El ganador del Premio Bellas Artes de Narrativa Colima, migrante nato y extranjero impenitente, desentraña las razones por las que Ciudad de México se convirtió en su primer arraigo.
Por Nazareth Balbás / RT
Ciudad de México, 15 de septiembre (SinEmbargo/RT).- Fabio Morábito quiere un Nobel. Es el título que sugiere mientras se carcajea y liba un espresso italiano a toda ley en el café Toscano de San Ángel, al suroeste de Ciudad de México.
Su biografía mínima podría decir que es un poeta, escritor y traductor italiano nacido en Alejandría (1955), que vivió con sus padres en Milán hasta que, a los 15 años, emigró con ellos a la capital mexicana: "Desde entonces decidí que tengo que vivir en ciudades grandes, donde hay un anonimato. Ese es mi tributo a mi extranjería", dice con un acento que hace ese mismo tributo sin esfuerzo.
Toda la obra de Morábito, que comprende poesía, novela, cuento y prosa, está en español. Su nombre también es el responsable de la traducción de la obra del poeta italiano Eugenio Montale al castellano y, pese a que lo intentó, no ha publicado nada directamente escrito en italiano. Esa, precisamente, es la grieta que atraviesa su producción literaria, su anomalía congénita: "Hay un mito muy general de que hay que escribir en la lengua materna. Creo que era Paul Celan el que decía que todo el que escribe en lengua extranjera es un mentiroso, ¡pues que se muera Paul Celan! Oye, no quites esa frase que acabo de decir, eh. Hay que ser controversial o nadie va a leer esto".
Aunque el Nobel aún no llega, en noviembre del año pasado fue galardonado con el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada 2017 por su libro Madres y perros; en 2015 recibió el premio internacional White Raven por su antología de Cuentos populares mexicanos, un reconocimiento que ya había obtenido en 1997 con la novela Cuando las panteras no eran negras; en 2006, sus cuentos compilados en Grieta de fatiga fueron distinguidos con el premio de narrativa Antonin Artaud; y así toda una cosecha de méritos que comenzó en 1985, cuando Lotes baldíos recibió el Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer.
Sin embargo, el prolífico autor no siente especial predilección por los libros, no es bibliófilo y —como asoma en uno de sus ensayos— desconfía de un poeta que posea más de mil lomos apilados en un estante: "A mí no me entusiasman. Me gusta mucho tirarlos y me siento bien cuando digo: este libro ya lo tiro porque ya no lo voy a leer. Un escritor debe escribir y escribir es liberarse, y tú, cuando terminas un libro, te liberas de un peso. Yo considero el libro como una pesadumbre".
ARRAIGO DE EXTRANJERO
Patria, bandera o nación son palabras que lo espantan. Para alguien que tuvo destino de nómada desde los tres años, cuando salió de su Egipto natal, los territorios delimitados por fronteras imaginarias son apenas excusas azarosas para el chovinismo. "Cuando yo llegué a México una de las cosas que más me chocaba era el nacionalismo exacerbado. El saludo a la bandera que hacen acá todos los lunes en el patio del colegio me parecía surrealista, le tengo alergia a todo eso, pero afortunadamente la sociedad mexicana se ha ido abriendo mucho, ha dejado de ser tan provinciana".
Por eso no simpatiza con el discurso de un tipo como el presidente estadounidense, Donald Trump, que le recuerda tanto a las vetustas furias patrioteras: "Uno quisiera pensar que estamos en un mundo abierto, interconectado, donde la experiencia del otro es tan cotidiana que la necesitamos; pero al mismo tiempo vivimos todos estos fenómenos de nacionalismos atroces, y no hay un punto en el que podamos decir cuál de las dos tendencias va a vencer".
El poeta advierte que lo que acaba de decir parece demasiado grave y abre una pequeña hendidura en su propia sentencia para decir que a lo mejor el mundo no puede aspirar a una completa interculturalidad, que habrá que conformarse a ser más bien como Londres, una ciudad donde —según él— todo lo diferente se cruza pero no se toca, circula pero no se relaciona, se respeta pero no se entiende, "donde hay vidas paralelas en conexión, pero sin algo entrañable".
Porque ese vínculo tangencial no le parece una tragedia. Él, que hasta los 15 años sintió que tenía una ciudadanía raquítica italiana, confiesa que fue en Ciudad de México donde logró convertirse en un forastero pleno: "Mi integración fue bastante exitosa porque aprendí algunas cosas: aquí siempre eres extranjero, incluso hay una parte de ti que no quiere dejar de serlo porque lo sientes como una merma. Además, en una ciudad como esta, todo el mundo se siente ajeno. Tú platicas con alguien y te dice que su padre es de Michoacán, que nació en Guadalajara o que sus abuelos son de Oaxaca. Eso siempre ofrece ventajas de visión y creo que es la razón por la que no podría vivir en otro lugar que no fuera el DF: con el tiempo la sociedad se ha vuelto más dura pero mucho más interesante".
"Me he revuelto en tus aguas volcánicas y urbanas hasta al fin conocerme, y si al hablar cometo los errores de todos, me digo: soy de aquí, no me ensuciaste en vano", escribe en Lotes baldíos (1985).
OFICIO DE TEMBLOR
Ciudad de México se mueve. Cada cierto tiempo, los sismos en la urbe más poblada de América Latina le recuerdan a sus habitantes la fragilidad del lodo donde asientan sus certezas: erigida sobre un lago consumido, la tierra arcillosa es un estremecimiento en ciernes y esa es la característica que atrae al autor de El idioma materno.
"El temblor, para mí, es un concepto casi vital. En mucha de mi poesía recurre el temblor porque nunca pude asentarme en ninguna parte y ese suceso es un saludable recordatorio de que la contingencia es una condición universal. Es una fuerza poderosísima de la que no te puedes defender, físicamente hablando, y solo te queda esperar a que el infierno termine", dice mientras se ajusta las mangas largas de su camisa a cuadros y la mesera sirve otra ronda de café.
La fascinación telúrica no es exclusiva de sus poemas. En uno de los cuentos compilados en La lenta furia, Morábito imagina en qué consiste el oficio de temblor, lo describe "sedoso y delicado, palpando las esquinas y las puertas" en la búsqueda de rutas más letales para planificar su estruendo definitivo, "porque de nada sirve hacer que la tierra tiemble (algo que puede lograr el temblor más desvalido con un simple torsión del dorso) si no se apaga una cierta cantidad de corazones allá arriba, si no se encienden otros hasta el desquicio y no se provocan conversiones, torceduras, parálisis".
El 19 de septiembre del año pasado, después del sacudón de magnitud 7,2 que afectó más de 3.000 edificios en Ciudad de México, Morábito asegura que estuvo tranquilo, tanto que su esposa y su único hijo le reprocharon que mantuviera una actitud atildada ante semejante tragedia."Es que yo le hago porra a los temblores", bromea con el dejo de malicia que se cuela en su fraseo sin sobresaltos.
Además del temblor, el escritor elogia a la capital mexicana por su capacidad de transformación: "Tú la ves desde un avión y es enloquecedoramente urbana, pero cuando la caminas es fácil encontrar una mañana apacible en un barrio hospitalario. Fíjate, hay partes en los camellones de la calle en las que, no sé por qué, yo he visto que crece el maíz. Todo lo rural sale a flote al menor traspié y no son suficientes un par de generaciones para demoler la herencia. Esta es una ciudad que sabe ser muy provinciana y, al mismo tiempo, puede ser aceleradísima. Es una ciudad muy vital, maravillosa, que te llena de muchos estímulos y, no sé, yo no la termino de entender".
LA NACIÓN DESDIBUJADA
Morábito se quedó en México y nunca más sintió deseos de volver a vivir en Italia. Pasados dos cafés y una hora de conversación, la fobia por ciertas palabras no le impide acodarse en un lugar común y decir que el país de Juan Rulfo es su "segunda patria". Sin ceremonias, ni banderas, ni estatuas solemnes.
"Esta diversidad de influencias me permite desconocerme un poco en cada cosa que escribo. Para mí, la literatura es una forma de irme quitando, de irme distanciando de mí mismo, de mi yo, de mi historia. Es un arraigo, pero no introspectivo". Con el tiempo, el escritor también ha aprendido a vivir con la doble nacionalidad idiomática porque —lo ha dicho hasta el hartazgo— la lengua literaria siempre es extranjera. Nunca se la domina por completo.
Morábito es de lo escritores furtivos con disciplina de ladrón: se levanta todos los días de madrugada para meter un puñado de palabras en el bolsillo de la página mientras los demás duermen. El hábito de despertar antes que todos lo adquirió en la infancia, el día que la madre lo autorizó a ir solo al colegio y ya no tuvo que seguir los pasos de su hermano, que lo aventajaba siempre con largas zancadas. Llegó a la escuela primero que nadie, cuando era todavía de noche y se sintió bien, como un centinela. Especula que esa experiencia marcó su predilección por teclear antes del alba, pero sabe que un día puede despertarse sin nada que decir.
—¿Y qué va a hacer cuando eso ocurra?
—Yo no consideraría que eso fuera una tragedia irreparable. Puedo vivir de otro modo y en vez de escribir en la mañana, me largaría a caminar. Caminar y caminar. Todo escritor debe encarar esa posibilidad y tener la entereza para asumir que quizás sea lo mejor, sobre todo cuando uno empieza a sentir que está repitiéndose. En ese caso, lo mejor es dejar la pluma.
No deja que le inviten el café, paga la cuenta y enfila su humanidad hacia la calle con un morral negro engarzado a su brazo derecho. Regresará a su casa en Metrobús, se perderá entre la multitud de la estación La Bombilla y será engullido por una ciudad que, vaya fortuna, siempre le dará dos platos rebosantes: el temblor oculto y la vereda interminable. Llegue el Nobel o no.
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