“Mis compuertas no son una metáfora de nada, nada con lo que yo quiera hacer referencia a una barrera psicológica que me abstrae del mundo. Mis compuertas son visibles. En cada una de mis sienes hay una bisagra retráctil”, escribe Cristina Morales en Lectura fácil.
Ciudad de México, 2 de marzo (SinEmbargo).– “Ni amo. Ni Dios. Ni marido. Ni partido. Ni de futbol”, se lee en la portada de Lectura fácil, ganadora del Premio Herralde de Novela.
“Este libro es un campo de batalla: contra el heteropatriarcado monógamo y blanco, contra la retórica institucional y capitalista, contra el activismo que usa los ropajes de «lo alternativo» para apuntalar el statu quo. Pero es también una novela que celebra el cuerpo y la sexualidad, el deseo de y entre las mujeres, la dignidad de quien es señalada con el estigma de la discapacidad y la capacidad transgresora y revolucionaria del lenguaje. Es sobre todo un retrato –visceral, vibrante, combativo y feminista– de la sociedad contemporánea con la ciudad de Barcelona como escenario”, de acuerdo con la reseña que Anagrama comparte en su portal.
Cristina Morales, la autora, es descrita como “una de las voces más potentes, creativas, inconformistas e innovadoras de la literatura española actual”.
Con el permiso de Anagrama, SinEmbargo comparte a sus lectores un fragmento de Lectura fácil.
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A mi aya Paca: Bernarda Alba que desafiaba
a carcajada limpia o con sigilo de guante
blanco la autoridad de parientas, geriatras,
cuidadoras, enfermeras y trabajadoras sociales.
A los pechos adolescentes que a los ochenta
y dos años conservaba Francisca Vázquez Ruiz
(Baza, 1936-Albolote, 2018).
Tengo unas compuertas instaladas en las sienes. Cierran en vertical, como las del metro, y me clausuran la cara. Pueden representarse con las manos, haciendo el cucú de los bebés. ¿Dónde está mami, dónde está mami? ¡Aquíiiiiiii!, y en el aquí las manos se separan y el niño se carcajea. Las compuertas de mis sienes no están hechas de manos sino de un material liso, resistente y transparente rematado en una goma que asegura cierre y apertura amortiguados, y su hermetismo. Así son, en efecto, las compuertas del metro. Aunque se pueda ver perfectamente lo que pasa al otro lado, son lo suficientemente altas y resbaladizas como para que no puedas ni saltarlas ni agacharte para pasar por debajo. De igual modo, cuando mis compuertas se cierran, se me pone en la cara una dura máscara transparente que me permite ver y ser vista y parece que nada se interpone entre el exterior y yo, aunque en realidad la información ha dejado de fluir entre un lado y otro y solo se intercambian los estímulos elementales de la supervivencia. Para sobrepasar las compuertas del metro hay que encaramarse a la máquina que pica los billetes y que sirve a su vez de engranaje y de separación entre una pareja de compuertas y otra. O eso o pagar el billete, claro.
A veces no son una dura máscara transparente, mis compuertas, sino un escaparate a través del cual miro algo que no me puedo comprar o a través del cual yo soy mirada, deseada de comprar por otro. Hablo de estas mis compuertas y no lo hago en un sentido figurado. Estoy intentando a toda costa ser literal, explicar una mecánica. Cuando era pequeña no entendía las letras de las canciones porque estaban cuajadas de eufemismos, de metáforas, de elipsis, en fin, de asquerosa retórica, de asquerosos marcos de significado predeterminados en los que «mujer contra mujer» no quiere decir dos mujeres peleándose sino dos mujeres follando. Qué retorcido, qué subliminal y qué rancio. Si por lo menos dijera «mujer con mujer»... Pero no: tiene que notarse lo menos posible que ahí hay dos tías lamiéndose el coño.
Mis compuertas no son una metáfora de nada, nada con lo que yo quiera hacer referencia a una barrera psicológica que me abstrae del mundo. Mis compuertas son visibles. En cada una de mis sienes hay una bisagra retráctil. Desde las sienes y hasta las quijadas se abren sendas ranuras por la que cada compuerta entra y sale. Cuando están desactivadas se alojan detrás del rostro, ocupando cada una su reversa mitad: media frente, un ojo, medio tabique y un orificio nasales, una mejilla, media boca y medio mentón.
La última vez que se activaron fue durante la clase de danza contemporánea de antesdeayer. La profesora bailó seis o siete gozosos y veloces segundos para ella misma y después marcó la coreografía un poco más lento para nosotras, que debíamos memorizarla y repetirla. Volvió a darle al play y se puso la primera delante del espejo para que la siguiéramos. Para mí es fácil seguirla si va despacio. Ejecuto los movimientos con un segundo o menos de retardo, tiempo que necesito para imitarla de reojo y recordar lo que viene después, pero los ejecuto intensa y redondamente, y eso me satisface y me hace sentir una buena bailarina. Soy una buena bailarina. Pero esta vez la profesora tenía más ganas de bailar que de enseñar a bailar y yo no podía seguirla. Contó cincoseis-siete-ocho y arrancó, melena al viento por ella misma provocado, nombrando por encima de la música y sin detenerse los pasos que iba haciendo. Bisagras retráctiles que se activan, planchas de poliuretano que limpia y silenciosamente se deslizan del reverso de la cara a su anverso y se sellan. Ya no bailo sino que balbuceo de mala gana. Hago unos pasos a medias, me salto otros, imito a las compañeras aventajadas a ver si puedo reengancharme y finalmente me paro mientras las demás bailan, me apoyo en la pared y las miro. Parece que les estoy prestando una gran atención para aprenderme bien la coreografía, pero nada más lejos. No estoy deconstruyendo en series de movimientos el ovillo desmadejado que es la danza, no estoy agarrando el extremo del ovillo para no perderme en el laberinto de direcciones que es la danza. Lo que estoy es jugueteando con el ovillo como una gatita, fijándome en la calidad de los cuerpos y de la ropa de mis compañeras.
Entre las siete u ocho alumnas hay un alumno. Es un hombre pero ante todo es un macho, un demostrador constante de su hombredad en un grupo formado por mujeres. Va vestido con descoloridos colorines, mal afeitado, con el pelo largo y la apelación a la comunidad y a la cultura siempre a punto. O sea, un fascista. Fascista y macho son para mí sinónimos. Baila muy trabajosamente, está hecho de madera. Esto último no es en absoluto censurable, como tampoco deben serlo mis compuertas, de las cuales se percataron todas las mujeres y me dejaron tranquila. Sin embargo, el macho hizo como que no las vio, y cuando terminó la coreografía de la que yo me había salido, se me acercó para indicarme en lo que me había equivocado y se ofreció a corregirme. Además del cuerpo, tiene el cerebro de madera, y esto último sí que es censurable. Sí sí, ya ya, le respondí sin moverme del sitio. Si tienes dudas pregúntame cuando quieras, concluyó sonriente. Madre mía de mi vida, menos mal que las compuertas estaban cerradas y que la machedad llegaba amortiguada por mi total carencia de interés hacia el entorno. Este es un claro ejemplo de cuando las compuertas son un escaparate detrás del cual yo estoy en intocable exposición.
No es que antesdeayer no pudiera seguir la coreografía, es que no quería seguirla, es que no me daba la gana de bailar coordinadamente con siete desconocidas y un macho, no me daba la gana de masturbar los sueños de coreógrafa de la bailarina que ha terminado de profesora en un centro cívico municipal y no me daba la gana de fingir el nivel de una compañía profesional de danza cuando en realidad somos un grupo de nenas en una guardería para adultos, y esto de tener la voluntad de no hacer algo la gente no lo entiende.
No sé si con el totalitarismo de Estado era menos desgraciada, pero joder con el totalitarismo del Mercado, me dice mi prima, que hoy ha sollozado en la asamblea de la PAH al conocer que para tener acceso a una vivienda de alquiler social debe ganar como mínimo 1.025 euros al mes. No llores, Marga, le digo dándole un klínex. Debes consolarte con que ahora el Mercado tiene nombre de mujer: es el totalitarismo del Mercadona, donde las cámaras de vigilancia no están en los pasillos sino sobre las cabezas de los empleados, y gracias a eso podemos mangar el desodorante y las compresas y hasta sacar los condones de sus cajas, que tienen la pegatina que pita, y llevárnoslos en los bolsillos. Le tengo dicho a Margarita que se pase a la copa menstrual para dejar de mangar compresas y tampones, así tiene sitio en el bolso para más cosas, la miel, por ejemplo, o el colacao, tan caro. Ella me dice que la copa menstrual vale treinta euros, que ella no tiene treinta euros y que la copa no está en los supermercados sino en las farmacias, y que en las farmacias es dificilísimo mangar, ahí sí que están las cámaras enfocando al cliente y además las puertas suenan cada vez que alguien sale o entra. Yo intenté mangarle a otra amiga una copa menstrual por su cumpleaños y es verdad que no encontré dónde, ni en El Corte Inglés, y que las farmacias dan reparo. ¿Pero y una farmacia donde el farmacéutico sea muy viejo, que sea de noche y esté de guardia? Tú deberías dejar de mangar los condones y pasarte a la píldora, me dice ella, porque el ratito que echas abriendo los cuarenta plásticos de la caja es muy cantoso. Ni hablar, estar chutada de hormonas, estar sistemáticamente medicalizada con tal de darle al macho el gusto de no sacarla. Yo no sé qué coño tiene la píldora de emancipadora. La recetan los dermatólogos para que a las chicas se les vayan los granos, porque por supuesto el acné juvenil es una enfermedad y no se trata de estar más guapa o menos, no, ni de ser un depósito seminal, tampoco. Se trata de la salud de nuestras adolescentes, que no me entero. No se puede ser promiscua sin condones, Marga, nada más que por las enfermedades de transmisión sexual, nada más que por eso. Ah, eso sí son enfermedades, ¿no?, responde ella. ¿Ah, no?, respondo yo. Pero si el sida no existe, Nati, qué dices. Ni el uno por ciento de la población. Más suicidios hay al año en España que diagnósticos de sida. Pero es que yo no follo con españoles, Marga, porque son todos unos fascistas. Joder, Nati, eres más reaccionaria que el copón bendito. Y tú eres una jipi, a ver si te cortas ya esas greñas.
En otra clase de danza de la Guardería para Adultos Barceloneta (GUAPABA), otra profesora de contemporáneo nos dijo que nos quitáramos los calcetines. Íbamos a hacer unas piruetas y quería asegurarse de que no nos resbalábamos. Todo el mundo se quitó los calcetines menos yo, que tenía una ampolla en proceso de curación en el dedo gordo del pie derecho. La profesora repitió la disimulada orden. Era disimulada por dos motivos: primero, porque no dijo «Quitaos los calcetines» sino «Nos quitamos los calcetines», es decir, que no dio la orden sino que enunció su resultado, ahorrándose la impopular pronunciación del verbo en imperativo. Y segundo, era disimulada porque no se dirigió a la otredad que en toda clase, sea de danza o de derecho administrativo, constituimos las alumnas con respecto a la profesora. Ella dijo «Nos quitamos los calcetines» y no «Os quitáis los calcetines», incluyéndose a sí misma en la otredad y con ello eliminándola, creando un falaz «nosotras» en que profesora y alumnas se confunden.
Repitió la disimulada orden redisimulándola: yo era la única persona con calcetines en la sala y, sin embargo, en lugar de decir «Te quitas los calcetines» repitió el plural «Nos quitamos los calcetines». O sea, que además de disimular el imperativo y el vosotros, disimulaba el hecho de que una única y singular alumna la hubiera desobedecido. Si hubieran sido varias las personas con calcetines, la profesora habría comprendido que alguna causa, por minoritaria que fuera, las movía motivadamente a actuar de un modo distinto y habría tolerado la diferencia. Una causa minoritaria de insumisión puede llegar a ser respetable. Una causa individual, no. Todo el mundo miró los desnudos pies de los otros. Soy miope y para bailar me tengo que quitar las gafas, por eso no puedo afirmar a ciencia cierta que todas las miradas se concentraran en mis pies vestidos. Por suerte, las compuertas están graduadas, 2,25 dioptrías en la plancha derecha y 3,10 en la izquierda, preparadas para la nítida observación del fascismo contra el cual me pertrechan.
Tras las dos disimuladas órdenes fallidas, la profesora sueca Tina Johanes llegó a la conclusión de que yo, aparte de miope, debía de ser sorda o no hispanoparlante. Movida por esa humana comprensión, le dio al play y, mientras los alumnos practicábamos la pirueta marcada, se acercó a mí, interrumpió mi torpe giro y me habló, ahora sí, en la persona verbal adecuada.
–¿Estás bien?
–¿Yo?
–¿Entiendes el español?
–Sí sí.
–Es que no te has quitado los calcetines.
–Es que tengo una herida en el pie.
–Ah valevalevale –dijo dando un paso atrás y mostrando las palmas de las manos en señal de disculpa, de evitación de conflicto, de no tenencia de armas dentro de la malla elástica.
Ya ni pirueta ni nada. Ya, constatación ininterrumpida del lugar en el que me encuentro, de quiénes son los demás, de quién es Tina Johanes y de quién soy yo. A la mierda el espejismo de estar aprendiendo a bailar. A la mierda los cuatro euros la hora en que se me quedan las clases con el descuento para parados. Cuatro euros que podría haberme gastado en ir y volver en tren de la sala de ensayo de la Universidad Autónoma, donde bailo sola, mambo, desnuda, mal. Cuatro euros que me podía estar gastando en cuatro birras en la terraza de un chino, cuatro euros que inaugurarían una fiesta o que me lanzarían mortalmente en la cama sin espacio para pensar en la muerte. Estoy en la Guardería para Adultos Barceloneta (GUAPABA). Los demás son votantes de Podemos o de la CUP. Tina Johanes es una figura de autoridad. Yo soy bastardista pero de pasado bovarístico, y por esa mierda de herencia todavía pienso en la muerte, y por eso estoy muerta por adelantado.
¿No puedes saltar las compuertas de la estación de tren para ir a la Autónoma? Es muy arriesgado, el viaje es largo y estar pendiente del revisor del que huir durante doce paradas me revienta los nervios, que se me arremolinan en el estómago y me entran ganas de cagar, y son doce las paradas que me paso aplacando los retortijones. Empiezo a tirarme pedos silenciosos, apretando el culo para que no suenen, haciendo equilibrios sobre los isquiones en el asiento, avergonzándome del olor. Alguna vez he llegado a la Autónoma con las bragas cagadas. Después de soltar un poquito de caca ya puedes aguantar mejor, pero siguen quedándote seis paradas con el lametoncito de mierda en el culo. ¿No hay lavabos en el tren? No, en los ferrocarriles de corta distancia de la Generalitat no hay lavabos. Hay que subirse en el tren meada, cagada y follada. En los trenes gestionados directamente por la Renfe y el Ministerio del Interior sí que hay lavabos. Entre Cádiz y Jerez, que están a la misma distancia que separa Barcelona y la Universidad Autónoma, puedes echar un polvo. Concluyamos, pues, que la ausencia de baños en los trenes es una medida represora más, y que en lo que a baños y a trenes se refiere la Generalitat es más totalitaria que el Estado español.
Dímelo, Angelita, te estoy leyendo el pensamiento y estoy deseando oírlo: Tina Johanes te estaba pidiendo que te quitaras los calcetines por tu bien (Angelita no dijo Tina Johanes, dijo «la maestra»). Para que no te resbalaras. Para que no te cayeras y te hicieras daño. Para que bailaras mejor. Lo mismo que el chico de la otra clase cuando tú te saliste de la coreografía (no dijo coreografía, dijo «baile»). Eres una exagerada. Eres incapaz de toda empatía (no lo dijo así, dijo: «No sabes ponerte en el lugar del otro y eres una egoísta»). Has pagado por unas clases de danza, o sea, has pagado por recibir órdenes (tampoco lo dijo así, dijo: «Te has apuntado a unas clases de baile y de qué sirve apuntarse a unas clases de baile si no quieres aprender los pasos de baile»). Estás (esto sí lo dijo tal cual) en misa y repicando, Nati, y encima eres un poco españolista. ¡Ahí quería yo llegar, Angelita! ¡Ese era el traje con el que me quería ir de marcha esta noche! ¡Gracias, gracias, gracias! (A eso ya me responde ofendida porque la llamo por su nombre original en español y no por su neobautismo catalán –Àngels–, y encima por usar el diminutivo.) Se te perdona el reaccionarismo, Nati, porque eres medio guapa (que en realidad fue: «Te portas como una niñata y nadie te dice nada porque eres mona»). Si fueras medio fea o rotundamente fea te tratarían de resentida y serías una apestada (o sea: «Si fueras fea o vieja o estuvieras gorda les darías lástima y no te harían ni caso»). Te equivocas, le respondí yo. Te equivocas muchísimo. Una medio guapa, y ya no te digo una guapa o una tía buena, no tiene derecho a la radicalidad. ¿Por qué se queja con lo guapa que es? ¿Cómo es posible que, siendo guapa, no esté feliz de la vida? ¿Cómo es posible que, siendo guapa, suelte esos sapos y culebras por la boca, con lo feo que está eso en una mujer que no es fea? ¿Cómo se atreve a afearme un piropo o un chiflido si lo que estoy es halagando a la muy puta? La otra versión censora contra la radicalidad de las guapas se parece a la que tú misma acabas de enunciar: critican porque son guapas, se atreven porque son guapas y al ser guapas, al constituir un bonito embalaje para la contestación, su crítica llega y es escuchada. ¡Pero cuidado, que eso es una mierda como la que llevamos tú y yo encima ahora mismo, Angelita! Eso se lo aplican las jipis que se ponen florecillas en el pelo, que tienen medidas de top model, que no pasan de los veinticinco años, que enseñan las tetas en el Congreso y en el Vaticano y que más que Femen deberían llamarse Semen, de las poluciones que provocan en sus patriarcales objetivos.
Me encanta entonarme con Ángela porque apenas se nos nota por fuera pero por dentro vamos a mil, estamos superlocuaces, a ella se le acentúa la tartamudez y marginamos al resto de la escasa reunión, casi siempre integrada por las mismas personas: la propia Ángela, Marga y yo. A veces se suma mi medio hermana Patricia con alguna amiga suya, que son chicas Semen, o con algún amigo suyo, que no sé si son machos porque ni son españoles ni he hablado con ellos más de quince minutos porque lo que sí que son es bohemios, y eso es todavía más inaguantable que las Semen, sus naturales compañeras reivindicativas. Pero la única vez que mi medio hermana ha enseñado en público sus tetas diminutas, pezones como yemas de huevo adheridos a los lisos pectorales, fue en la taquilla de un espectáculo de pornoterrorismo a petición de la taquillera, que le dijo que si se las enseñaba entraba gratis.