Una entrevista a uno de los autores más reconocidos de España. Sus novelas de misterio, esas que revelan lo extraño y complejo de nuestra vida, tienen mucho éxito y sus reportajes periodísticos –en la radio (Cadena SER) y como columnista de El País- lo han convertido en un autor referencial. Juan José Millás presenta Que nadie duerma (Alfaguara)
Ciudad de México, 22 de septiembre (SinEmbargo).- Es serio, pero en las entrevistas, cuando cede un poco, es divertido y piensa bastante en España, donde tiene una vida de escritor que hace radio. Dice: “Qué bueno que son los reportajes radiofónicos”. Le decimos que el escritor peruano Daniel Alarcón entrega reportajes maravillosos en Radio Ambulante.
Juan José Millás (1946) es un escritor soñado, es decir, todos quisiéramos ser como él. Que no se queja por la cantidad de entrevistas que tiene que dar para promocionar su libro, que ha dicho que su oficio es privilegiado y que –suponemos- no tiene grandes cuestionamientos a la hora de considerarse autor.
Claro, no es cierto, todos los escritores tienen sus grandes inseguridades, pero a la hora de resolverlas, Juanjo, como le dicen sus seres queridos (entre ellos la esposa, la escritora Isabel Menéndez), lo hace con un humor exquisito y cierta elegancia.
Ahora presenta Que nadie duerma (Alfaguara), su gran novela luego de que dejara Planeta y que participa en esa zona de misterio, que absorbe todo lo extraño que tiene la realidad, para una historia en la que se mete el lector de lleno.
“El día en que Lucía pierde su empleo como programadora informática es también el día en que su vida va a dar un giro definitivo, tal vez por una sucesión de casualidades o tal vez porque ese era el destino que le estaba esperando desde su décimo cumpleaños.
Como si de un algoritmo se tratara, Lucía establece los siguientes principios sobre los que basará su existencia futura: va a dedicarse a ser taxista; recorrerá las calles de Madrid -o tal vez Pekín- al volante de su taxi mientras espera pacientemente la ocasión de llevar en él a su vecino desaparecido, del que se ha enamorado, y todos los acontecimientos importantes para ella tendrán como banda sonora, a partir de ese momento, la ópera de Giacomo Puccini, Turandot, de la que se siente protagonista.
–¿En qué momento de su vida dijo que iba a ser escritor?
–Yo no sé si fue una decisión. Fue un proceso, creo yo. No sé siempre contesto lo mismo a esta pregunta. Me convertí en lector enfermizo, que es lo primero que hay que hacer antes de ser escritor. Fui un lector febril, hasta los 18 años, que fue cuando empecé a escribir mucha poesía. Ahí empezó la fantasía de escribir. No es lo mismo ser escritor que querer escribir. Es cierto que si quieres escribir, como efecto secundario que te conviertas en escritor. A mí me molestaba que en los círculos íntimos me dijeran que era escritor. Yo pensaba que podía nombrarme escritor cuando esa palabra viniera de fuera.
–¿La poesía es algo que se da en usted cuando se es adolescente?
–No. De hecho hay grandes autores de poesía muy viejos. Lo que pasa en la adolescencia cuando uno es un gran lector y empieza a escribir, la poesía funciona muy bien como desahogo emocional. Algo para la que no sirve la novela. Hay poemas de 20 versos que incluso están bien, ha habido poetas de 18 años, pero no novelistas geniales a esa edad. La novela exige una disciplina que sobre todo a esa edad no se tiene. La novela es experiencia vital y oficio.
–¿Usted pudo mantener a su familia, en qué momento lo nombraron escritor desde fuera?
–Yo nunca pensé vivir de la escritura. No estaba en mi proyecto. Mis modelos de escritores no eran escritores que se dedicaban a la literatura totalmente. De hecho estuve trabajando en Iberia hasta 1993, cuando tenía una carrera de escritor y de periodista. En esa época me dediqué a escribir normalmente un poco empujado por la circunstancia. No estaba seguro de dejar Iberia, que me proporcionaba un salario seguro. Pensaba que eso también me daba libertad, pero llegó un momento que no tenía más remedio que elegir. Ya mis libros empezaban a proporcionar algunos derechos de autor bastante interesantes, comenzaban a invitarme a dar muchas conferencias, ya tenía mucha demanda de la prensa…fue una decisión muy dura de tomar, pero finalmente decidí que quedarme en Iberia era como un poco elegir no crecer. Si me diera miedo crecer. ¿Lo otro tiene más riesgo? Probablemente sí, aunque no fue una decisión suicida. Lo único era pensar que si me decidía a ser escritor y al otro día me volvía tonto, bueno, eso hubiera estado tremendo. No me he arrepentido nunca.
–¿Y el periodismo como ha sido?
–El periodismo me gustaba mucho. Cuando yo era adolescente y leía todo lo que caía en mis manos, a mi casa llegaba un periódico al que mi padre estaba suscripto. Yo me devoraba todos los artículos de opinión. A mí me parecía que lo más en que se podía llegar en la vida era a eso. Ver tu firma en la última página del periódico. El periodismo me gustaba tanto, que me provocaba miedo. Llegué tarde al periodismo, quizá por ese pánico producido por el placer, pero ya en el año 90 tuve una oferta del periódico El País, el más importante, para empezar a trabajar como columnista. No podía decir que no. Ahí empecé a hacer un columnismo propio. No me interesaba el columnismo político, sino que empecé a hacer algo cotidiano y que nombrara lo misterioso que hay en la vida corriente. Empecé a experimentar y el diario nunca me dijo nada. Publicaron luego una recopilación de mis columnas. De allí pasé al reportaje, que creo yo es el género estrella del periodismo. El reportaje me fascinó, sobre todo porque proporcionaba el mismo placer que escribir un cuento. Ese género me fascinó. Hay un par de libros míos con mi reportaje. Desde entonces he trabajado en estos dos terrenos, que son para mí complementarios.
–¿Esos reportajes le han servido entonces como material para su literatura?
–Me ha servido desde el punto de vista formal. He aprendido mucho con el reportaje, por ejemplo, de economía narrativa. Los mejores están publicados en un libro que se llama Vidas al límite.
–¿Hoy sigue haciendo periodismo?
–Sí, claro. Escribo un artículo por día, hago un reportaje de vez en cuando y hago reportajes por la radio. El reportaje radiofónico es muy interesante y a la gente le encanta.
–El País ya no es tan importante como antes y que el periodismo está como caído. ¿Qué ha sentido en todo este proceso?
–El periodismo no ha podido escapar a la crisis general por la irrupción de las nuevas tecnologías. Quizás el periódico ha sufrido una crisis doble. Por un lado la irrupción tecnológica y por el otro, la crisis del papel. No sabemos lo que durarán los periódicos de papel. Hay espacios para periódicos, tal vez que no salgan todos los días, pero que estén muy bien hechos, con mucha opinión, no que tenga datos. Lo que nos hace falta es que alguien nos articule esos datos.
–De todas maneras un poco en la crisis ética de El País, hoy está mucho más a la derecha…
–Yo no diría que hoy. El periódico ha cambiado de dirección, hace apenas tres meses y la nueva dirección ha dado un giro muy grande. De todos modos, El País en toda su historia se ha ido moviendo. Uno podía estar más o menos de acuerdo con su línea editorial, pero nunca dejó de ser un gran periódico. Es por otro lado el periódico más leído en nuestra lengua, en español. Ese dato es brutal. Creo que se han exagerado las críticas al periódico y recuperando a una de las mejores periodistas que hay en España como directora (Soledad Gallego-Díaz).
–¿Qué significa ser español hoy?
–Bueno, nunca he sabido qué significa ser español o ser chino. Uno es español y ya está. En España, en Europa en general, ha habido un cambio de modelo en las relaciones sociales. No debería llamarse crisis, porque esto no pasará, es un modelo que vino a quedarse. Europa se ha latinoamericanizado. Las relaciones laborales han cambiado, se puede contratar a una persona por hora, hay gente que trabaja y es pobre y las diferencias entre pobres y ricos son abismales. Es un capitalismo que no tiene frenos. Esto que sucede en toda Europa, se da con mucha más fuerza en España. Se crea una sociedad con pánico, con hijos que estarán peor que lo que estuvieron sus padres, ¿cómo vamos a repartir la riqueza? La única cuestión fundamental de la que deberían ocuparse los políticos es cómo vamos a repartir la riqueza. Mientras tanto padeceremos este cambio de modelo que es desastroso. Es un capitalismo que no tiene oposición, que nunca ha tenido escrúpulos.
–¿Cómo es vivir con la sombra de Francisco Franco en España?
–Eso es realmente penoso y que el gobierno de Pedro Sánchez ha gestionado fatal. En junio dijo que iba a sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos y eso le hubiera llevado cuatro días, ahora dice que lo van a sacar en diciembre. ¿Todo esto, qué ha permitido? Que la reacción, reaccione. Que lloriqueen, que hablen de venganza, que el enemigo se rearme. Da un poco de vergüenza que en un país de Europa, en el siglo XXI, un asesino de la talla de Hitler, tenga un mausoleo pagado con dinero público. La familia de Franco sigue teniendo un poder absurdo e insólito.
Fragmento de Que nadie duerma, de Juan José Millás, con autorización de Alfaguara
1
Al verse en el espejo, Lucía dijo: Esa gorda soy yo.
Lo dijo sin intención alguna de ofender, de ofenderse, ya que, más que gorda, era una falsa delgada. Se lo había dicho su madre cuando era una cría, después de ayudarla a salir de la bañera y mientras le secaba el pelo:
—Mírate los muslos, eres una falsa delgada, como la mayoría de las aves zancudas.
La niña se había ido a la cama intentando descifrar aquella contradicción. ¿Por qué parecía delgada si era gorda? Durante los siguientes días buscaría en los libros ilustraciones de aves zancudas, para observar sus muslos, y durante el resto de su vida se vigilaría de manera obsesiva, temerosa de que su cuerpo acabara revelando la verdad. Pero atravesó el resto de la infancia y la adolescencia sin que los cambios físicos inherentes al tránsito alteraran la sentencia de su madre. En ningún momento perdió los volúmenes sutiles de las zancudas ni de las falsas delgadas, en quienes, según fue comprobando con el tiempo, la frontera entre la exuberancia y la ligereza se borraba.
En el trabajo de Lucía había una obesa patológica que falleció al adelgazar. Al principio todos sospechaban de su gordura, pero luego sospecharon de su delgadez. Su muerte confirmó las sospechas, fueran cuales fueran, pues nadie llegó a concretarlas. Al día siguiente de su fallecimiento, la empresa, dedicada al desarrollo de aplicaciones informáticas, instalación, configuración y mantenimiento de redes, entró en una quiebra fraudulenta y cerró.
El mundo estaba lleno de programadores más jóvenes y mejor preparados que Lucía, por lo que al contemplar su horizonte laboral sintió un malestar de orden físico que se acentuó al abandonar las instalaciones de la firma y tomar un taxi, pues su coche estaba en el taller e iba cargada, como los despedidos de las películas, con una caja de cartón repleta de pertenencias personales. A saber:
–Una caracola de playa que usaba como pisapapeles.
–Una taza de cerámica y una caja de bolsitas de té verde.
–Un termo de un litro para el agua caliente.
–Un diccionario inglés-español/español-inglés.
–Otro diccionario de sinónimos y antónimos.
–Un cepillo de dientes y un tubo de pasta.
–Un bote de crema hidratante.
–Una caja de tampones.
–Un cuaderno en el que resolvía algoritmos.
–Unos calcetines de lana muy gruesos para cuando la calefacción estaba baja o el aire acondicionado alto.
–Un kit de tijeritas, lima y cortacutículas para las uñas.
–Un rollo de papel higiénico y dos paquetes de kleenex.
–Una caja de barritas energéticas.
–Un paquete de braguitas de papel.
El taxista resultó ser también un informático que al quebrar su empresa no había logrado recolocarse en el sector.
—Con la indemnización y unos ahorros —contó a Lucía— pagué la entrada de la licencia y ahora soy mi propio jefe.
—¿Y esto es negocio? —preguntó ella.
—Cuando liquidas las deudas, si le echas horas, puedes vivir, pese a la amenaza de los Uber y los Cabify. Pero te tiene que gustar. A mí me encanta ir de acá para allá todo el día viendo a la gente, conociéndola, escuchando las chácharas del asiento de atrás. Se dan muchas situaciones especiales. Además, cada día imagino que trabajo en una ciudad distinta. En Nueva York, en Delhi, en México…
—¿Y en qué ciudad estás hoy? —preguntó Lucía.
—Hoy, en Madrid.
—Eso no hace falta imaginarlo, es donde estamos.
—Pero yo necesito convencerme. Mira —añadió mostrándole un libro de autohipnosis que llevaba en el asiento del copiloto—, cuando logras imaginar lo que haces y hacer lo que imaginas, todo de forma simultánea, desaparece la ansiedad de tu vida. Yo antes era muy ansioso, pero se me quitó y ahora mismo soy capaz de estar en Madrid estando en Madrid.
—Ya —dijo Lucía.
—Y cuando estás con la mente y con el cuerpo en el mismo sitio, la realidad adquiere una luz extraordinaria. Créeme.
—Como cuando imaginas que haces una tortilla mientras haces una tortilla —dijo ella con una ironía que el hombre no captó.
—Exacto. O como imaginar que follas mientras follas.
A eso no respondió porque le pareció que se estaba insinuando. Lo vio en sus ojos a través del espejo retrovisor y, aunque no le disgustaron, pensó que no era el momento.
Llegó a su apartamento a media mañana y abandonó la caja de cartón junto a la puerta. Rosi, la asistenta, que iba tres horas, dos veces a la semana, estaba pasando la aspiradora. Lucía la invitó a sentarse para comunicarle que tendría que prescindir de ella, al menos mientras se prolongara su situación laboral. Rosi la escuchó con frialdad, y tras echar cuentas de lo que le debía y recibir el dinero, se fue dejando la aspiradora en el suelo, sin desenchufar. Antes de salir, metió las manos en el bolso, sacó las llaves del piso y las tiró al sofá, aunque rebotaron y cayeron al suelo, cerca de los pies de Lucía, que no había esperado que le diera las gracias, pero sí que le enumerara sus rutinas domésticas para facilitarle el relevo.
Los cacharros del fregadero estaban limpios. Apartó la aspiradora con el pie, dio dos pasos y se quedó quieta en medio del salón-cocina. Quieta y asustada, como si se encontrara en un apartamento que no fuera el suyo. Y en efecto, el apartamento, a esas horas de la mañana, no era suyo. Se quitó los zapatos y avanzó hacia el dormitorio para ver si la cama estaba hecha. La atmósfera le resultaba un poco siniestra. El edificio permanecía en silencio, como si sus moradores lo hubieran abandonado tras una alarma de ataque nuclear.
La cama también estaba hecha.
Entró en el cuarto de baño, se miró en el espejo y fue cuando dijo sin ánimo ofensivo: Esa gorda soy yo.
Entonces empezó a escuchar ópera. Al principio creyó que la música estaba dentro de su cabeza, pero luego advirtió que salía de la rejilla de ventilación que había encima de la bañera. No le gustaba la ópera y era muy poco sensible a la música en general, aunque escucharla a traición, viniendo de no sabía dónde, casi la mata. Conservaba un disco con una antología de arias de Maria Callas que le habían regalado hacía tiempo con un periódico dominical. Un día lo puso por poner y lo quitó a los dos minutos porque le generaba ansiedad. El aria que salía de la rejilla de ventilación era la primera de ese disco, la reconoció enseguida por el desasosiego que le produjo en su momento. En cambio, ahora se sentó en el bidé y entró en éxtasis. Al poco estaba llorando de emoción como una idiota.
—Algo va a suceder —dijo en voz alta.
He ahí una frase que había pronunciado miles de veces a lo largo de la vida, aunque generalmente no sucedía nada. La había aprendido de su madre, que a veces se detenía en medio de una acción, decía «algo va a suceder» y permanecía ausente unos instantes. Después, como no ocurriera nada (nada visible al menos), continuaba bajando las escaleras, peinándose o lo que quiera que estuviera haciendo antes de la suspensión. Lucía heredó aquella amenaza de un acontecimiento de carácter indeterminado siempre a punto de suceder y siempre aplazado.
Pero una vez, el día precisamente que cumplió diez años, sí sucedió algo. Como era domingo, la niña corrió nada más despertarse a la cama de sus padres para que le dieran el regalo, del que solo le habían dicho que se trataba de una sorpresa. Mientras el padre se levantaba de la cama para ir a buscarlo en donde lo tenían escondido, la madre se incorporó y dijo:
—Algo va a suceder.
En ese momento, entró el padre en la habitación con una gran jaula en cuyo interior había un pájaro de pico excesivo y que, de tan negro, parecía azul. Movía la cabeza nerviosamente como buscando a alguien conocido, bien con el ojo izquierdo, bien con el derecho. Ante la expresión ambivalente del rostro de la niña, el padre dijo:
—Ha sido idea de tu madre.
La madre se acercó entonces a la jaula, frunció los labios y produjo con la lengua una suerte de chasquido que calmó al animal.
—Se llama Calaf —le dijo—, viene de la lejana China.
—¿Puedo acariciarlo? —preguntó Lucía.
—Cuando te conozca mejor.
Por la tarde, celebraron el cumpleaños de la niña, al que fueron invitados algunos familiares y varios compañeros y compañeras de colegio. La idea había sido celebrarlo en el jardín, pero llovió durante la noche y la hierba estaba mojada. Se encontraban, pues, dentro de la casa, en la cocina, donde la niña acababa de soplar las diez velas, y su padre repartía la tarta entre los pequeños cuando Lucía advirtió que su madre había desaparecido y fue a buscarla al salón. No la vio, pero algo hizo que se asomara a la ventana que daba al jardín para descubrir que había salido a orinar. La escena turbó a la niña, que intentó justificarla imaginando que quizá el aseo del piso de abajo estuviera ocupado.
Vio cómo se subía la falda y se bajaba las bragas y vio que en el momento mismo de agacharse, y a tal velocidad que parecía un proyectil, bajó del cielo un pájaro negro que la golpeó con el pico en la cabeza. Lucía escuchó el ruido del pájaro al romperse el cuello y el del cráneo de su madre al recibir el impacto. Los dos, el pájaro y la mujer, cayeron desmayados o muertos. Lucía permaneció rígida, incapaz de moverse o gritar, como solía sucederle en las situaciones de conflicto.
Apareció entonces su padre, que había notado la ausencia de las dos, y al ver a la niña mirar con espanto hacia fuera abrió la puerta y salió al jardín. En lo que llegaba adonde se encontraba la madre, y sin que él pudiera apreciarlo, pues la tapaba un arbusto, Lucía vio salir del pico del pájaro una especie de pompa de jabón rellena de humo que entró en el cuerpo de la madre, deformándose ligeramente al atravesar los labios. Entonces, la mujer resucitó. Cuando el padre llegó junto a ella, Lucía comprendió por sus gestos que trataba de explicarle lo ocurrido, señalando alternativamente su cabeza, de donde manaba mucha sangre, y al pájaro muerto.
El padre la ayudó a subirse las bragas y, tomándola del brazo, la condujo precipitadamente al interior de la vivienda. Un tío de Lucía que era médico y que había acudido a la fiesta de cumpleaños le examinó la herida y dijo que había que darle puntos.
—Y quizá ponerle una inyección antitetánica —añadió.
El padre y la madre salieron corriendo a Urgencias y la fiesta continuó bajo la vigilancia de los adultos que se encontraban en ella. Lucía fingió divertirse, incluso lo intentó, pero el suceso impidió que acabara de integrarse aquel día en la fiesta.
Sus padres regresaron al cabo de tres o cuatro horas, cuando ya habían recogido a todos los invitados. La madre tenía un apósito en la cabeza. Le habían tenido que afeitar esa zona del cuero cabelludo. Pero se encontraba bien, aseguró, pese a los diez puntos que le habían dado, tantos como años cumplía Lucía.
Después de que su padre y su madre tomaran algo mientras se comentaba lo extraño del suceso, el padre propuso salir al jardín para ver al pájaro muerto. Como era ya de noche y fuera no había luz, lo alumbraron con una linterna muy potente que guardaban en el garaje. Lucía pensó que se parecía a Calaf, el pájaro que había recibido como regalo de cumpleaños.
—Es un mirlo gigante —dijo el padre.
El tío médico dudó, pues aunque el pico, anaranjado, parecía de mirlo, por el tamaño se aproximaba más a un cuervo. Ambos sugirieron meterlo en una bolsa de plástico y arrojarlo al cubo de la basura. La madre, en cambio, opinó que lo correcto era enterrarlo allí mismo y nadie se atrevió a contradecirla. El padre de Lucía trajo entonces una pala del garaje, cavó una fosa y dejó caer en su interior el ave, que enseguida quedó cubierta por la tierra. El tío de la niña se despidió y a ella la mandaron a dormir.
Antes de meterse en la cama, estuvo observando durante unos minutos a Calaf, introduciendo entre los barrotes de la jaula un lápiz al que el animal se acercaba para picotearlo. Le habían dicho que con paciencia se le podía enseñar a hablar.
—Algo va a suceder —le dijo Lucía despacio con intención didáctica.
El pájaro respondió produciendo con el pico un chasquido semejante a aquel con el que su madre lo había tranquilizado.
Ya en la cama, cuando estaba a punto de que se le cerraran los ojos, entró su madre en la habitación y le preguntó si le había gustado el regalo.
—Bastante —dijo la niña.
Después la madre añadió que sentía lo ocurrido, a lo que Lucía no contestó. Por un lado, habría querido confesar que lo había visto todo, pero por otro se dio cuenta de que en realidad no se lo confesaría a su madre, sino al pájaro que la había invadido. Calló por miedo a las consecuencias, entre las que se incluía la de que la tomaran por una loca. Luego se durmió intentando convencerse de que todo había sido producto de su imaginación.
Al poco de estos acontecimientos, la madre de Lucía desapareció de la casa.
—Está internada —la informó su padre.
—Está internada —repetía el resto de los familiares, como si el internamiento fuera una etapa de la vida por la que todo el mundo, tarde o temprano, tuviera que pasar.
Transcurridos unos meses, la madre volvió pálida, delgada y silenciosa, con los ojos extraviados, como si distinguiera con ellos formas invisibles para el resto de los mortales. Su padre y la niña la ayudaron a meterse en la cama, de la que ya no saldría hasta su muerte. Su nariz, de las llamadas aguileñas, rasgo que heredaría Lucía, había acentuado la forma de gancho que evocaba el pico de un pájaro. Murió cuando la niña no había cumplido aún los once años, y delante de ella.
—Algo va a suceder —dijo la moribunda observando el techo y las paredes de la habitación, como si una golondrina hubiera entrado y salido por la ventana, que permanecía abierta. A Lucía, que ...