Alberto Barrera: “En mi novela hay un Alto Mando y los ciudadanos son víctimas”

26/01/2019 - 12:04 am

Un joven trata de descubrir las razones detrás del enigmático suicidio de su madre. Las claves parecen hallarse en el club de lectura que ella tenía con otras mujeres, en donde un libro de autoayuda, aparentemente inocuo, las acercó a un oscuro pasatiempo: matar. La nueva novela del escritor venezolano, Premio Herralde con La enfermedad, revela un cambio de paradigmas, destinado a captar y comprender los tiempos que corren. No pudo olvidarse de su país de origen y Venezuela está latente.

Ciudad de México, 26 de enero (SinEmbargo).- Entrevistamos al autor de Mujeres que matan (Literatura Random House) un día antes de que Venezuela entrara en crisis con un Golpe de Estado al gobierno de Nicolás Maduro.

Alberto Barrera (1960), Premio Novela Herralde por La enfermedad, a pesar de que vive en México no pudo salirse de su doliente Venezuela y aquí habla de ella.

La novela, un tanto distópica, un tanto policial, puso al autor en un nuevo paradigma. ¿Feminismo o masculinidad? Ninguno de esos dos conceptos alcanzan para definir al estado de las cosas en el mundo.

Barrera fue sensible no sólo por las dos hijas que tiene, sino también por explorar en sí mismo y en su entorno con cada novela que escribe. Eso sí, ahora está lejos de las telenovelas, donde existía el príncipe azul y todas las mujeres querían con él.

–¿Es una novela policial?

–(risas) No lo sé. Es una novela sobre Venezuela, que también busca indagar sobre el mundo femenino, que maneja algunos códigos de la novela policial, pero en realidad no todos los códigos. Hay alguien que investiga una muerte, la de su madre, pero no sigue la ruta de cómo tendría que ser una novela policial.

–Es interesante cómo se muestra el narrador, cuando se pregunta qué sentirán las mujeres cuando escribe que son atractivas.

–Yo quise ponerlo más o menos temprano, porque también yo mismo me lo planteaba. Quien está narrando es un hombre, siempre ha parecido que la mujer tiene una especie de ojo, esta cosa que tenemos los hombres que miramos a las mujeres como animales, ¿gusta? ¿no gusta?, ¿cómo se siente una mujer? Aunque creo percibir que la mujer siente cómo la está mirando el hombre, como si la mirada del hombre sea algo mas físico.

–También es cierto que plantearte como narrador es cuestionarte, ahora se cuestiona tu lugar.

–Sí, es cierto eso. En mi narrativa no había personajes femeninos. Cuando empecé me dije que era algo en lo que me interesa indagar, como hombre. ¿Por qué los hombres son atractivos o no? No es algo que esté en mi pensamiento. En cambio la idea de cómo miramos una mujer es algo enigmático. Tengo a dos hijas, así que eso me ha enseñado muchísimo. Esta cosa invasiva que tenemos los hombres en el mundo de la mujer, esta cosa donde a veces siento cómo decir las palabras…ojo, he terminado de escribir y no sé si sé más que antes.

–Nuestras hermanas o nuestras hijas nos harán feministas sí o sí.

–Sí, claro.

–¿Hablas del Alto Mando de Venezuela?

–La situación en Venezuela es muy compleja. Creo que hay muchas oposiciones, creo que lo que dicen los medios en general es y no es Venezuela; yo llegué el domingo de Caracas…creo como tú que Maduro no es de izquierda, ha creado un poder militar que es el que controla el país y creo que hay distintas oposiciones, más allá de la derecha, que es lo que está pasando en todo el continente. Tampoco soy tan duro con la oposición, ha cometido muchos errores y ante los errores de liderazgo porque es muy difícil ser oposición en Venezuela, porque le quitaron todos los subsidios a los partidos políticos, los tienen perseguidos; hay por otra parte otro tipo de oposición, que so organizaciones civiles, que no tienen espacio en el Estado.

–En este caso es la oposición del pueblo.

–Sí, pero si no hay una unión estratégica, no habrá salida. En la novela hay un Alto Mando y los ciudadanos son víctimas, no hay articulada una oposición. Ahora vivimos un proceso raro que habrá que ver adónde va. Es muy compleja la realidad, es un proceso como único. Todo esto ha degenerado con un gobierno militar, con una retórica de izquierda. Hay una narrativa que todavía funciona en nuestro continente.

Nicolás Maduro es un dictador. Por supuesto que no es Augusto Pinochet ni Jorge Videla. Foto: FIL en Guadalajara

–¿Qué dirías de Nicolás Maduro?

–Nicolás Maduro es un dictador. Por supuesto que no es Augusto Pinochet ni Jorge Videla. No es un dictador con nuestras referencias, pero sí es alguien que se ha apropiado del poder y no está dispuesto a soltarlo bajo ningún pretexto. Cree además que darle el poder a alguien que no es de chavismo es un acto de traición. Curiosamente Maduro le ha entregado más poder a los militares que el propio Hugo Chávez. Todo el proceso desde el 2015 hasta acá, en contra de las libertades democráticas ha sido impresionante.

–Para los latinoamericanos es un problema. Dicen que Nicolás Maduro le quita la comida a la gente, pero no dicen que Mauricio Macri también le quita el alimento a los argentinos.

–Sí, es cierto. ¿Qué hacer con ese lenguaje de izquierda y de derecha? Creo que ahí entra el otro problema latinoamericano que es el anti-imperialismo. Estoy en contra de los Estados Unidos, pero también de Nicolás Maduro. Yo no dudo cuál ha sido la política norteamericana respecto a América Latina, con un personaje como Donald Trump: peor, pero eso no puede ser que yo haga validar a un gobierno como el de Nicolás Maduro. ¿En qué se parecen Bolsonaro, Duque, Maduro, Macri? ¿Qué los acerca o no, más allá de las retóricas?

–Habían dicho que las ideologías ya no iban a tener valor.

–¿Cuál es la izquierda en América Latina, por ejemplo? ¿El gobierno venezolano es de izquierda? ¿Qué es la izquierda? Durante casi 10 años hubo una bonanza petrolera en Venezuela, 1000 millones de dólares entraron y en ese tiempo el imperialismo estaba dormido, nunca existió. Esta idea de que afuera hay una conspiración, me hace pensar también porque nunca se investigó qué pasó con esa bonanza petrolera y todas las denuncias de corrupción que hay. Hay ayuda humanitaria desde hace dos años y el gobierno se había negado a aceptarla, desconfío muchísimo del relato antiimperialista de mi país en estas circunstancias. El argumento de la guerra económica funcionó para no trabajar sobre la realidad de lo que vive la gente.

–¿Qué son las mujeres que matan?

–Me problematiza eso, en el fondo es inquietante. Voy narrando y no tenía nada claro. No soy así. No tengo un plan. Escribo a tientas. Tengo claro el comienzo y quería indagar en lo femenino. Quería trabajar el universo femenino, al principio quería escribirla yo en México, no sentirme tan atado a la cosa venezolana, pero no pude. Empecé a trabajar desde allí, había en Venezuela muchos clubes de lectura que se habían formado como burbujas de la realidad hostil. Surgió el libro de autoayuda, que siempre me han parecido cosas espeluznantes. Cuando la novela empieza a avanzar sobre estos elementos y sobre la violencia, llego a una gran pregunta para el lector pero también sobre mí, que corresponde al hecho de matar. Ese es el límite en la naturaleza humana. Cuando cruzas eso en sociedades impunes, ¿qué pasa?

–Ese límite marca una frontera muy lábil en nuestro cerebro.

–Sí. Ese límite en qué momento se dispara, ¿cuándo se dispara? Las mujeres son vulnerables o se refugian en una burbuja en la lectura, frente a una realidad hostil, ¿en qué momento corren la frontera para hacer algo que es posible y que además les gusta?

Lee un capítulo de la novela de Barrera. Foto: Especial

Fragmento de Mujeres que matan, de Alberto Barrera, con autorización de Literatura Random House

(Unas palabras en el agua)

Estaba desnuda, boca arriba. Tenía los ojos abiertos. Sin brillo. Como dos piedras en un vaso de agua. Cuando la encontraron, llevaba más de ocho horas hundida en la tina del baño.

Las mujeres son distintas en todo. Incluso a la hora de morir.

Las cosas ocurrieron más o menos así: la empleada de la limpieza se encontraba pasando la aspiradora en el pasillo. De pronto, sintió el suelo sorpresivamente blando, húmedo. Con la punta de su zapato hizo presión y la alfombra sudó agua. Eran las siete de la mañana. Ella apenas comenzaba su turno. Afuera ya había ruido de bocinas, un barullo de fondo, inquietante. Tal vez, nuevamente, había gente improvisando barricadas y trancando las calles.

Entró a la habitación 701 y, de inmediato, sintió que se le mojaban los pies, el piso estaba empapado. Sin pensarlo demasiado cruzó hacia el baño, sus pasos produjeron un sonido hueco, plástico; se detuvo en el dintel de la puerta. Vio la bañera: una mano de mujer se alzaba con descuido sobre el borde de cerámica. Casi parecía un saludo flotando en el aire. Sólo necesitó dar un paso más para descubrir el cuerpo desnudo, suspendido en medio del líquido. La llave había quedado abierta y el agua se desbordada lentamente. La empleada hubiera preferido no ver nada. Pero lo vio todo.

Los ojos abiertos bajo el agua. Como dos piedras.

Y entonces gritó. Y salió corriendo. Y volvió a gritar. Una, dos, tres, cuatro veces. Su alarido se estiró hasta llegar a la recepción del hotel.

Magaly Jiménez se había registrado el día anterior. Llegó a media tarde, no traía valija. Hizo la reserva por una sola noche y pidió una habitación en un piso alto. En el formulario de ingreso dejó en blanco la información sobre su estado civil y su dirección particular. Sólo anotó su nombre, el número de su documento de identidad y un teléfono que, a la postre, resultó ser el celular de una amiga. Pagó con tarjeta de crédito y subió a la habitación a las cinco de la tarde. No salió nunca del cuarto 701. A las ocho de la noche llamó al servicio a las habitaciones y pidió hielo. Le consultaron si deseaba otra cosa, algo de beber, tal vez algo de comer; le indicaron que el menú se encontraba en un carpeta debajo del televisor, en el mueble que estaba empotrado en la pared frente a la cama. Ella dijo que no a todo. Muchas gracias. El empleado que le llevó la cubeta con hielos le comentó a la policía que la huésped abrió la puerta rápidamente. Que parecía tranquila aunque también podría haber estado un poco nerviosa. Que sus movimientos le parecieron bruscos, aunque no demasiado. Que tal vez evitó mirarlo a los ojos, pero tampoco estaba muy seguro. Es muy difícil hablar de personas que uno no conoce. Sonreía con amabilidad pero a la vez daba la impresión de estar apurada. En su rápido tránsito para colocar el recipiente con hielos sobre la mesa que estaba junto a la ventana, logró ver una botella de vodka y dos latas de agua tónica. Estaban en la mesa de noche. Lo recordaba con mucha claridad porque eran objetos diferentes, distintos, no formaban parte del rutinario paisaje de cada habitación. Por eso se fijó en ellos. Magaly Jiménez vestía el mismo pantalón y la misma blusa con la que llegó al hotel. Muchas gracias, repitió, y le dio una generosa propina. Tanto el empleado como las recepcionistas pensaron, en algún momento, que era una mujer casada que había venido a encontrarse clandestinamente con su amante.

Nadie, sin embargo, se presentó a buscarla. Magaly Jiménez no usó el teléfono de la habitación. Tampoco utilizó su celular para comunicarse con alguna otra persona. Sólo se desnudó y bebió vodka con agua tónica. Ingirió también siete u ocho ansiolíticos en píldoras de un miligramo. Llenó la tina con agua tibia. Y se dejó ir. Se deslizó hacia el fondo de su vida, medio borracha, cada vez más soñolienta, anotando erráticamente algunas frases de despedida en la hoja de un cuaderno, mientras el sueño la iba venciendo, mientras se ahogaba y se dormía al mismo tiempo.

Las mujeres son distintas en todo. Incluso a la hora de matar.

La policía sacó el cuerpo y lo colocó sobre las losas del baño. La piel de la mujer estaba arrugada y tenía un tono ligeramente azul. Sus pezones, sin embargo, estaban aún rosados, tiesos, como si estuvieran despiertos, como si tuvieran frío. Uno de los oficiales lo notó y le dio un codazo a un compañero, estiró disimuladamente sus labios señalando el cadáver, murmuró algo a su oído y luego ambos sonrieron.

Tenía cincuenta y dos años y todavía era una mujer atractiva.

¿Por qué todavía? ¿Qué énfasis da ese adverbio? ¿Es una manera de decir que, a pesar de tener cincuenta y dos años, Magaly Jiménez aún podía ser una mujer hermosa, deseable? ¿Es una forma de señalar que, después de su juventud, una mujer sólo puede ser atractiva si logra ocultar su edad? ¿Qué hace que una mujer se sienta o no se sienta atractiva? ¿Quién define eso? ¿Ella misma? ¿Las otras mujeres? ¿Los hombres?

Una mujer camina por la calle y, a su paso, los hombres la observan. Algunos lo hacen con cierto recato, tratando de camuflar su curiosidad, su interés; otros no disfrazan nada: la miran sin ocultar su ansia. Ella se da cuenta. Siente esas miradas. Siente el peso del deseo de los otros sobre su cuerpo. ¿Así puede medir su grado de atracción? ¿Lo disfruta? ¿Disfruta que le observen el culo con lascivia? ¿No lo disfruta pero le parece saludable, se siente valorada?

Las miradas de los hombres casi lamen su cuerpo, sus movimientos.

¿Eso le gusta más que su propia mirada frente al espejo? ¿Le importa más?

¿Cómo se sentía Magaly Jiménez respecto a ella misma, a su cuerpo, a su figura? ¿Se sentía atractiva? ¿Se sentía todavía atractiva?

Tenía cincuenta y dos años, era delgada, sin llegar a ser una mujer atlética, tenía buena figura, los músculos firmes. El análisis policial no se detuvo demasiado en los detalles y el cadáver fue trasladado rápidamente a la morgue. Las diferentes evidencias, más el examen preliminar del forense, no permitían que se colara alguna otra hipótesis. Magaly Jiménez se había quitado la vida. Se trataba de un suicidio bien pensado, planificado y ejecutado con calma y precisión. El coctel de vodka con los ansiolíticos había sido muy eficaz. En la hoja de un cuaderno escolar, nuevo, probablemente comprado para la ocasión, Magaly había escrito unas breves líneas, destinadas a su único hijo. Fue sencillo deducir que la primera carta había sido escrita antes de meterse en la tina. Los otros dos mensajes que escribió después ya estaban manchados por el agua y por los efectos del alcohol y de las píldoras.

Una evaluación grafológica estableció lo obvio: que la letra era de la misma persona y que gradualmente iba registrando el proceso de intoxicación etílica y química de la difunta. Lo más probable era que el último mensaje hubiera sido escrito ya muy cerca del momento de su muerte, eso explicaría la debilidad de la letras y las gotas de agua que hacían casi ilegible esa línea.

Esta podría ser una posible reconstrucción de lo sucedido:

Magaly entró al baño, aún estaba vestida, tenía un vaso con vodka y agua tónica en la mano. Ya era de noche. Desde la habitación llegaba el lejano sonido del televisor. Era un avance del noticiero, transmitían unas declaraciones de un general diciendo que todo estaba en orden. Sin embargo, en la calle, bastante cerca del hotel, a veces sonaban algunos disparos. Toda la tarde había transcurrido así. Siempre era igual. Llevaban tanto tiempo así. La policía detenía gente todos los días. Magaly apagó la luz del baño y siguió mirándose a oscuras en el espejo. El país sólo fue un rumor lejano, encendido en la televisión, encendido en los disparos dispersos que venían de la calle. Un rumor que estaba más allá del vodka.

Tal vez pensó en Sebastián. Quizás de nuevo agradeció que estuviera afuera, tan lejos. Era una rara combinación de tristeza y de alivio. Vivir en esa ciudad era jugar a la ruleta rusa. En cualquier momento te podía tocar una bala. Hacía tres años, ella misma había promovido que su hijo se fuera a estudiar un postgrado en Estados Unidos. Sebastián no estaba demasiado convencido, no quería dejar a sus padres solos, no deseaba abandonar la ciudad, y estaba comenzando a salir con una muchacha que le gustaba mucho, que lo tenía muy entusiasmado. Ninguna de las tres razones, sin embargo, duraron demasiado. La muchacha regresó con un novio anterior y Magaly consiguió para él una maestría en econometría en la universidad de Los Ángeles. Así logró expulsar a su hijo del país. Cada vez que veía las manifestaciones y el humo de las bombas sentía una aguda presión en el pecho. Saber que Sebastián estaba lejos le producía dolor pero también alivio. Sentía impotencia, culpa, rabia, pero al mismo tiempo también sentía una áspera tranquilidad.

Se desnudó poco a poco frente al espejo. Lentamente. Primero se sacó los zapatos. Lo hizo con los pies, sin dejar de mirar su reflejo en el cristal. Luego se quitó el pantalón, se desabotonó la blusa, la colocó sobre la tapa del retrete…

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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