Armando Alanís, el escritor de lo breve o el maestro de la microficción

20/10/2018 - 12:03 am

Armando Alanís Canales (Saltillo, 1956) es un escritor que inició como novelista y las circunstancias lo fueron cercando hasta publicar en Sirenas urbanas (Hormiga Iracunda, 2018), su último libro, un texto en blanco, sin título, sólo con el número de página para ser distinguido en el índice con el número 88.

Ciudad de México, 20 de octubre (SinEmbargo).- “El escritor quiere escribir su mentira y escribe su verdad”, expresó Ramón Gómez de la Serna. El autor español definió a esta brevedad como greguería, que no es otra cosa que un aforismo que invita al lector a reflexionar o a reírse del ingenio del creador.

En México vivió gran parte de su vida el guatemalteco Augusto Monterroso quien destacó por la contundencia de su escritura, para muestra, “Fecundidad”, que reza así: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.

La diferencia entre greguería y el minicuento es, quizá, que la primera carece de título, es un pensamiento suelto e ingenioso lanzado al lector para que lo descubra; mientras que los cuentos y las fábulas del segundo llevan un título que forma parte del juego de palabras que debe completar el lector. Dice Hugo Hiriart que el aforismo y la máxima son destilados del ensayo, por ello Friedrich Nietzsche se vanagloriaba diciendo: “Digo más en un aforismo que otros en libros enteros”, lo cual es una invitación a admirar las pequeñas obras que no desmerecen nada ante los grandes tomos de la Literatura Universal.

Armando Alanís Canales (Saltillo, 1956) es un escritor que inició como novelista y las circunstancias lo fueron cercando hasta publicar en Sirenas urbanas (Hormiga Iracunda, 2018), su último libro, un texto en blanco, sin título, sólo con el número de página para ser distinguido en el índice con el número 88. Lleva más de diez años como profesor en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en la licenciatura de Creación Literaria. Estudió Comunicación Social, dirigió una revista que se llamó Eureka en su natal Saltillo, imparte cursos y talleres de narrativa y se vale de las redes sociales como un medio “literario” para promover su obra. Tuvimos la oportunidad de platicar con él y descubrimos lo que opina de la minificción. Tres. Dos. Uno.

–¿Qué te llevó a la escritura?

–La lectura y mi forma de ser. Yo era un soñador cuando niño, me la pasaba inventando historias que no escribía. Me acuerdo de una novela policiaca que escribí, era de 32 páginas porque los cómics tenían esa extensión y yo pensaba que así debían ser. Luego, un día que mi papá y yo estábamos enfermos, escribí un primer capítulo de una novela para que se la pasara bien. Yo me divertí escribiéndola y él leyéndola. Más tarde entré al Tecnológico de Monterrey a estudiar la carrera de Ingeniero Bioquímico, pero de esa carrera las dos materias que menos me gustaban eran biología y química, es decir, las más importantes. En lugar de entrar a clases me metía a la biblioteca a leer literatura y filosofía. El primer libro que llamó mi atención en la biblioteca fue El elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam, porque no entendía cómo un filósofo elogiaba a la locura. Después me encontré con La muerte tiene permiso, de Edmundo Valadés y el título llamó mi atención, así que lo empecé a leer sin saber que algunos años después iba a conocer al autor de aquel libro e iba a publicar mi primer cuento en la revista El cuento. No fue sino hasta que leí El llano en llamas, de Juan Rulfo, que me dije: “Si él escribe cuentos tan buenos a lo mejor también lo puedo hacer yo”, desde entonces empecé a escribir. El cuento me llamó al cuento.

–Tu novela Las lágrimas del Centauro se desarrolla en un ambiente rural

–Hice mucha investigación de campo, estuve en Chihuahua recorriendo los lugares por donde anduvo Pancho Villa. Pensé que nunca escribiría una novela histórica, me parecía muy difícil ubicarme en una época que no me tocó vivir, pero un día me pregunté qué personaje de la historia de México me gustaría ser y de inmediato me contesté: “Pancho Villa”. Aún me sigo preguntando por qué lo elegí a él, supongo que fue la identificación regionalista, me interesaba ese personaje más que cualquier otro. Al momento de escribir sabía más o menos lo que sabe cualquier mexicano sobre el Centauro. Empecé a documentarme, leí la biografía de Friedrich Katz y la de Paco Ignacio Taibo II. Leí varios libros sobre la Revolución, releí las novelas de la época, volví a ver viejas películas y así empecé a escribir los primeros capítulos. Después me detuve, sentí que no podía continuar si no visitaba los lugares por donde anduvo Villa. Gracias a una amiga poeta me contacté con Enrique Servín para que me orientara sobre la gente que pudiera saber algo de él, corrí con la suerte de que estaba en el lugar Rubén Osorio. Lo llamé, me invitó a su casa y me llevó por todos los lugares que recorrió Doroteo Arango. Actualmente conozco a treinta nietos del General Villa y con algunos de ellos llevo muy buena amistad. A través de ellos he aprendido cosas que no están los libros, para eso sirve una novela como la mía, para rescatar eso que no está documentado todavía. Me interesó el personaje de carne y hueso, no sólo el héroe, sino el ser humano.

–¿Tienes algún problema con tu homónimo, el poeta Armando Alanís Pulido, de Monterrey?

–Ya lo tomamos con humor. Somos amigos, nos llevamos muy bien. Nos confunden todo el tiempo. Él puso su segundo apellido para que hubiera alguna diferenciación, pero la gente se aprende tu nombre, quizá tú primer apellido, pero ya es mucho pedirle que se aprenda el segundo. En el 2009 ambos fuimos jurados en un concurso de minificción que se llamó “Dos que se llaman igual: El otro, yo es otro, para ser he de ser otro” y lo promovió Ficticia.

–¿Tu principal maestro ha sido Juan José Arreola?

–He tenido varios maestros, lo que sucede es que a él lo conocí y haber conversado con él toda una tarde valió como haber estudiado una maestría. Me acompañó Susana, mi esposa, y lo primero que nos dijo Arreola fue: “Llegan ustedes demasiado tarde a mi vida”. Se sentía viejo, cansado, le dolían los huesos. Susana le dijo que se veía muy joven y guapo, esa fue la clave para reconfortarlo —porque era muy vanidoso— y platicó con nosotros toda la tarde, aún recuerdo sus gestos, sus ademanes, todo. Y desde luego siempre regreso a su lectura.

El reto en estos libros fue la brevedad extrema. Foto: Especial

Edmundo Valadés también fue mi maestro, aunque no estuve nunca en uno de sus talleres, pero sí lo traté muy bien, le aprendí mucho, me impulsó para que siguiera escribiendo. Coincidimos en encuentros de escritores y decía dos cosas del cuento: un cuento se lee de una sentada y no se olvida jamás, y la otra era que un buen cuento encuentra siempre sus lectores.

Otro de mis maestros es mi paisano Julio Torri, iniciador de la minificción en México, es el primero que publica un libro de esta índole bajo el título de Ensayos y poemas (1917). Lo conocí literariamente hasta que un amigo en España, también de Coahuila, me dijo que era mejor Torri que Manuel Acuña. Leí De fusilamientos y otras narraciones, conseguí la obra completa, conocí al especialista más importante de su obra, Serge I. Zaitzeff, quien prácticamente dedicó toda su vida a investigarlo, editarlo y prologarlo. Augusto Monterroso es importante aunque no he intentado escribir fábula para no ser un simple imitador. Pero sí tengo minificciones de animales.

–¿Qué te lleva a la brevedad literaria?

–Desde mis principios como lector cuando nadie me orientaba. Había antologías de frases célebres. Un libro muy conocido se llamaba El gran libro de las citas y las frases célebres y me llevó a otros que eran básicamente de aforismos: Óscar Wilde, Nietzsche, Kant, Víctor Hugo, Cervantes. Entonces en un cuaderno empecé a escribir algunos propios. En Saltillo colaboré en un periódico y me daban una página completa en el suplemento de los domingos donde yo podía escribir de lo que quisiera, pero un día decidieron que ya no sólo iba a ser cultural, iban a meter crónicas, reportajes, política, sociedad y que para la cultura quedaría muy poco espacio, entonces necesitaba mandarles textos breves. Fue ahí donde comencé a escribir cuentos cortos, todavía no se usaba la palabra minificción. Edmundo Valadés escribió un ensayo que se llama “Ronda por el cuento brevísimo” y utiliza por primera vez en México (hasta donde yo he podido rastrear) el término. Todo esto me orilló a la brevedad.

–¿Consideras que la minificción te lleva a la macroficción?

–Muchas veces las minificciones sugieren una historia y esa historia la completa el lector con su propia imaginación. En algunos casos la minificción te presenta únicamente el final, tú tienes que imaginarte el principio y el desarrollo.

–¿“Chon” pertenece a algún juego cibernético?

–Es un personaje para Facebook, lo imaginé exclusivamente para esa página. Es una especie de filósofo de cantina que se la pasa diciendo verdades a sus amigos mientras se toma unas cuentas cervezas o unos tequilas. Son minificciones pero en forma de diálogo. O Chon dice algo, o bien, alguno de sus amigos hace un comentario y él contesta con una breve reflexión. No lo he decidido todavía, pero quizá algún día pase algunas de las cosas que ha dicho a un libro que podría llamarse así, Chon.

–¿Qué es necesario para crear una buena minificción con pocas palabras?

–Para la minificción es elemental el uso del lenguaje, lo mismo si utilizas un lenguaje coloquial (es más difícil de lo que parece) o un lenguaje más refinado, por llamarle de alguna manera. En la minificción una palabra de más o un adjetivo que sobre, echa a perder el golpe del nocaut, tiene que ser en el primer round y, si es posible, con el primer upper.

–¿Escribir breve también debe incluir ingenio?

–El ingenio es uno de los ingredientes de la minificción, aunque hay que procurar ir más allá de la mera frase ingeniosa e inquietar al lector, moverle el tapete y hacerlo reflexionar sobre algún aspecto de la condición humana, pero eso no siempre se logra.

–¿Podrías decir algo de tus últimas brevedades, Coitus interruptus y Sirenas urbanas?

–El reto en estos libros fue la brevedad extrema. Porque en Fosa común había algunos textos que ocupaban toda la página, otros incluso la sobrepasaban, así que en estos busqué la brevedad extrema: no hay ningún texto que sobrepase la media página, son microrrelatos de unas cuantas líneas. Ambos libros, así como Narciso, el masoquista, nacieron en Facebook o Twitter, eran publicaciones que hice, las reuní, las trabajé y éste es el resultado.

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