Crónica de un desastre nuclear... desde los labios de personajes cotidianos que sintieron Chernóbil

09/03/2019 - 12:00 am

Los testimonios de Voces de Chernóbil intentan justamente ser una recapitulación de lo que era la vida antes y después de aquel incendio que vino a cambiar, en cuestión de horas, las circunstancias de los habitantes de Bielorrusia y sus alrededores un 26 de abril del 86. 

Por Amanda Calderón

Ciudad de México, 9 de marzo (Langosta Literaria/SinEmbargo).– En el momento de una tragedia, el instinto es recordar: detenerse durante un momento y recapitular, en sentido inverso, todo lo que terminó desembocando en ese instante. Como si saber los detalles exactos que llevaron a ese parteaguas ayudara de alguna manera a revertirlo –o al menos a neutralizarlo– a fuerza de una rememoración casi frenética cuyo propósito es, además de entender, congelar la vida antes de aquel suceso, antes de que el curso natural deslavara o cambiara el color de lo que era antes de la catástrofe.

Los muchos, muchos testimonios de Voces de Chernóbil intentan justamente ser una recapitulación de lo que era la vida antes y después de aquel incendio que vino a cambiar, en cuestión de horas, las circunstancias de los habitantes de Bielorrusia y sus alrededores un 26 de abril del ’86. La que se convertiría en la mayor catástrofe tecnológica del siglo XX comenzó con unas explosiones en el reactor cuatro de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, tras las cuales se arrojó a la atmósfera una concentración tal de radionúclidos que el 26 por ciento de la superficie total de Bielorrusia se encuentra, al día de hoy, inutilizable a causa de la contaminación radioactiva, llegando incluso a registrarse niveles elevados de radiación en países tan lejanos como Estados Unidos y Canadá apenas 10 días después del incendio en la CEA.

Svetlana Alexiévich, premio Nobel de literatura, captura en Voces de Chernóbil una polifonía de más de 500 voces de afectadas por la catástrofe, dándoles el lugar en la Historia que les fue negado por la URSS en 1986 a causa del secretismo con el que se trató lo sucedido. Una a una escuchamos la narración del accidente de la CEA de los labios de personajes tan cotidianos como la esposa de uno de los bomberos que acudieron a apagar el incendio del reactor, de una vecina de Pripyat o de un médico rural. A manera de historial oral se desgajan las consecuencias psicológicas y personales de una tragedia de la que hoy poco se habla, ahogada entre las muchas otras que han sucedido desde entonces y que parece sucedida en un tiempo que no nos concierne.

Más allá de las vivencias de ese 26 de abril, esta rememoración nostálgica de la vida en una tierra a la que no se puede volver, y que mantiene una belleza contaminada por un mal invisible, es el hilo principal que une los testimonios del libro de Alexiévich; testimonios en los que, a pesar de la crudeza con la que se narran las afectaciones físicas y las repercusiones psicológicas de la catástrofe, son atravesados por una aceptación del cambio que resulta inconcebible dada la situación.

Con el fin de evitar la propagación de la radiación, se erigió precipitadamente sobre el reactor de la CEA una estructura que sufre de múltiples grietas por las que escapan aerosoles radiactivos: un «sarcófago» que debía contener durante 30 años los residuos de la catástrofe. En noviembre de 2016 se colocó sobre el sarcófago una estructura titánica de metal que, con sus 30 mil toneladas de acero y hormigón, pretende sepultar los residuos del reactor y contener la radiación en una acción sin precedentes en la historia de la humanidad. A día de hoy continúan los trabajos de instalación y contención de la estructura movible de metal más grande del mundo.

A pesar de lo que implican a una escala global las repercusiones ecológicas de lo sucedido en 1986 en Chernóbil y de la inevitabilidad de sus consecuencias para nuestro futuro como especie, poco sabemos hoy de las particularidades del hecho. Voces de Chernóbil recupera el desastre nuclear desde una perspectiva cercana, trasmitiéndonos la magnitud de los daños humanos gracias a la subjetividad de sus testimonios ahí donde los hechos fríos, por su lejanía espacial y temporal, no nos alcanzan.

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