Ya no voy a tantos conciertos como hacía antes. La lluvia, ese poner cuatro o cinco horas para llegar, para irse, ver si pasará un taxi que no te cobre 400 millones de pesos o la vida. Tener que siempre hacer una evaluación de lo que fue esa circunstancia en las que todos cantaron, todos gritaron y tú tratabas de ver al cantor, a lo lejos, hacer dos o tres piruetas y perderte ese gesto definitivo de por qué estás ahí.
Casi siempre voy al Auditorio Nacional. Me siento en las butacas para prensa y ahí veo casi todo el espectáculo, pero ya no siento ese confluir con la gente que está a mi lado. Uno de los últimos que vi es el show de Pedro Aznar en el Teatro de la Ciudad. Fui con mi amigo, el escritor Emilio Gordillo y pude ahí darme cuenta del gran valor compositivo y de intérprete que tiene el genial bajista.
No es que no haya visto nunca a Pedro Aznar. Él, como tantos rockeros de mi vida, prácticamente es de mi familia, pero ese día, algo mágico pasó en el aire y a veces la música era sólo para mí y también para la gente que estaba alrededor, que bailábamos y cantábamos bajito para no molestar al otro, sino para conectarnos con nosotros mismos.
Quiero que el concierto me deje algo. Estar pensando dos o tres días en ese instante en que salió Anthony Kiedis y saltó milimétricamente y cantó “The Adventures of Rain Dance Maggie”, ese tema que marcó la nueva etapa de la banda, con Josh Klinghoffer en la guitarra, tratando de olvidarnos de John Frusciante y golpeando Flea y Anthony todo el viento para que desde el balcón de California, imitaran un poco a Los Beatles y nos dieran en el video una nueva razón.
Claro que Frusciante es él mismo y no voy a poder nunca olvidarme de su sangre en las cuerdas o aquella vez que lo vi por última vez en el Palacio de los Deportes, cuando sentado a un costado del escenario nos regalaba una salida a la otra dimensión. Tal es así que después de ese concierto me volví loca por John. Sus discos solistas están en lo más alto de mis gustos y a veces lo escucho con ese drama final de la existencia: somos humanos porque podemos crear eso.
Todos sus trabajos me gustan, pero particularmente muero por The Empyrean, donde John toca la guitarra sin tocarla, con un sonido absolutamente etéreo, fantasmal, que ojalá sirva para calmar un poco las tormentas de su alma y hacer que todavía tenga muchos más años con nosotros.
Digo que no voy al Palacio de los Deportes, pero mis recuerdos –muchos- son de ahí. Como cuando escuché a Roger Waters, vi volar el cerdo rosa (¿O fue en el Foro Sol?) y cuando hizo “Shine on you crazy diamond” un temblequeo me dio en las piernas, cerré los ojos y sentí que era eterna.
¿El Teatro Metropolitan? Hace muchos años vi ahí a King Crimson o lo que quedaba de él con el siempre exigente y dado de sí Robert Fripp. Recuerdo que esa vez escribí una carta a La Jornada y la publicaron. Fue lo primero que edité en México.
Pero sucede que me estoy volviendo vieja y no quiero que me atrape la nostalgia, pero de todas maneras siento una manera distinta de escuchar la música.
Ya no son sólo los conciertos, sino ese dejarme llevar como cuando era adolescente y me ponía a oír los discos en un tiempo distinto, como más atemporal. Una niña sentada o parada frente a un río, atrapando como pescadora lo que las aguas me dejen.
Escucho las canciones de Luis Alberto Spinetta y coincido como él que todos sus temas están para ser cantados por una mujer y entonces comienzo a buscar mujeres que entonen esas melodías del presente, porque ¿dije alguna vez que Spinetta era siempre del presente? No recuerdo tanto cuando era adolescente y lo escuchaba, sino que me veo ahora, adulta para siempre, envuelta por esa máxima de “como el viento voy a ver”. Destino, causa, vida finita.
Los blues de mi camino, como esa “Casa con 10 pinos” o “Avellaneda Blues” o “Todo el día me pregunto”, de Manal. Pienso en que nadie ha tenido la voz de Javier Martínez y que si te tomas tiempo, la escuchas como un rasgueo más de la guitarra, algo habrás entendido cuando canta: “Todo el día me pregunto para qué vivo así, todo el día me pregunto, para qué vivo así, caminando sin parar, casi siempre sin dormir y por qué… ¿Cómo puedo estar tan solo? No hay quién piense en mí … ¿Cómo puedo estar tan solo? No hay quién piense en mí ¿Mis amigos dónde están? Hoy no vienen hacia mí? Y por qué…”.
El blues tiene sustancia de mantra. Repite las oraciones como si estuviera orando y esas palabras que son a veces normales, son la clave de tu vida. Y esa canción de Manal te clava el “Y por qué” como una muleta de la que te agarras cuando estás tan perdido, tan desorientado.
Sucede que estoy tan vieja, que el otro día mirando el documental de Camarón, flamenco y revolución, de Alexis Morante, caí en la cuenta que desde que murió Camarón yo no he escuchado mejor flamenco que ese y que toda esta mixtura que ha hecho Diego el Cigala de pronto ahora no la soporto, que quiero ir a lo puro del género. ¿De cuándo eso? No lo sé, si Camarón se la pasaba haciendo mixturas y todos lo criticaban por lo mismo. Sigo buscando, sigo tratando de saber algo, mientras me vuelvo vieja. Y homenaje a Pappo, por supuesto.