Epigmenio Ibarra
05/10/2018 - 12:06 am
La paz y las fuerzas armadas
La defensa nacional ya no es la prioridad. Ningún ejército extranjero atacará a México. Ninguna potencia tiene interés en ocuparnos militarmente. Nuestros recursos naturales, el único botín apetecible, lo obtuvieron los extranjeros sin necesidad de invadirnos. No hay, por otro lado, disputas territoriales en curso con ningún país del mundo y la defensa de la soberanía nacional hoy, más que nunca, está en las manos de quienes, en los foros diplomáticos, representan los intereses nacionales o en las de quienes negocian los acuerdos comerciales con nuestro poderoso vecino del norte.
La defensa nacional ya no es la prioridad. Ningún ejército extranjero atacará a México. Ninguna potencia tiene interés en ocuparnos militarmente. Nuestros recursos naturales, el único botín apetecible, lo obtuvieron los extranjeros sin necesidad de invadirnos. No hay, por otro lado, disputas territoriales en curso con ningún país del mundo y la defensa de la soberanía nacional hoy, más que nunca, está en las manos de quienes, en los foros diplomáticos, representan los intereses nacionales o en las de quienes negocian los acuerdos comerciales con nuestro poderoso vecino del norte.
Un vecino que, desde el siglo XIX, consiguió arrebatarnos militarmente todo el territorio que le hacía falta para convertirse en potencia y que, desde entonces, con sólo educar y reclutar a unos cuantos políticos corruptos, sin más armas que el dinero, consiguió consolidar su influencia y su poder en México. Washington no necesita pues hacernos la guerra. Nadie, en el planeta, nos quiere, nos necesita, nos imagina como su enemigo. En estricto sentido, ni el Ejército, ni la Marina -concebidos para enfrentar una amenaza externa- son ya necesarios.
Menos todavía se necesita gastar miles de millones de pesos en armamento, en tecnología, en pertrechos y para mantener sobre las armas a más de 400 mil hombres en un país agobiado por la pobreza y la desigualdad. No nos hacen falta misiles, aviones caza, drones, helicópteros artillados, lanchas torpederas, tanques y toda esa parafernalia militar que, en el improbable caso de un enfrentamiento armado con los Estados Unidos, de poco o nada serviría.
Como de nada sirven esas armas sofisticadas para combatir a una fuerza irregular como el narco que, protegida por gobernantes corruptos, se mueve entre la población civil. Las ametralladoras Gatling, de los helicópteros Black Hawk por ejemplo, esos que hemos visto sobrevolando y ametrallando zonas pobladas, son armas inteligentes manejadas por estúpidos. No tienen órganos de puntería de precisión sino de saturación; ponen una bala en cada pie cuadrado en una extensión similar a la de un campo de futbol. Ante esa lluvia de fuego, el narco puede huir y esconderse; la población civil, no.
Paradójico y trágico resulta que las fuerzas armadas concebidas para proteger a la ciudadanía y defender a México de un enemigo externo sean ahora las responsables de graves, masivas y constantes violaciones a los derechos humanos, y sean también las fuerzas que más activamente comprometen la soberanía nacional. Y es que la guerra que el Ejército y la Marina de nuestro país libran contra el crimen organizado desde los tiempos de Felipe Calderón Hinojosa es una guerra impuesta por una potencia extranjera. No defienden los militares (esa es sólo su coartada) los intereses nacionales: defienden los intereses de Washington y del régimen corrupto que lo ha servido durante décadas.
Si el gobierno de los Estados Unidos no quiere reconocer que el consumo de drogas es un problema de salud pública y se mantiene en la línea de erradicarlo a balazos, que lo haga con sus propias fuerzas y en su propio territorio. Si la guerra le sirve para que el precio de la droga en las calles suba y centenares de millones de dólares provenientes de ese mercado oxigenen su economía, que haga la guerra en su propio territorio. México no tiene por qué seguir poniendo los muertos mientras ellos ponen las armas y los dólares. Las y los mexicanos no tenemos por qué sostener a unas fuerzas armadas empeñadas en una guerra por encargo y que ha resultado tan sangrienta como inútil.
No solamente fue la megalomanía y la necesidad de obtener una legitimidad de la que Calderón carecía la que desató el infierno en este país; también fueron la megalomanía y falta de probidad y patriotismo del alto mando militar. Utilizando como coartada la obediencia debida al Comandante Supremo de las fuerzas armadas, los generales y almirantes no sólo se lanzaron a esta guerra sino que se pusieron al servicio del régimen corrupto y se prestaron para ejecutar operaciones represivas contra el pueblo al que deberían servir y proteger.
No necesita este país un ejército represor y armado hasta los dientes, que envía a sus soldados a los escombros, como sucedió tras el sismo del 19 de septiembre del año pasado, con las manos vacías y al que la población civil tuvo que dar cascos, palas, guantes para que pudieran trabajar. Es preciso que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador abra la caja de Pandora de la corrupción en torno a la guerra, al equipamiento y la operación de las Fuerzas Armadas. Miles de millones de pesos se han gastado, con el pretexto de la seguridad nacional, sin someterse a control civil alguno, permitiendo así que jefes militares y policiacos, funcionarios de inteligencia y seguridad hicieran de la muerte un negocio.
Es preciso también que el gobierno de López Obrador, para dar cumplimiento a los compromisos adquiridos con las víctimas, y dar verdadero cauce a la transformación del país, establezca comisiones de investigación para esclarecer los crímenes de lesa humanidad perpetrados o tolerados por los militares. La verdad y el castigo a los responsables de esos crímenes es, a estas alturas, lo único que puede fortalecer y dar prestigio a las Fuerzas Armadas que, por necesidad y habida cuenta de la desaparición de todos los cuerpos policiacos, han de mantenerse todavía un tiempo en las calles. Sin ser sometidas por la justicia civil a un proceso de depuración, ni el Ejército ni la Marina deben seguir operando entre la población.
En este mismo espacio hace unas semanas escribí de la trágica paradoja que enfrentamos: Con el ejército en las calles no habrá paz, si se retira a sus cuarteles no tendremos seguridad. A partir del 1 de diciembre las órdenes a la tropa deben cambiar radicalmente. No están en las calles para hacer la guerra. No volverán a levantar sus armas contra la población. Deberán convertirse en un ejército de paz. En una fuerza disuasiva, de interdicción y hacer una tarea similar a la que hacen los Cascos azules de las Naciones Unidas. Esto no es una utopía; es una necesidad urgente. Tampoco una estupidez; estúpidos son quienes no entienden que esto puede y debe hacerse ya. Lo prioritario es la paz, y la paz (así como el fuego no se apaga con gasolina) no se construye con las armas en la mano.
Transformar este país pasa necesariamente por seguir el ejemplo de Costa Rica. Desde mediados del siglo pasado esa república, ubicada en la zona más conflictiva de América Latina, disolvió a sus fuerzas armadas y las sustituyó por una Guardia nacional que ha mantenido la paz todos estos años. Ejército y Marina fueron creados en México para defendernos de un enemigo externo y utilizados como brazo represor de un régimen al que 30 millones de ciudadanas y ciudadanos decidimos sepultar. Las fuerzas armadas, para sobrevivir en estos nuevos tiempos, han de fusionarse y convertirse, como lo plantea López Obrador, en una Guardia nacional y ser así una fuerza que garantice la paz, de seguridad a las y los ciudadanos y sirva a la democracia.
TW: @epigmenioibarra
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