En Donde termina el mar, la escritora Claudia Marcucetti recuerda su nacimiento y su infancia en la Spezia, Italia y revive cuando su padre la llamó, después de 20 años y se lo trajo a vivir a México. La vejez como elemento que nos une con alguien, más allá de sí mismo, de lo que deseamos. Un drama muy humano.
Ciudad de México, 1 de septiembre (SinEmbargo).- Claudia Marcucetti (La Spezia, Italia, 1968), siempre linda, siempre fresca, piensa en la vejez. Piensa en esa época cuando necesitemos de alguien, cuando una persona absolutamente acostumbrada a estar sola, de pronto requiera de otra para que le acerque una silla, le dé un remedio, le cambie las sábanas.
“La soledad es, quizá, uno de los temores más recurrentes para quienes transitan la vejez, pero también para aquellos que la esconden bajo máscaras de disimulo y perfección que sólo ocultan lo patético que resulta sentirla aún en compañía, pretendiendo que se disfruta de la mentira en la que se han envuelto”, es la sinopsis de Donde termina el mar (Planeta), la nueva novela inspirada en una llamada que desde Italia le hizo su padre.
El protagonista es Aurelio Autieri, un cazador de ballenas sin escrúpulos, que se rebela a la posibilidad de pasar sus últimos años en un asilo o recluido entre cuatro paredes cuando aún hay ciclos pendientes por cerrar.
¿Qué nos pasará a nosotros? Ella idea una nueva aventura para Aurelio y Sofía, su nieta suicida, en la inmensidad del mar y donde ambos aprenderán muchas cosas.
–Esta me pareció una novela más madura, ¿es así?
–Sí, uno va avanzando como avanza en la propia vida, en esta novela está ese espejo sin duda, el de la madurez. Está mi enfrentamiento personal con la vejez, una cuestión muy humana y al mismo tiempo no envejecer también está mal, porque entonces no vive uno. Ya estás de bajada, fue un encontronazo muy fuerte para mí, con mi padre, que dio origen a la novela. Eso me hizo sufrir y madurar, seguramente.
–Andrés Calamaro dijo que “no sabemos ser viejos” y en cambio Leonard Cohen escribió en su último disco “Ya soy tuyo, señor”
–Fíjate que me gusta mucho cuando hablas de Leonard Cohen, porque él estuvo trabajando en su último libro hasta el final. Creo que combatir la vejez tiene mucho de eso, en la acción. En la novela la última escena es alguien nadando, para que la muerte lo agarre a uno con vida. Seguir en la acción, en la búsqueda, hacia delante, hasta el último minuto. Morir no es nada fácil. Vamos a tener un periodo que nos va a conducir lentamente hacia la muerte. Vamos a tener una vejez más larga y es un tema muy presente en la vida de las personas. ¿Cuándo no estés autosuficiente? Sobre todo para hombres y mujeres que decidieron estar siempre en solitario, inclusive sentimentalmente de los tuyos.
–Me llamó la atención las autolesiones de Sofía, el suicidio es algo normal entre los jóvenes
–Ese viejo que dice que ya no soporta la vida, en el fondo se aferra a la vida, a través de la venganza, a través de aferrarse a una familia por la que no siente gran cariño. Y esa niña, que lo tiene todo, la vida por vivir, de pronto se autolesiona, que es lo mismo que le pasa a muchos jóvenes en casi todas las partes del mundo. Me topé con dos personas cercanas que tenían niñas con esos problemas y quise explorar, leí bastante, hice los tratamientos y siento que se sabe muy poco del tema. Hay un libro auto-publicado que se llama La Autolesión, para tratar de entender un poco lo que pasa en la novela. Se trata de un ejercicio de si no entenderlo bien, al menos aceptarlo.
–¿Por qué elegiste el mar?
–Por una cuestión de nacimiento, pero también por algo de simbolismo, es el símbolo de la vida, del movimiento, de la acción, algo siempre sucede en el mar. También es un homenaje a mi padre, que era marino, estaba siempre en el mar y muchas de las cosas que cuento en la novela las viví así. Él en Acapulco un día me dice: “Odio la playa” y le pregunto por qué y él me contesta porque ahí termina el mar. El mar para él era el final, estoy en la orilla, en el perímetro, ya por irme. Yo crecí en la Spezia, al lado del mar y siempre fue parte de mi vida. Así que me acerco a él de nuevo.
–Una novela también propia de los refugiados
–Siempre, no he logrado despegarme de mí misma cuando escribo, siempre está mi biografía. Tiene un parteaguas que es la Segunda Guerra Mundial, que le cambió la vida a este personaje, a buscar una razón una explicación y a una venganza que se labra en la Patagonia, con las ballenas. Este es un desplazamiento de una familia que vive en Miami, pero son mexicanas, la madre es cubana, buscar un refugio en otra parte, donde nos alberguen.
–Es una novela cerrada, cuenta la historia
–Es la primera vez que yo sabía en dónde iba a terminar. Es la primera vez que me pasa. No sabía qué iba a suceder entre que él salía de Italia y la escena final. Él no tocaba el mar desde hace mucho tiempo y era el cierre: tengo que volver a tocar el mar, tengo que ejercer la acción.
–¿Pensaste en alguna película?
–Por primera vez no pensé en la filmación. Con Los inválidos sí me pasaba eso, pero con esta novela no. La cantidad de locaciones impide pensar en algo fácil de llevar al cine. Ahora sí, tiene mucha acción y quizás por eso uno piense en la filmación.
–¿Estás contenta con esta novela?
–Nunca estoy contenta, la verdad. Me exijo mucho siempre, le veo todos los defectos. Estoy contenta porque finalmente salió y me dejó de torturar. Escribo lo que puedo, lo que me nace y siempre estoy en conflicto conmigo misma. La felicidad no es un estado que me interese demasiado.
Fragmento de Dónde termina el mar, de Claudia Marcucetti, con autorización de Planeta
Aurelio Autieri Aurelio Autieri, el hombre que no había usado bufanda ni para surcar los mares del norte, se despertó con calor a pesar de que el termómetro marcaba doce grados. Lo invadió una sensación de liviandad tan intensa que temió que su espíritu se hubiese desprendido del cuerpo. Al girar la cabeza sobre la almohada, no sintió ninguno de los dolores que lo habían afligido en días recientes. Entonces despegó con recelo el párpado del único ojo con que veía nítidamente y reconoció el entorno en el que había vivido durante el último mes: la división de geriatría del hospital Santo Stefano en La Spezia, lugar reservado a los desgraciados de la provincia para que pasaran, bajo supervisión profesional, el periodo que de la vida los llevaría a la muerte. Ese limbo oscuro que, más allá de la experiencia, la sabiduría alcanzada o la lucidez conservada, los sobrevivientes experimentarían como el último enfrentamiento con sus capacidades: un pasaje en ocasiones despiadado, a veces tedioso y cada vez más largo llamado vejez.
En efecto, ahora Autieri era un viejo rodeado de esa maldita condición que lo marchita todo. Recordó lo que había leído en la biblioteca del epicentro de la ancianidad donde se encontraba. "viejo. Sinónimo de acabado, gastado, consumido, fracasado, arruinado y destruido". Eso decía el diccionario. Impulsado por la sensación de control que creía tener sobre su cuerpo y convencido de que no hay gloria alguna en la vejez, ni siquiera para quien aspire a vivirla entre hijos y legados, optó por abandonar las reflexiones filosóficas sobre su condición y la de quienes lo rodeaban. Mientras tuviera la posibilidad, actuaría.
Se incorporó con agilidad y se dirigió a la ventana. Cuando la abrió, una ráfaga de viento helado entró al cuarto y el enfermo de neumonía, que ocupaba la cama a su izquierda, se enfrió rápidamente. No conocía su apellido, tampoco la vida, desdichada o mediocre, que había llevado aquel hombre pálido y enjuto hasta la cama donde poco a poco se dirigía al final. La actuación de Autieri no estaba motivada por el altruismo eutanásico, simplemente despreciaba sentirse cómplice de una escena tan patética. Se odiaba a sí mismo y a todos los que podían recordarle su lento e inexorable declive. Además, odiaba tener calor. Así que poco le importó que el viejo de la cama 113 expirara su último aliento en la mascarilla de oxígeno que lo amordazaba.
El paciente del lado derecho, en cambio, comenzó, justo en ese momento y una vez más, a menearse en la silla de ruedas a la que la cuidadora en turno lo había amarrado desde la noche anterior para controlarle los espasmos del Parkinson. Al inhalar el sereno de la noche, que traía el olor del cercano mar Tirreno, Aurelio se sintió restablecido; le pareció que el zarandeo de su vecino era mucho escándalo y la vida de ese atribulado hombre un desperdicio. No, no lo aguantaría más. Tomó un paquete de cigarros y se lo mostró al anciano que, más allá de sus manos temblorosas y de su cabeza colgante, tuvo un destello en la mirada. Sediento de humo, o de muerte, su compañero de cuarto se esforzó en hacer rodar su silla tras el anzuelo. Siguiendo a Aurelio, salió de la escuálida habitación donde dormían para llegar a la puerta de cristal contigua, la que conducía a la escalera de emergencia exterior. Aurelio la abrió desactivando la alarma, como le había enseñado el enfermero con quien compartía nicotina a escondidas del doctor. El hombre de ojos tristes, funciones atrofiadas y jinete de un chirriante asiento metálico, se asomó al descanso de la escalera antes de recibir el leve empujón que le hizo continuar su trayecto hacia el vacío. Mientras caía, Aurelio se convenció de que la víctima estaba contenta de terminar su cautiverio. Cuando el hombre aterrizó en el siguiente descanso, varios metros más abajo, lo que quedaba de él era un enjambre de fierros y huesos. Aurelio se apoyó entonces en el quicio de la puerta y encendió el primer cigarrillo del día. Después de todo —pensó mientras calculaba en su reloj de pulso cuánto tiempo le tomaría al personal de guardia encontrar el cuerpo inerte—, la vida es una ilusión que puede terminar en cualquier momento.
Todo había comenzado el mes anterior, el día en que el exmarinero, de nariz recta y piel permanentemente bronceada, resbaló en el suelo del baño de su casa. Con el cuerpo boca abajo e incapacitado para moverse, tuvo que hacer un esfuerzo mayor para expandir los pulmones y recibir el aire necesario para hablar:
—Ayuda —masculló con la esperanza de que alguien lo escuchara, pero lo único que le respondió fue el eco de su voz reverberando en las baldosas de la regadera—. ¡Ayuda! —Nunca pensó necesitar la de nadie y, sin embargo, se esforzó por gritar, aunque no obtuviera respuesta.
Fue entonces cuando lo supo: aun si conseguía auxilio, la vejez, cuyos avisos llevaba tiempo recibiendo, había llegado en ese instante para quedarse. Para algunos, ese momento sucede al bajar de un auto o al recibir una intensa punzada en la espalda mientras nietos e hijos lo esperan en la entrada del restaurante en el que los domingos revierten la culpa de abandonarlo el resto de la semana; otros lo experimentan con una risa que se convierte en tos y que no se detiene nunca. A él, Aurelio Autieri, se le había aparecido en el baño de su casa, sin siquiera una toalla en la cintura.
Pasó todo el día en el suelo, completamente desnudo, observando las letras emborronadas de los periódicos que servían de alfombra para el baño, maldiciendo su ancianidad, hasta que alguien escuchó sus imprecaciones y llamó a los primeros auxilios. Desde entonces, Aurelio tuvo claro que, incluso si los huesos rotos se restauraban, sus posibilidades, de ahí en adelante, serían limitadas; y cada día que pasaba analizaba sus opciones con más escepticismo: podía buscar una empleada extracomunitaria, las únicas dispuestas a cuidar a la tercera edad italiana, pero no quería ser uno de esos viejos apocados que pasean por los jardines públicos del brazo de una nana; podía internarse en una casa de reposo, lo que equivalía a cerrar los ojos todas las noches con la esperanza de no tener que abrirlos más; podía acabar con su vida de una vez, aunque desde hacía décadas no lograba desprenderse de ella; o quizás podría realizar la llamada que, al terminar el segundo cigarro de esa mañana, había decidido hacer.
El periódico local le había dado, justo un día antes, una razón más para llevarla a cabo: la última oportunidad para cobrar venganza acababa de aparecer entre los anuncios inmobiliarios y las noticias de deportes. ¡Ah, la venganza! Esa sí que reactiva las neuronas y restablece las coyunturas. Le conmovía ver cómo la vida otorgaba, de vez en cuando, posibilidades que aún lo estremecían. La venganza, hasta la más descolorida, hace vibrar incluso más que el amor.
Aurelio arrastró sus pantuflas de plástico azul hasta el buró de su habitación, en el que descansaba el teléfono. Encendió la lámpara de lectura, tomó su lupa y volvió a mirar el encabezado de la sección internacional del diario: "Fuente de la Juventud, el Mapa de un Mito". El título lo estremeció nuevamente, igual que el resto de la nota: "El empresario estadounidense David Hofman festejó sus ochenta años donando al Museo de Arte de Miami otro de sus tesoros: una colección de mapas antiguos, entre los cuales se encuentra el de la Fuente de la Eterna Juventud…". Hofman seguía vivo y se daba el lujo de donar precisamente ese mapa. Pero de cuál mapa se trataría, si el de la eterna juventud en realidad había desaparecido años antes. Una furia añeja emergió del recuerdo y se confundió con la que le producían en la actualidad esas dos palabras: eterna y juventud. Las repitió en voz alta: la posibilidad de ser eterno y permanecer joven, en plena posesión de las facultades que comenzaban a hacerle falta, le molestó doblemente.
No era joven y ninguna fuente vendría en su ayuda. Si alguien lo auxiliaría sería él mismo. Nadie más.
Sin terminar la enésima lectura de la nota, Aurelio levantó la bocina y le pidió a la operadora que lo comunicara con el número escrito en un papel roído que sacó de una aún más roída cartera.
En Miami eran las dos de la tarde; después de unos cuantos sonidos, espaciados por sus respectivos silencios, se escuchó el "Hello»" de un hombre forzado por su sentido de la responsabilidad a contestar todas las llamadas que recibía.
—Quiero hablar con mi hijo.
—¿Quién habla? —preguntó con voz alarmada.
—¡Carajo! Quiero hablar con mi hijo —gritó el viejo, activando el pequeño artefacto colocado en su oído derecho.
—¿Quién es? —repitió el individuo del otro lado del océano.
—¿Quién va a ser, Antonio? Tu padre… —Hubo un silencio incómodo.
Antonio, el interlocutor, tuvo ganas de llenarlo con un "No lo conozco" y colgar. No hubiera mentido demasiado: apenas conocía a ese padre lejano, geográfica y emocionalmente, pero Aurelio continuó.
—Estoy en el hospital y no va a ser por mucho. —Hizo una nueva pausa antes de formular su petición en el acento cadencioso y sensual de los argentinos—: Tenés que venir.
Después de una breve cavilación Antonio lo tuvo claro: si la llamada hubiera sido suya, no le habría gustado que su última voluntad fuera ignorada por su descendencia, así que preguntó:
—¿En dónde estás? —Lo hizo con desgano, mientras se resignaba a sacar papel y lápiz. —Carajo, en el hospital, ya te lo dije.
—¿En qué hospital?, quiero decir —rebatió con los dientes apretados, para después apuntar las coordenadas, italianas, dictadas por la voz que no escuchaba desde hacía más de diez años.
Si Aurelio confió en que Antonio complacería su demanda fue porque el anciano contaba con la culpa y con la avaricia humana. El llamado de la sangre o el amor filial, por más que muy en el fondo le hubiera encantado que se manifestaran, los daba por descartados. Para él, aquellos lazos eran vanos y si algo podía hacer que su único hijo atravesara el Atlántico para ayudarlo esto era la conveniencia o la obligación. Antonio apareció dos días después para enterarse de que su padre había sido internado de emergencia.
En el austero consultorio de paredes blancas, el médico a cargo del paciente Autieri fue pródigo en detalles, que le externó al recién llegado en un excelente inglés, perfeccionado durante su maestría en la Universidad de Oxford:
—Su padre tiene dos vértebras rotas a causa de una caída y de la osteoporosis que padece; diría yo, normal para su edad. Padece también una aguda sordera, secuela de una inmersión marina que le reventó los tímpanos y que corregimos con los aparatos que le colocamos en los oídos. Tiene, además, deficiencias venosa, cardiaca y pulmonar debidas a un estilo de vida con vicios, principalmente alcohol y humos, que no le hemos podido limitar.
Le explicó que existía también la necesidad de que a uno de los penetrantes ojos color gris azulado de Aurelio Autieri le removieran la catarata, que le nublaba la vista al punto de haber sido declarado legalmente ciego.
—Se trata de un procedimiento quirúrgico muy simple que ya le realizamos en el otro ojo y que podemos efectuarle a la brevedad, si usted lo autoriza.
—De acuerdo, pero no me corresponde a mí…
—Le corresponde, ya se lo explicará el asistente social que nos acompaña —dijo, mientras extendía la vista hacia un hombre de mediana edad que observaba callado la escena desde la retaguardia—. Es él quien lleva el caso de su padre, pero no se preocupe: por mi parte, resueltas estas nimiedades, doy de alta al paciente, que podrá vivir —expresó complacido el doctor— hasta los cien años.
"¡Veinte años más! ¡Y yo que había venido a acompañar las últimas horas de un moribundo!", exclamó Antonio en sus adentros, haciendo un esfuerzo por controlar las emociones encontradas, mientras balbuceaba distraídamente lo que solía preguntar de rutina:
—Y… ¿qué medicamentos está tomando?
—Ni siquiera analgésicos —reportó el doctor orgullosamente—. La única recomendación, ahora que por fin apareció un miembro de la familia, es que se ponga el corsé de metal, para que le inmovilice la espalda y los huesos vuelvan a su sitio. Por alguna razón le tiene aversión a ese aparato y no hemos logrado que lo use.
—¿Algo más que deba saber? —apuró Antonio algo destanteado.
—Habrá que llevar a cabo una inspección médica periódica y debe permanecer bajo vigilancia. Es un anciano convaleciente y no puede seguir viviendo solo… —concluyó con una sonrisa que por poco hace llorar a Antonio, y que le recordó el dicho "Hierba mala nunca muere": había acudido a un funeral para el que faltaba mucho tiempo.
Antonio no tuvo más remedio que escuchar al asistente social, que había permanecido al interior del cubículo para aleccionarlo, ahora en el español aprendido en una misión en Nicaragua.
—Según la ley italiana, el señor Autieri es asunto de su total competencia. Me explico: supongamos que su padre deja un cigarrillo encendido y su casa se incendia, como ya sucedió una vez, por fortuna sólo parcialmente. En ese caso usted no sólo tendría que pagar los daños a terceros, sino que podría ser juzgado penalmente por responsabilidad civil. —El colaborador del Estado tenía la consigna de evitar una nueva carga para su país, ya sea que fuera en un asilo o en una cárcel. Por ello se había guardado de mencionar las misteriosas muertes de los compañeros de cuarto de Autieri, que ni siquiera habían sido investigadas, pues a nadie le había importado el deceso de dos viejos convertidos en un problema para sus familias, ni a él denunciar un caso cuyo desenlace sospechaba, pero que pondría el futuro de Aurelio en manos de la justicia italiana. Se limitó a advertirle que Autieri era un hombre poco apto para la convivencia con otros ancianos.
—Además —añadió—, aún está fuerte, entero, diría yo. No le corresponde un hospicio. Sólo necesita atención y algo de cariño. Y le sugiero que se los dé, no vaya a arrepentirse después…
Ante semejante chantaje, y también gracias al arraigado sentido del deber de Antonio, este asintió, para luego ir a sentarse a un lado de su padre, quien lo esperaba en la habitación.
—¿Qué opinarías de visitarnos en Miami?
Al escuchar las palabras de su hijo, Aurelio sonrió con sorna y emoción al mismo tiempo: se había salido con la suya. Del otro lado del océano, no sólo vería a su nieto, sino que recibiría atenciones y, sobre todo, podría cobrar una última cuenta pendiente: la que tenía con Hofman.
La última vez que Aurelio había estado en Miami, la Ciudad Mágica, iniciaba 1962, el año en que el papa Juan XXIII excomulgó a Fidel Castro y los Beatles grabaron su primer éxito: "Love Me Do". El año en que Antonio fue concebido.
Un domingo, mientras paseaba por Ocean Drive, Aurelio vio por primera vez a Gloria, quien se convertiría en la madre de su único hijo. Llevaba puesto un sombrero tan grande que despertó en el italiano la curiosidad de saber cómo era el rostro que remataba el cuerpo espigado y entaconado que lo presumía. Gloria era una mujer muy blanca, de ojos claros, que le daban una apariencia más sueca que cubana, aunque esta última fuera su nacionalidad. A pesar de los piropos que Aurelio le lanzó en diversos idiomas y que la hicieron sonrojarse y sonreír, no logró verle la cara hasta que se dirigió a ella en español, después de haberla perseguido por algunas cuadras. Si por fin había aceptado conversar con él era porque, en su esencia práctica y calculadora, deseaba explorar mejores opciones que las que tendría viviendo con sus parientes en Hialeah, en una casa a la que no dejaban de llegar exiliados.
Poco tiempo antes, Gloria había trabajado como vendedora de la boutique más lujosa de La Habana. Después de festejar el triunfo de la Revolución, que en su momento le pareció una mejor alternativa al gobierno de Batista, optó por dejar la isla y también a su esposo, un simpatizante de Fidel. Lo decidió al día siguiente de que unos guajiros armados con machetes desfilaran frente a la tienda, que hacía tiempo no era abastecida con mercancía ni recibía clientes. Gloria concluyó que aquello no conduciría a nada bueno y, sin despedirse de nadie, solicitó el permiso para salir de vacaciones, con la excusa de visitar a unos parientes que vivían en Jamaica. Una vez en Kingston, a donde llegó en un vuelo atiborrado de compatriotas, pidió formalmente asilo a los Estados Unidos. Al igual que a los miles de cubanos que entonces tocaron el suelo de la Florida o pretendían hacerlo, el asilo le fue concedido. Al principio de su estancia en Miami se sintió cómoda, pero al cabo de un tiempo tuvo la necesidad de salir de una casa que se había convertido en campamento.
Desde ese primer encuentro con Aurelio, cuando él hizo todo lo posible por llamar su atención, vio a ese hombre de piel curtida, veinte años mayor que ella, aunque con bastantes menos prejuicios, como su salvación. Fue hasta más tarde que supo que sería su condena.
Una condena que ya daba por expurgada, hasta que su hijo Antonio le informó que Aurelio llegaría a "Mayamí".
Casi cincuenta años después de su última visita, y tras diez horas de abstinencia de nicotina, Aurelio Autieri aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Miami, un enredo de hangares, túneles de abordaje, pistas y pasto; que hasta 1988 había llevado el nombre de uno de esos políticos a los que nadie honra ni recuerda.
Más que una ciudad americana, Miami era una capital tropical. Larga en rumores, corta en memoria y construida sobre la quimera del dinero fugado; así la describió Joan Didion en los años ochenta. Pronto Aurelio se dio cuenta de que ese concepto no había cambiado, aunque desde la ventanilla del avión, y gracias a sus liberadas córneas, alcanzó a ver cómo la ciudad se había desparramado en una larga, ancha y tupida estela de luces coloradas que brillaban paralelas a las tiras de agua que la rodeaban.
Mientras el auto que los había recogido recorría los expressways, Aurelio miraba, ahora de cerca y con curiosidad, la tierra que un siglo atrás había sido una plantación de cocos infestada de ratas, conejos y mosquitos, y que ahora se había convertido en una urbe habitada por las más diversas especies.
Antonio, desde el asiento de cuero color miel, cómodo como el de una sala, intentaba mostrarle la ciudad a través de su propia mirada: "Ese es Downtown, el centro administrativo del condado", señalaba con el dedo, mientras el chofer deslizaba velozmente las ruedas del elegante automóvil sobre el concreto armado. "Brickell, el corazón financiero. Allí tengo mi oficina", continuó, señalando a través del cristal del vehículo. "Por este canal pasan todas las tardes los cruceros que van al Caribe, desde la casa los vemos mientras tomamos el aperitivo. A tu izquierda puedes ver las islas de Hibiscus, Palm y Star Island, donde están las mansiones de los más ricos. Uno de mis socios vive allá. Al frente tienes la silueta de South Beach, la playa, con sus rascacielos y el distrito Art-Deco"; concluyó sin alardear que, gracias a la reciente crisis inmobiliaria de 2008, había comprado un pent-house muy por debajo de su valor en el edificio más caro al sur de la calle Cinco. Aurelio escuchaba sin pronunciar palabra, limitándose a mirar la hora, a emitir gruñidos y a forcejear de vez en cuando con el corsé de fierro, que había aceptado ponerse sólo para amortiguar el golpeteo del viaje. Al ver el letrero que indicaba el camino hacia Key Biscayne, preguntó si ahí era donde se encontraba el Museo de Arte de Miami. Antonio, un coleccionista apasionado de arte contemporáneo, asintió un tanto sorprendido por la pregunta. —No sabía que te interesara el arte —dijo, con la esperanza de encontrar algún punto en común con su padre. —Hay mucho que no sabes de mí —amenazó Aurelio, al tiempo que intensificaba su forcejeo con el corsé que lo constreñía.
Justo antes de cruzar el último puente hacia South Beach, el vehículo giró hacia una plazoleta escondida detrás de unos setos, a un costado de la capitanía del puerto, y se encaminó a una de las hileras de autos que hacían cola para subirse al ferri. Cuando el chofer bajó la ventanilla, un hombre vestido de oscuro, pese al calor, saludó a Antonio con sonriente familiaridad.
—Bienvenido a casa, doctor Autieri —dijo e ingresó las placas del vehículo en el dispositivo que sostenía en la mano.
Gracias a esa interacción, Aurelio pudo percibir la brisa marina. El aroma salado y fresco que solía inyectarle vitalidad invadió el interior del auto a pesar de que el aire acondicionado estaba encendido. La brisa lo había excitado y se aferró a las varillas del corsé como si quisiera romperlas. No sabía aún que iba a entrar a la isla con mayor ingreso per cápita del mundo, cuyo club ostentaba una de las membresías más caras en los Estados Unidos; fue su hijo, enfundado en unos pantalones de piqué a rayas y con una actitud de modesta zozobra, quien trató de explicárselo:
—Fisher Island es un conjunto residencial muy tranquilo y exclusivo del cual no hace falta salir: hay marina, club de tenis, golf, gimnasio, supermercado y todas las amenidades, además de las playas más bonitas y el mejor clima del mundo. Vas a ser feliz aquí.
La última vez que alguien le dijo a Aurelio que iba a ser feliz en una isla fue en 1959: el sitio se llamaba Cuba. Su recuerdo era una invasiva sensación de claustrofobia.
—¿Querés decir que cada vez que quiera salir de aquí tendré que tomar el ferri o nadar? —se quejó Aurelio, apretando el botón recién localizado para bajar su ventanilla. En la chata y chaparra plataforma del barco que estaba a punto de zarpar del muelle flotante seguían acomodándose los últimos autos, todos relucientes, todos importados.
Al percibir la silenciosa frustración de Antonio, Aurelio continuó provocándolo:
—Voy a quitarme esta jaula —declaró al percibir el movimiento del ferri, una de sus sensaciones favoritas, mientras empujaba las barras de metal que ceñían su pecho, sin poder liberarse.
Antonio seguía sin contestar, cansado del viaje y de esa súbita e intensa convivencia con su padre.
—¿Qué horas tenés? —volvió a la carga Aurelio, dejando por un momento la lucha con el corsé. Su hijo contestó sin mirar el reloj:
—Las nueve y media.
—¿Y los minutos no cuentan? Hay insectos que viven apenas unos segundos, posible que no te…
—Nueve treinta y dos —se rindió Antonio ante la exigencia de puntualidad del viejo, que de ahora en adelante, y a pesar de la reticencia de ambos para que así fuera, estaría bajo su cuidado.
Cuando el transbordador llegó al otro lado del canal, el auto descendió a tierra y comenzó a transitar por una calle angosta, cuyo límite de velocidad eran veinte kilómetros por hora. La flanqueaban esbeltas y arqueadas palmeras, rodeadas por jardines tan aseados que a Aurelio le dieron ganas de despeinarlos.
El automóvil se detuvo frente a una de las muchas construcciones de varios pisos que se multiplicaban en la isla: todas uniformadas de beige, todas recubiertas de piedra caliza y con cierto aspecto a tramoya teatral. Torres de techos de tejas y pórticos en versión multifamiliar de lujo, cual haciendas verticales o villas italianas al mayoreo. ¿Qué lugar era ese? ¿Qué le había sucedido a esa isla que en sus tiempos había sido la residencia de una sola familia?, se preguntó Aurelio al bajar del auto y ver el mastodóntico edificio que tenía enfrente.
El acomodador de autos los recibió con entusiasmo —característica requerida a los trabajadores de la isla— y recogió el equipaje en la bahía de recepción, una media luna de asfalto delimitada por hortensias. Antonio, Aurelio y sus respectivas maletas —una, pequeña, de piel de cochino, muy desgastada, y con dos cinturones apretándola; la otra, de ruedas multidirigibles, negra, dura y muy nueva— se introdujeron al vestíbulo de doble altura que los condujo hasta una gran puerta de madera. Parecía el portón de un antiguo templo hindú. Y lo era.
La esposa de Antonio, una mujer de edad difícilmente adivinable, pasaporte mexicano y que respondía al nombre de Maripaz, abrió la puerta con una sonrisa, justo en el momento en que Aurelio, después de haber maniobrado exhaustivamente con el corsé, lograba al fin quitárselo. En sus veintiséis años de casada había visto a su suegro sólo una vez, y no esperaba que en ese encuentro le tendiera un armatoste de fierro en lugar de la mano.
—Bienvenido —dijo incrédula al recibir el corsé, que apoyó en una esquina para que nadie fuera a tropezarse. Se había propuesto aceptar a su suegro en su hogar con toda la amabilidad y compasión de la que era capaz. Consideraba importante que su marido se reconciliara con él antes de que su padre desapareciera de este mundo y lo torturara desde el otro.
—Gracias —contestó Aurelio e inmediatamente después le guiñó y la revisó de pies a cabeza. Concluyó que el rostro de su nuera había envejecido muy poco para la edad que debía tener. ¿Habría encontrado la Fuente de la Eterna Juventud?, se preguntó.
Aurelio sintió entonces que alguien lo miraba de reojo y sin curiosidad desde el área menos alumbrada de la sala.
—¿Julio? —inquirió el viejo acercándose, convencido de que se trataba del niño que no había vuelto a ver desde hacía más de una década, la única vez que su hijo, su nuera y su nieto lo habían visitado en Italia.
—No. Ella es Sofía —aclaró Mapi, como se hacía llamar Maripaz, y completó la oración con una poco convencida aserción—: la princesa de la casa.
—Parece hombre —espetó Aurelio, que detestaba la moda de vestirse unisex y recién descubría, detrás de unos lentes de armazón grueso, los ojos que lo miraban ausentes, enmarcados por un cabello color azabache, remate de un cuerpo cubierto por una camisa demasiado holgada. Aurelio nunca habría imaginado que semejante estampa escondiera una niña llamada Sofía. Una nieta que apenas le dijo "Hola", aunque en ese momento el recién llegado prestó poca atención al distanciamiento con el mundo de la adolescente, que continuaba inmersa en su teléfono. Él también tenía otras preocupaciones.
—¿Y Julio? Así se llama su hijo, ¿no? —insistió Aurelio dirigiéndose a Mapi.
—Julio tiene veinticuatro años ahora, y Sofía catorce, casi la misma edad en la que lo conociste a él… —aclaró Antonio mientras se sentaba en uno de los sillones de la sala, a un lado del que había elegido su esposa.
—Julio está haciendo unas prácticas universitarias en Londres. Es doctor como su padre… Pero ya habrá tiempo para platicar. Supongo que estás cansado. ¿Quieres tomar algo? —ofreció la esposa de Antonio con diligencia, mientras Sofía seguía tan indiferente a la escena que parecía estar en otra parte.
—Una botella de whisky —contestó Aurelio encendiendo un cigarrillo.
Mapi volteó a ver a su esposo, alarmada.
—¿Es broma? —carraspeó mientras calibraba la posibilidad de que su suegro fuera un alcohólico.
—Lo de la botella sí, pero ¿podés servirme un whisky doble sin hielo? —y añadió—: ¿Tenés Chivas?
—¿No prefieres un vaso con agua? Volar deshidrata y... —farfulló confundida Mapi, mientras veía con preocupación cómo se llenaba la sala de humo.
—¿Agua? Ni para bañarme.
Antonio se levantó a buscar el trago de su padre en la cocina. Necesitaba un lugar donde apartarse y darse cuenta de que había introducido a su casa a un hombre que desconocía y cuyo estilo de vida podía causarles conmoción a los suyos. Señales para estar nervioso había habido de sobra.
Durante el periodo transcurrido en Italia, mientras esperaba a que dieran de alta a su padre y procedían a cumplir con los trámites administrativos de un país extremamente burocrático, Antonio no había tenido muchas oportunidades de hablar con Aurelio. Su prioridad entonces había sido la de regresar a Miami lo más pronto posible, por lo que se dedicó a resolver las muchas cuestiones prácticas relativas al cambio de vida de su predecesor. Lo que más vívidamente recordaba de ese par de semanas de estancia eran las catorce veces que había tenido que llenar el requerimiento E53 y los once sellos de las dependencias que tuvo que visitar para conseguir la aprobación y poder mudar a su padre. Durante su estancia no intimaron más allá de lo necesario. Ambos se habían limitado a intercambiar información sobre asuntos de orden pragmático, dejando fuera los más íntimos. Llevaron a cabo las formalidades para la renovación del pasaporte que Aurelio había extraviado y que insistió en tramitar con su segundo nombre, Marco, sin que Antonio entendiera bien por qué; programaron la cirugía de ojo a la que fue sometido; discutieron sobre qué hacer con las rentas que percibía Aurelio por sus propiedades, que no aumentaban desde hacía veinte años; se ocuparon de comprar ropa para que el viejo llegara a Miami presentable, así como de los detalles concernientes a la restauración de su casa, un asunto álgido.
Antonio había encontrado la residencia de su padre en condiciones deplorables: cuadros clavados en las contraventanas de madera carcomidas por la polilla, vidrios rotos, un foco fungía de candelabro en el salón, no había agua caliente ni calefacción, las sábanas de encaje del ajuar de su abuela eran usadas de estropajos y el piso del único baño en funcionamiento —cuya taza estaba cubierta por una costra de mugre— se encontraba tapizado con papel periódico. El resto del departamento yacía bajo una gruesa alfombra de polvo compacto. Sólo se salvaba de la mugre incrustada una mesa repleta de periódicos, cajetillas de cigarros y botellas de vidrio verde sin etiqueta: un panorama revelador de la vida del propietario, convertido para entonces en una especie de vagabundo. ¿Cómo alguien en su sano juicio y con los medios económicos suficientes para sustentarse de forma digna podía vivir de esa manera?, se preguntaba Antonio. Acabó por concluir lo que desde Italia lo atormentaba: estaba tratando con un desequilibrado, encima senil y ya no había manera de evitar esa convivencia.
Regresó a la sala con tres copas de vino, como si estuviera atendiendo a un invitado cualquiera. Aurelio bebió vorazmente una de ellas y anunció que iba a acostarse. Desconcertados, los anfitriones lo condujeron a la habitación destinada a las visitas y se retiraron en silencio, cada uno preocupado a su manera por lo que les esperaba.
Esa noche, Aurelio durmió gracias al tranquilizante que su hijo le puso a escondidas en la copa.
A la mañana siguiente, Antonio se levantó al amanecer. Vestido con bóxers y la playera de hilo de Escocia que usaba para dormir, se dirigió a la recámara de Aurelio. La encontró vacía. Alarmado, salió a buscarlo. Lo halló en el andador que conducía a la playa, fumando un cigarrillo. Por primera vez desde su reencuentro parecía estar en paz. Miraba el mar, que se extendía plácido frente a él.
—Buenos días, ¿descansaste? —preguntó Antonio, tratando de sonar ecuánime.
—A mi edad dormir es absurdo —fue la demoledora respuesta.
—Ven, te enseño los alrededores —le propuso, aliviado de encontrarlo con bien. Aurelio, envuelto en un pijama celeste de perfiles azul marino, asintió y comenzaron a caminar en silencio hacia la playa desierta. El sol naciente y luminoso parecía evidenciar la incomodidad que invadía a Antonio en esos primeros pasos rumbo al mar. No encontró qué decirle a aquel hombre en el que aún no había logrado reconocerse. Ya no había asuntos pendientes con los cuales evitar la intimidad: había llegado la hora de que padre e hijo tuvieran un diálogo más cercano. Pero Antonio se rehusaba a comenzar; todavía no superaba el abandono de un hombre que no se había dignado a buscarlo hasta que lo necesitó y a quien ahora él tenía que rescatar obligatoriamente. El mutismo siguió hasta que Aurelio rompió el silencio. El pavimento había terminado bajo sus pies y sus plantas desnudas pisaron la arena cuando se pronunció:
—Odio la playa.
La tajante declaración obtuvo la única respuesta que se le ocurrió al mortificado Antonio:
—¿Cómo es posible? Si pasaste la mayor parte de tu vida en el mar… Siempre te apasionó, ¿no? ¿Cómo puedes decir algo así?
Aurelio continuó dando pasos cortos hacia el horizonte sin responder. Antes de llegar al agua se detuvo para mirarse los pies apenas hundidos en la arena; cuando el agua que lame la rompiente los alcanzó, cerró por un instante los ojos. Los volvió a abrir para darle una bocanada al cigarrillo, que llevaba entre los dedos amarillentos. Al mirar hacia delante estimó que había llegado el momento de las explicaciones:
—La odio porque es donde termina el mar. Antonio, que lo había seguido hasta allí, quedó desconcertado frente a esa consideración, que casualmente él siempre había visto al revés: ¿no era ahí donde comenzaba? Aurelio aprovechó el silencio para completar su idea:
—Me gustaba navegar. Ahora, en cambio, paseo por la orilla, observo desde la tribuna; la maldita playa me lo recuerda.
—Bueno, en la vida hay un momento en el que uno se sienta y goza del panorama. —Algo conmovido, Antonio intentó la vía de la conciliación o, más bien, de la resignación—. Tienes casi ochenta años… ¿Por qué no te relajas? ¿Quieres nadar?
—No lo hago desde hace mucho —contestó Aurelio, balanceándose sobre los pies.
—¿Por qué?
—¿Qué hora tenés? —preguntó, ignorando la conversación previa.
—Las siete cincuenta y cinco —contestó Antonio, haciendo un esfuerzo por concederle la precisión que su padre demandaba, mientras lo tomaba del brazo para seguir caminando. Después de avanzar un poco más, Aurelio se volvió de nuevo hacia él.
—No pensaba llegar a viejo, pero ese hijoeputa de Dios me las quiere cobrar todas… —dijo llevando la mirada al cielo—. Y sí, desafortunadamente Dios existe.
—¿Cuándo lo descubriste? —preguntó Antonio con un dejo de sorpresa y otro de ironía.
—No me estaría arrepintiendo de mis pecados si no.
—Tal vez encontraste tu conciencia… —arriesgó a decir el hijo sin ocultar cierto resentimiento.
—¿Esa? Ojalá la hubiera perdido. No, es obra de Dios. Aunque Dios es sólo un apodo, de pila se llama Miedo.
—No has cambiado tanto, entonces…
—Te equivocás. Yo miedo nunca tuve, y este penoso apego a la vida tampoco: me aferro a ella como si fuera un chaleco salvavidas y no supiera nadar.
—Me contó mi madre que eras un pez… —bromeó Antonio, queriendo aligerar el tono de la conversación.
—Un pez que no se atreve a entrar al agua. —Aurelio miró a su hijo, sin moverse—. Nada es igual…, aunque algunos sentimientos persisten —dijo, sorprendido de sus propias palabras.
Antonio se quedó perplejo ante esa repentina emotividad y pensó que conduciría a su padre a expresarle su cariño o al menos a justificarse por haberse desentendido de él, pero no fue así:
—Mi amor hacia el mar es el mismo —declaró Aurelio mientras miraba la espuma blanca coronar las olas que se diluían, una tras otra, en la cristalina ensenada donde paseaban—. No recuerdo cuándo me percaté de ello, pero puedo describirte la primera vez que lo vi como una salvación.
En la lejanía apareció Maripaz:
—¡Aurelio! ¡Antonio! —Este último volteó a verla, mientras su padre ignoró el llamado.
—Fue cuando me tiré al agua desde la cubierta de un buque bombardeado a pocos metros del muelle, allá en el puerto de La Spezia. Después de saquear lo poco que le quedaba, los otros jóvenes de la zona y yo usábamos esa nave como punto de encuentro. No teníamos muchos pasatiempos entonces.
—¡¿Vienen?! —La voz se escuchó más cerca, y Antonio le hizo una seña a su esposa para que se callara. Aurelio, en cambio, no parecía estar al tanto de la presencia de su nuera.
—La guerra acababa de terminar y recuerdo ese primer baño como si fuera hoy. Mi padre había muerto en el frente y mi abuelo se tiró por la ventana al enterarse de la pérdida de su único hijo.
—Debió ser un dolor muy grande el suyo —dijo Antonio, imaginando la devastación que lo azotaría si alguno de sus hijos muriera.
—Dolor el mío, que estaba vivo en medio de la desesperación. Me entraron tantas ganas de desaparecer que cuando me zambullí en el mar pensé que tenía la fuerza de nadar hasta América. Fue entonces que decidí embarcarme en la primera nave que zarpara hacia allá.
—¿Cuántos años tenías? —alcanzó a preguntar Antonio, turbado por la historia que había heredado en la sangre.
—Diecisiete —contestó su padre. Poco más de la edad de Sofía, pensó Antonio. Pero Aurelio continuó—: Mi madre estaba tan afectada que me había internado en un colegio de sacerdotes, más que estrictos, sanguinarios. Mi intención al partir era vengarme.
—¿De ella? —dijo Antonio, que al creer imposible odiar a una madre, replegó de inmediato—: ¿O de los frailes?
—De los americanos. Los aliados que mataron a mi padre durante el desembarco en Sicilia. Fueron ellos los que asesinaron, de algún modo, también a mi abuelo.
—No entiendo cómo pensabas lograrlo —reflexionó Antonio, constatando la magnitud del drama que había vivido aquella familia que no acababa de sentir suya.
—Yo tampoco. Lo único que deseaba era matar americanos y preñar americanas. Pero, cuando llegué a Nueva York y vi a las viudas de los marines esperando los cuerpos de sus maridos en el puerto, entendí que sufrían igual que nosotros.
—¿Por eso desististe?
—No. Fue porque durante la travesía alguien me prestó Moby Dick.
—¿Un libro calmó tu ira?
—No calmó mi ira, me cambió el rumbo. Seguía creyendo que tenía que hacerle pagar a alguien mis odios, pero cobrárselos a una ballena me pareció más viable que a un pueblo entero —dijo, al recordar todo el coraje que la muerte de los hombres de su familia le había provocado—. Quería ver sangre y compensar mi dolor con el de otros.
Hubo un breve silencio. Antonio, acostumbrado a ocultar sus sentimientos, detuvo las lágrimas que estaban a punto de brotarle y aprovechó para cambiar de tema:
—El desayuno está listo. Hace hambre, ¿no? Y yo debo irme a trabajar.
Aurelio, que también había tenido suficiente de confesiones, volvió a su pregunta más recurrente:
—¿Qué hora tenés?
—¿Y tu reloj? —preguntó a su vez Antonio.
—Lo olvidé —contestó, mostrándole la franja de piel blanca, donde usualmente traía su aparato favorito, en contraste con su muñeca bronceada.
—Recuérdame revisar también tu aparato del oído: se me hace que se descargó la batería. No estás escuchando bien.
—¿Qué hora tenés? —repitió Aurelio.
—Es tarde ya —concluyó Antonio tomándolo del brazo.
Aurelio se encaminó junto a su hijo de regreso a la casa, sin dejar de mirar los puntos blancos que aparecían alternadamente en el horizonte. El sol resplandecía, el viento soplaba cada vez más fuerte y los quiebres de agua indicaban un mar picado. A pesar de las olas, una embarcación se deslizaba sin aparente esfuerzo sobre la línea que dividía el mar del cielo. La última afirmación de Antonio, que por alguna extraña razón había escuchado perfectamente, retumbó en sus oídos cansados. Sí que era tarde: tarde para preocuparse por la hora y hasta para vengarse, pero sobre todo era tarde para seguir viviendo. Viviendo una vejez lenta y desconsiderada, eludible sólo a través del recuerdo. El recuerdo de una ballena, la primera responsable de su presencia en Miami, la ciudad que alguna vez le pareció mágica. Una ballena que marcaba, si no el origen de todos sus males, por lo menos uno que aún le hacía hervir la sangre, le despertaba la curiosidad y, de alguna extraña manera, lo conectaba con el amor.