una pequeña isla al sur de Japón que pertenece a un archipiélago industrializado y dejado casi en el abandono por muchos años. Rodeado por las frías aguas del Pacífico es un sitio al que solo se puede llegar después de horas de viaje. Ahí se fundó Benesse Art Site Naoshima. Un aire austero y melancólico rodea el ambiente. Desde la llegada al viejo y desolado puerto, el paso por las casitas del pueblo estilo tradicional japonés, nos permite apreciar a una sociedad aislada y al margen del tiempo. Es un sitio único, no se parece a ningún otro.
En la cúspide de la isla, con una vista que solo se puede comparar a los horizontes fotografiados por Hiroshi Sugimoto, cada una de las esculturas, Niki de Saint Phalle, Walter de Maria, Dan Graham, Karel Apple, Anthony Caro, George Rickey entre otros y por supuesto la icónica calabaza de Yayoy Kuzama, aparecen como organismos vivos, vigilantes del tiempo, dioses para quien los contempla. Poco a poco, la perfección arquitectónica va mostrándose, es sutil y delicada, abrigo para el peregrino y recinto en el que cada una de las obras: Bruce Nauman, Cy Twombly, Jean Michel Basquiat, Andy Warhol, Jannis Kounellis permanecen inalterables al paso del tiempo.
Ahí mismo el hotel, con habitaciones austeras en las que de pronto uno descubre que puede dormir con los artistas Bernd y Hilla Becher o con Thoma Ruff, bueno, con lo mejor de ellos, sus obras. Un museo llamado Chichu que literalmente significa, “arte dentro de la tierra”, sin duda uno de los ámbitos más bellos (si no el que más), que yo haya conocido en mi vida. Una serie de corredores diseñados como geometrías, ocultos bajo la tierra (solo pueden ser apreciadas en una vista aérea); entre sus muros se puede ir intuyendo lo que su autor diseñó como un espacio para recorrerse en silencio, con el mínimo de objetos y obras para no permitir que la vista se distraiga, provocar el estado perfecto para vivir el arte. Depurarlo todo, el color, las formas y así preparar al espectador para crear una comunión con James Turrell y su luz que nos eleva y abraza; con los Nenúfares de Monet, un pequeño robo a ese arte del pasado, de la eternidad; luego un encuentro con los volúmenes de Walter de Maria, formas perfectas que nos llevan a pensar en la grandiosidad de los creadores del Land Art, Merlines y hechiceros que jugaban a las canicas con los dioses.
A unos cuantos metros, una colina en la que permanece el museo dedicado al artista Lee Ufan. Una invitación a deambular por un espacio en el que la arquitectura se suma a la obra, o la obra a la arquitectura, difícil saber cuál es primero. En una dinámica perfecta, una danza en la que el alma se refleja en cada una de las poquísimas piezas, en los salones, en los silencios a los que nos obliga un sitio de esta magnitud.
Todo este proyecto fue pensado por un espíritu inquebrantable. Heredero de la más alta enseñanza espiritual de Oriente, el japonés Tadao Ando. Es increíble, pero quien se considera uno de los más grandes arquitectos del mundo, era boxeador. Dice su biografía que un buen día se topó con la belleza de un edificio diseñado por Frank Lloyd Wright, entonces decidió que su verdadera vocación era edificar, dar cuerpo a sus ideas. Una manera de identificarlo es por la belleza esencial, la aparente simpleza y la casi desaparición de efectos personales o grandilocuencia.
El mejor director de orquesta es el que no hace aspavientos, un gran director de cine es quien dirige imperceptiblemente, el arquitecto que se consagrará con el tiempo es quien nos deja habitar los espacios y experimentar su escala humana, que nos lleva a sentirlos nuestros. En eso estriba la verdadera genialidad. En Naoshima, Tadao Ando ha logrado la consagración del arte y la arquitectura, uno de la mano del otro. La asociación perfecta de espacio y tiempo, el equilibrio de belleza y sencillez, la excelencia de lo invisible. En una época en la que los rostros del arte están invadidos por artistas vedettes que hacen un culto de su persona, en la que los coleccionistas exhiben su mal gusto y quieren ver sus nombres con letras de oro, en la que los arquitectos nos obligan a asumir sus caprichos en incómodos espacios inhabitables, la obra de Tadao Ando en Naoshima es una celebración de la vida, de la delicadeza de un boxeador, de su sutil pero grandioso espíritu. Un samurái que entiende más allá de cualquier actitud de arrogancia, que nos abraza, y nos reconcilia con la vida. ¡Gracias, Tadao!
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