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03/09/2018 - 12:03 am
50 años de desapariciones y los seguimos buscando
El primer registro de una desaparición forzada en México data de 1969, en el contexto de la llamada Guerra Sucia, que para las víctimas ha sido un eufemismo para no hablar de terrorismo de Estado.
Por Ximena Antillón
El primer registro de una desaparición forzada en México data de 1969, en el contexto de la llamada Guerra Sucia, que para las víctimas ha sido un eufemismo para no hablar de terrorismo de Estado. Desde hace casi 50 años los familiares de las personas desaparecidas han vivido el dolor, la angustia y la incertidumbre por la ausencia de sus seres queridos. También desde entonces buscan en los cuarteles militares, en los reclusorios, hospitales, morgues y recientemente, en fosas clandestinas. La búsqueda les permite sobrevivir a un estado que muchos llaman “muerte en vida”, para referirse a los impactos de un duelo que no se puede procesar mientras no exista certeza del paradero.
Los familiares de personas desaparecidas han enfrentado un discurso de negación que cambia de forma en las diferentes administraciones, pero que tiene en común la estigmatización y la criminalización de las víctimas. Mientras en la llamada Guerra Sucia enfrentaron la negación de las desapariciones forzadas y la criminalización, durante la administración de Calderón las muertes y las desapariciones fueron justificadas como “daños colatelares”. La movilización de las víctimas y su capacidad de catalizar el dolor y la indignación, le enseñó a la siguiente administración lo inconveniente de mantener el discurso de guerra, sin que esto significara un cambio sustancial en relación a las políticas de seguridad. Es así como en la administración de Peña Nieto las víctimas se convierten en un problema que hay que administrar y se echa a andar una serie de políticas e instituciones para tal fin.
Durante el sexenio que concluye, los familiares de las víctimas enfrentaron un doble discurso, que detrás de un reconocimiento aparente, persigue su neutralización política, ya sea a través de la burocratización y la simulación, o la abierta estigmatización y represión para las víctimas que no se dejan. Resulta ilustrativo de esta estrategia, que en estos momentos en que Peña Nieto se esfuerza por fijar la “verdad” de su administración a través de spots oficiales, reivindica la versión oficial según la cual los 43 normalistas de Ayotzinapa habrían sido incinerados en el basurero de Cocula. Con estas declaraciones, el doble discurso del presidente reconoce el dolor de los familiares y al mismo tiempo los descalifica por no aceptar lo que se en su momento se conoció como “la verdad histórica”, sin reconocer que esta narrativa ha sido refutada científicamente y que las confesiones sobre las que se sustenta se realizaron bajo tortura.
Por su parte, los familiares de personas desaparecidas han seguido construyendo su proceso organizativo y se han vuelto un actor fundamental, no sólo derivado de su autoridad moral, sino por sus aportes en la construcción de una política de Estado frente a la grave situación de las desapariciones forzadas y por particulares. El ejemplo más claro es el compromiso del Movimiento por Nuestros Desaparecidos, así como de la Campaña contra la Desaparición Forzada, para impulsar la legislación en la materia.
El actual contexto de transición marca un cambio en el discurso oficial respecto a las víctimas, y en particular frente a las desapariciones forzadas y por particulares. El reconocimiento de las víctimas y el acercamiento a través del equipo de transición ofrece un elemento de esperanza frente a 50 años de impunidad y de maltrato hacia los familiares que luchan por encontrarlos y por la justicia. El éxito de la justicia transicional depende de la capacidad para construir el camino junto con los colectivos de víctimas y poner en el centro sus necesidades, empezando por la más urgente: la búsqueda.
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