Antonio María Calera-Grobet
06/10/2018 - 12:00 am
Los servidores
Habría que verlo ahí, a la espera de la apertura, con la paciencia de un pescador pero también ansioso por llevar las viandas y las vituallas con las familias felices. Paciente pero impaciente, quiero decir, porque se trata también de un guerrero dispuesto a dejarlo todo en la batalla: sangre, sudor, lágrimas, toda una gesta que podrá ser comprobable en el batidillo de sus telas al final de la jornada. Entonces digo que también con ansia de batirse, de barrerse en el terreno de juego. Habría que verlo ahí parado, impecable, en el rellano. Ya no aguanta más. Es un tipo seguro. Se sabe la cara visible del emporio. No sólo es el cancerbero de sus sabidurías, sino el gran escribano de su historia, al que le toca escribir con sus lomos todo el diario de fatigas del establecimiento. No es sólo un monosabio, está seguro de ello, un peón de brega, o sólo un jefe de cuadrillas, tampoco un mozo de espadas de los toreros. Es más que un cuidador. Un velador, un celador, de los toreros, sus hermanos mayores, sus pares mejores, los empresarios restauranteros que se hayan, claro está, acompañados de puras Ritas Hayworth en los gabinetes, disfrutando las mieles del poder: fumando el mejor tabaco, emborrachándose con los mejores vinos, engrosando sus arcas. Y ahí de nuevo él, justo donde debe estar, solicito y limpio, impecable. Habría que verlo ahí como un soldado romano: al mesero. Un guerrero fiel que, sin estudios de psiquiatría o psicología organizacional, sin saber un ápice de administración, apenas armado de mandil si bien le va, un sacacorchos, un encendedor, y un trapito con el que puede haber limpiado ya varias veces la circunferencia del planeta, aguarda la apertura del lugar para hacer la felicidad de los hombres luego de su batalla diaria, la supervivencia en este mundo hostil. Las puertas se abren, la angustia se cierra. Todos dentro del salón son humanos felices, que bien podrían firmar su muerte en este fabuloso instante, insuperable.
Habría que verlo ahí, a la espera de la apertura, con la paciencia de un pescador pero también ansioso por llevar las viandas y las vituallas con las familias felices. Paciente pero impaciente, quiero decir, porque se trata también de un guerrero dispuesto a dejarlo todo en la batalla: sangre, sudor, lágrimas, toda una gesta que podrá ser comprobable en el batidillo de sus telas al final de la jornada. Entonces digo que también con ansia de batirse, de barrerse en el terreno de juego. Habría que verlo ahí parado, impecable, en el rellano. Ya no aguanta más. Es un tipo seguro. Se sabe la cara visible del emporio. No sólo es el cancerbero de sus sabidurías, sino el gran escribano de su historia, al que le toca escribir con sus lomos todo el diario de fatigas del establecimiento. No es sólo un monosabio, está seguro de ello, un peón de brega, o sólo un jefe de cuadrillas, tampoco un mozo de espadas de los toreros. Es más que un cuidador. Un velador, un celador, de los toreros, sus hermanos mayores, sus pares mejores, los empresarios restauranteros que se hayan, claro está, acompañados de puras Ritas Hayworth en los gabinetes, disfrutando las mieles del poder: fumando el mejor tabaco, emborrachándose con los mejores vinos, engrosando sus arcas. Y ahí de nuevo él, justo donde debe estar, solicito y limpio, impecable. Habría que verlo ahí como un soldado romano: al mesero. Un guerrero fiel que, sin estudios de psiquiatría o psicología organizacional, sin saber un ápice de administración, apenas armado de mandil si bien le va, un sacacorchos, un encendedor, y un trapito con el que puede haber limpiado ya varias veces la circunferencia del planeta, aguarda la apertura del lugar para hacer la felicidad de los hombres luego de su batalla diaria, la supervivencia en este mundo hostil. Las puertas se abren, la angustia se cierra. Todos dentro del salón son humanos felices, que bien podrían firmar su muerte en este fabuloso instante, insuperable.
Ojalá. Pero la cosa no es así. Bien visto, los meseros sobreviven en un caldero de aceite chisporroteante y ahí, en el vértigo que nunca cesa, entre las posiciones de dichos meseros en el tablero, se dirime buena parte de los méritos de un establecimiento. Porque se trate de un restaurante connotado o un comedor informal, los meseros representan mucho más de lo que hemos querido aceptar. Constituyen ellos una especie de fiel de la balanza que mantiene el equilibrio de las cosas y entre las necesidades del cliente y las posibilidades del restaurante, pueden llevar a la gloria o a la quiebra a cualquier empresa. Y habría que comenzar hablando de su nombre porque no deberían de llamarse así: no atienden mesas, atienden comensales. Trabajan no con maderas sino con gente, ansiosa, hambrienta. De manera que deberemos ir pensando en un nuevo nombre. Más digno.
Los meseros son más que la infantería de un restaurante, sus tropas de asalto, políticos mediadores en tiempos de conflicto. Negociadores cuerpo a cuerpo con el cliente. No son fardos. Son también embajadores, representantes de los intereses de la firma y depositarios de la confianza de sus dueños. Los meseros son el símbolo del restaurante, la imagen del corporativo. No son depredadores. Y me refiero a una idea absolutamente moderna de imagen. Porque así como un mesero pudiera estar vestido de etiqueta y ser un verdadero petardo, bien pudiera traer el peinado que quiera, los tatuajes que sean, el vestido que sea, y ser el elemento más eficiente de un restaurante. Me refiero pues a una idea de imagen un tanto más profunda o si se quiere, una especie de representación simbólica de lo que se quiere hacer con un restaurante. Si se busca sólo levantar un negocio para sacar dinero a la gente o algo más. Si se quiere restaurar el cuerpo o algo más. Todo se puede descifrar en su talante.
Un buen mesero, por ejemplo, no sólo está ahí para proveer un buen servicio, hospitalario, oportuno y eficiente, para estar en el espacio justo en el momento indicado. No. Va más allá. Los meseros son diques o cauces, manejan el tiempo del lugar. Son magos y son estatuas. Son cómplices de todos pero secuaces de pocos. Pueden pesar poco o pesar demasiado, en relación a sus circunstancias. Deben de apurar a la cocina y al cantinero sin asfixiar, al mismo tiempo que drenar presión del cliente sin explotar. Ellos sin explotar. ¡Trabajo de locos! Porque la gente se preocupa por la explosión de un cliente pero deberían preocuparse por la explosión de un mesero. Por ello lo primero que requieren los meseros es el respeto de sus jefes, que sus jefes sepan respetarlos y defenderlos. Primero, por ejemplo, asumiendo que el cliente no tiene siempre la razón: el cliente prepotente y alcoholizado nunca tiene la razón, la señora clasista y discriminadora, grosera e insultante nunca tiene la razón, el mirrey hijo de político con ínfulas, charolas, conectes y palancas no es un humano en realidad y por supuesto, como los animales, nunca tiene la razón ni la tendrá, en un restaurante de cepa. Los artistas soberbios y engreídos tampoco tienen la razón. Los que ofenden e insultan al otro tampoco tendrán la razón, hagan lo que hagan. Hay que tratar a los meseros como uno: mano a mano, uno es a uno, Y exigirle lo mismo. Misma escala de valores. Un servidor que hará que todo salga bien y esa diligencia se respeta. Es lo justo y mínimo.
Y es que no podrían ser menos. Los dueños de restaurantes convivimos con ellos más tiempo que con nuestros amigos y familiares. Son familias extendidas y por mucho tiempo reunidas. Yo me he emborrachado una y mil veces con mis meseros. He llorado con ellos. Saben de mis éxitos y mis miedos. Con mi equipo de meseros, no me dejarán mentir, me he liado a golpes varias veces y hemos salido de ello como nuevos. Hasta mucho mejor. Sin malos entendidos de relleno. Ideamos platillos, técnicas para llegar antes y más fuerte al gusto del cliente. Les leo lo que escribo y les cuento lo que pienso. Les cocino cuando puedo y les sirvo. Y no son mi mano derecha son mi cara. La cara de mis hermanos con los que trabajo. Y somos amigos hasta ahora, pasados los años, hasta donde se ha podido. Es verdad: nunca me he sentido más vivo que cuando acabe el día, agotado y borracho, entre esos amigos.
Mucha presión, mucha tensión. Mucha concentración en el difícil empeño de ser mesero. Más si se trabaja en un lugar que no quiere a sus clientes. Que no restaura su alma sino sólo sus vientres. Será mucho más difícil es esos lugares hacerse de amigos y buenas propinas por el trabajo desempeñado. Se pierden billetes. Hay que hacer muchas cosas siendo mesero. Mediar entre tantas variables, determinar tantas magnitudes, tomar tantas decisiones. Es un restaurante un tablero de muchos controles. De por sí ya es un milagro tener contenta a la clientela: atender las neurosis, las paranoias, las manías y deformaciones. Y vaya que se equivocan en ese maremágnum los meseros. Como todos. Y sus errores cuestan dinero, claro. Hay que seguir, ni modo. Porque eso no debería importar sobre lo realmente caro: el otro. Al otro es que se le sirve. Y si sale bien la cosa, con el otro contento salimos ganando todos. Y pues hay que hacer de todo. Chorero, dicharachero, ni tan serio ni tan salamero. La lengua en punto medio. Hay que flotar, caminar, correr, volar. Colarse entre las mesas, aparecer y desaparecer. Los meseros son magos, son distribuidores de bienes calientes pero al mismo tiempo apagadores de infiernos. Pulpos de mil manos. Marcianos. Viven de cariño como todos y de cigarros. De tomar aire en tiempos muertos y de vez en cuando echarse un trago. Aunque luego se sienten a descansar saben que, ni modo, hay que estarlos arreando porque siempre hay que hacer algo. Servir, retirar, limpiar, pedir, apuntar, otear. Recibir y despedir. Sobre la puntas, dame diez en tus nudillos. Pasar y pasar comandas y platillos. Una y otra vez porque siempre hay algo que hacer. Y rápido. Porque todo es rápido en un restaurante. Todo se pide para hace rato. Y ni modo, para eso se contrataron. Y uno debe estar ahí siempre para ayudarlos. Respaldarlos. Y recordarles ver las cosas con empatía: que ellos pudieran ser los que están sentados y que, si sale bien la cosa, con el otro contento salimos todos ganando.
Por eso no hay tal cosa de “pinches meseros”. Si los meseros no funcionan habrá que echarle la culpa a los dueños por no ordenar las cosas. Porque siempre sucede que a mal mesero peor dueño. Porque un buen restaurantero siempre enseña una buena cara, está pendiente de cómo es visto y en ello invierte su tiempo y su dinero. De nada te sirve tener buenos productos, la mejor materia prima, de nada sirve que las cosas se hagan bien en la cocina y dar buenos precios sino se tienen buenos meseros. Creo firmemente que al final del día no importan la decoración o el mobiliario, si es un establecimiento muy estrambótico u ordinario, no importan las telas de los manteles, ni las maderas de sus mesas, no importa si el restaurante está en una zona pobre o en una zona elegante, si es barato o es caro: si a uno lo tratan bien, si a uno le sirven bien, uno se va contento y regresa. Ese es el objetivo: ese vaivén. Se buscan meseros. Siempre se buscan meseros. Meseros limpios, arreglados, bien entrenados, claro, pero más que nada, para hacer una familia de hermanos. Meseros, incluso más que serviciales, educados, entregados con amor a su trabajo. Y eso depende, insisto, del amor de los propietarios. Meseros como comisarios. Para armar entre todos un tinglado, en donde la felicidad sea el más importante invitado.
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