Sandra Lorenzano
05/08/2018 - 12:04 am
Energía cósmica. Las letras de Nahui Olin*
¿Qué hay en esta niña de la fotografía de la anciana que se paseaba por la Alameda Central, vestida de manera excéntrica, que alimentaba a los gatos y decía que controlaba el movimiento del sol con sus propios ojos?
Para Adriana Malvido, con agradecimiento por su luminoso libro sobre Nahui. 2
¡Qué me importan las leyes, la sociedad, si dentro de mí hay un reino donde yo sola soy…!
Óptica cerebral.
Arte es hacer de las cosas vulgares, cosas únicas de expresión y de carácter.
Óptica cerebral.
1.
¿Qué hay en esta niña de la fotografía de la anciana que se paseaba por la Alameda Central, vestida de manera excéntrica, que alimentaba a los gatos y decía que controlaba el movimiento del sol con sus propios ojos? ¿Qué hay de Nahui Olin en la pequeña Carmen Mondragón? ¿Está allí ya el germen de sus pasiones, de su actuar avasallante y libre, de su voluntad de transgredir las rígidas normas construidas para las mujeres, de sus miedos, de sus arrebatos, de sus versos muchas veces insondables, de los colores que alimentaron su paleta sorprendentemente feliz? ¿Qué hay de la que llegó a ser -de su melancolía, de su carácter irreductible, de sus desbordes-, además del profundo verde de sus ojos, a los que Chavela Vargas podría haberles cantado: Verde es mi color / Color de verde luna, verde mar / Verde es mi pasión?
¿Quién fue esa niña de mirada profunda y alma inquieta, amada, admirada y quizás también temida en su juventud, que terminó olvidada y sola?
Los datos biográficos son más o menos conocidos: el 8 de julio de 1894 nace Carmen, la quinta hija de una acomodada familia porfiriana. Su padre fue el general Manuel Mondragón y su madre Mercedes Valseca. Se educa en Francia donde se traslada con sus padres y hermanos entre 1897 y 1905 por una misión que Porfirio Díaz le encarga al General Mondragón, especialista en artillería. “Inventor de un fusil extraordinario –dice Elena Poniatowska en el capítulo que le dedica a Nahui en Las siete cabritas 3 - capaz de matar a veinte de un plomazo”.
En 1913 se casa con el cadete Manuel Rodríguez Lozano y regresan juntos a París. Ya no se trata de un viaje para acompañar al padre en su misión de exitoso militar, sino del viaje del destierro, ya que Mondragón fue uno de los implicados en los hechos de la llamada Decena Trágica que terminaron con el asesinato de Francisco I. Madero.
En París, la joven pareja se relaciona con artistas como Georges Bracque, Henri Matisse y Pablo Picasso, entre otros. Al iniciar la Primera Guerra Mundial se trasladan a San Sebastián, España, donde ellos mismos comienzan a pintar.
Como todas las relaciones amorosas de Carmen, ésta será tormentosa, como si hubiera dentro de ella una especie de desesperación por absorber todo lo que hay a su alrededor, por llegar a la esencia de las cosas de manera impetuosa, irrefrenable. “Insaciable sed” la llama ella en el poema del mismo título del cual cito un fragmento:
Mi espíritu y mi cuerpo tienen siempre loca sed/ de esos mundos nuevos/ que voy creando sin cesar,/ y de las cosas/ y de los elementos,/ y de los seres,/ que tienen siempre nuevas fases/ bajo la influencia/ de mi espíritu y mi cuerpo que tienen siempre loca sed;/ inagotable sed, de inquietud creadora.
Se cuenta que la homosexualidad de él, de Rodríguez Lozano, uno de los pintores más destacados del grupo de los Contemporáneos, del que se enamoró también perdidamente Antonieta Rivas Mercado, era motivo de peleas constantes y de alejamiento físico. Tuvieron un hijo que murió siendo apenas un bebé. La leyenda negra de Nahui dice que ella misma lo estranguló. ¿Quién puede saberlo realmente?
Ya en México de regreso, van a una fiesta en la que está también Gerardo Murillo, el Dr. Atl. Él describe así ese encuentro en la entrada de su diario correspondiente al 22 de julio de 1921:
“Vuelvo a casa de la fiesta que la señora Almonte dio en su residencia de San Ángel, con la cabeza ardiendo y el alma trepidante. Entre el vaivén de la multitud que llenaba los salones se abrió ante mí un abismo verde como el mar; profundo como el mar: los ojos de una mujer. Yo caí en ese abismo, instantáneamente, como el hombre que resbala de una alta roca y se precipita en el océano. Atracción extraña, irresistible. (…) ¿Cómo es posible que en un hombre como yo pueda encenderse una pasión con tal violencia?”
Se da entre ambos a partir de ese encuentro una larga y apasionada correspondencia que ella inicia con las siguientes líneas:
“Para mí, para ti, ya no habrá ayer ni mañana –para nosotros dos sólo hay un solo día: la eternidad del amor y un solo cambio: más amor –amor que se transforma en más amor, donde no hay ayer ni mañana, sólo un espacio infinito –un día donde la noche no existirá sino para amarnos –una noche que será más luminosa que el día mismo cuando nuestras carnes se junten- es nuestro destino”.
Carmen deja a su marido y vive durante varios años con el hombre que la bautiza como Nahui Olin. Nombre que la vincula a la cultura mexicana, a una cosmovisión poderosa y diferente de aquella dominante en la que había nacido. Nahui Olin, en honor al significado náhuatl del cuarto sol, “la renovación continua del Universo”. Abandonar nombre y apellido es abandonar al padre, renunciar al linaje y renacer vuelta otra; cuarto sol: la renovación continua del universo.
Juntos convierten la azotea del ex convento de La Merced en un paraíso de amor ardiente y arte. Un paraíso que de a ratos se vuelve infernal. Se aman, se odian, pintan, escriben, escandalizan a las buenas conciencias de la ciudad, se traicionan, vuelven a amarse desaforadamente. Ella se transforma en un mito de ojos verdes. Ante la pasión que sus ojos encienden, ella prefiere hablar de “El verde de oblicuos agujeros”:
“El verde de oblicuos agujeros, que de un rostro es lo que todos miran – y los que lo miran no saben porqué se extrañan y miran dentro con el sólo deseo de mirar, y sólo ven, y sólo saben, y sólo creen que son verdes agujeros oblicuos que se ven sin mirar el rostro y que recuerdan piedras verdes, colores raros, sin término de comparación. […] no penetran la potencia de expresión, la vibratoria inquietud, la constante rebeldía de un espíritu, de un cerebro en acción dotado de millares de fibras microscópicas, sensibles al contacto de todo átomo viviente (…) el verde de oblicuos agujeros, es el débil reflejo de un elemento superior – el espíritu de un ser.” (Óptica cerebral)
2.
Regresemos a las fotografías que son siempre terriblemente inquietantes, quizás porque, como dice Roland Barthes, en las fotografías la muerte es siempre un personaje más. Porque en ellas lo que fue ya no existe, y lo que es dejará de existir apenas se apriete el disparador.
Estas imágenes son y no son Nahui Olin. Ella está y no está allí. Son la mirada de alguien sobre ella. ¿Cuánto hay de ella en esas imágenes? La foto de Edward Weston, el fotógrafo estadounidense que fuera pareja de la italiana Tina Modotti, capta me parece a mí ese instante preciso en que lo que es está dejando de ser.
¿Qué podemos saber de Nahui más allá de esas imágenes? ¿Qué podemos intuir siguiendo su propia escritura? A lo largo de su vida publicó cinco libros: Óptica cerebral, poemas dinámicos (1922), Câlinement je suis dedans (1923), normalmente traducido como “Tierna soy en el interior”, À dix ans sur mon pupitre (1924), “A los diez años sobre mi pupitre”, Nahui Olin (1927) y Energía cósmica (1937).
Se habla de dos inéditos: Una molécula de amor y Totalidad sexual del cosmos.
Si, como se ha dicho tanto, puede considerarse a Nahui Olin “naif” en pintura, no es nada naif en términos literarios. Sus textos tanto la poesía como la prosa muestran un universo de preocupaciones e intereses diversos y profundos. Parte siempre del yo, de su propia interioridad, y desde allí se sumerge en temas del pensamiento universal: la vida, la muerte, el conocimiento, la filosofía, el espíritu, el ser y la nada, podríamos decir parafraseando a Sartre; no es ajena a los temas de interés de su tiempo, la ciencia, los avances tecnológicos, muestra de ello es especialmente su libro Energía cósmica.
Cuentan quienes saben –Elena Poniatowska, Adriana Malvido, Tomás Zurián- que un día llegó al exconvento de La Marced donde vivían Nahui Olin y el Dr. Atl una monja del Colegio Francés que les llevaba de regalo los cuadernos en los que la niña de diez años que fue Nahui había escrito páginas y páginas que mostraban su inteligencia, su sensibilidad, su profundidad y su terrible incomodidad con el presente. Dijo entonces la monja: “Esta niña era extraordinaria. Todo lo comprendía, todo lo adivinaba. Su intuición era pasmosa. (…) Había en esta niña un sentimiento extraño de desesperación por haber venido a este mundo, un deseo de morir engendrado por la opresión de las cosas terrenales, incapaces de contener, de comprender la grande inteligencia de que ella había sido dotada.” Éstas son las palabras que el Dr. Atl, puso en su novela autobiográfica Gentes profanas en el convento, en boca de la portadora de esas primeras letras.
El libro que reúne estas páginas fue publicado en 1924 con el título À dix ans sur mon pupitre (A los diez años sobre mi pupitre) y está dedicado a la amorosa maestra que cuidó los escritos de la niña Carmen Mondragón Valseca durante tantos años: Marie-Cresence. Quizás sea el más fascinante de sus libros porque justamente nos permite ver la intensidad que desde pequeña tuvo su vida interior.
La dedicatoria a la maestra francesa cierra con esta frase dedicada a los lectores: “De amor- cerebro y carne he sido hecha –tres cosas indefinibles- incomprensibles para los hombres – mi inconformidad es el tormento que me aísla y me desvía de la vida en la que la mediocridad limita la adaptación y encuentra conformidad”.
Si bien, como decía, la escritura y la pintura tienen un estilo o una densidad estética diferente, sí tienen un elemento fundamental en común: la reivindicación del ser femenino, consciente de que se trata de una conjunción, compleja, rica, densa, de cuerpo y espíritu: amor, cerebro y carne.
Frente a la mirada que ha querido reducirla a “una mujer de exuberante belleza y sensualidad desaforada”, “a la amante del Dr. Atl”, “a la musa de Diego Rivera”, “a la transgresora que posaba desnuda frente a fotógrafos y pintores”, y demás lugares comunes de la misoginia (todavía hace unos días en un programa de televisión actual hablaban de ella en estos términos), sus obras buscan romper con el estereotipo.
Tenía diez años. Cita a Lamartine a quien ama por apasionado y a Voltaire, a Pascal, a Renan, a Platón y Aristóteles. “He amado tanto”, dice. Es como si hablara un alma antigua desde un cuerpo joven.
Si la mirada masculina busca encasillarla como “símbolo erótico”, sus palabras se opondrán siempre a esta imagen simplificadora y en última instancia enormemente violenta. Así, desde la infancia se rebela contra el mandato social de sumisión de las mujeres.
El mismo tema se reitera en otros textos, como “El cáncer que nos roba la vida” del libro Óptica cerebral de 1922.
“El cáncer de nuestra carne que oprime nuestro espíritu sin restarle fuerza, es el cáncer famoso con que nacemos —estigma de mujer— ese microbio que nos roba vida proviene de leyes prostituidas de poderes legislativos, de poderes religiosos, de poderes paternos, y algunas enormes, enanizadas por mayor crueldad y sabiduría agrícola que la de los japoneses— y flores marchitas de invernadero, temerosas, tiemblan frágiles en la atmósfera pura —el sol las consume, la tormenta de la lucha de la vida con sólo su rumor las mata, y son víctimas de crímenes cínicos de poderes legislativos, de poderes religiosos, de poderes paternos, y esas víctimas cobardes paren, porque no tienen seguridad en ellas mismas, generaciones de nulidades enfermizas. (…) Mas otras mujeres de tremendo espíritu, de viril fuerza, que nacen bajo tales condiciones de cultivadas flores, pero en las que ningún cáncer ha podido mermar la independencia de su espíritu y que a pesar de luchar contra multiplicadas barreras que mil poderes les imponen, más que al hombre a quien le han glorificado su espíritu facilitado sus vicios —con esas multiplicadas barreras que mil poderes les imponen— y desarmadas, con débil carne de invernadero, luchan y lucharán con la sola omnipotencia de su espíritu que se impondrá por la sola conciencia de su libertad —bajo yugos o fuera de ellos— y la civilización de los pueblos y de los hombres hará efectivo el valor de seres de carne y espíritu como ellos.”
En el caso de Nahui la reivindicación de la libertad femenina la lleva a recorrer los caminos del erotismo y la sexualidad como espacios de goce. ¿Cómo? ¿También las mujeres pueden tener una sexualidad gozosa?, se preguntan las buenas conciencias de la época. Ella les responde desde la plenitud de su belleza, de su cuerpo, de una sensualidad absoluta, de la que se sabe única dueña. No es la que “sirve” al deseo del hombre, es la que exige y ofrece por partes iguales. Por partes iguales y entre iguales.
Como en las apasionadas cartas al Dr. Atl:
“Perfora con tu falo mi carne –perfora mis entrañas- desbarata todo mi ser –bebe toda mi sangre- y con la última gota que me quede escribiré esta palabra: te amo.”
Si para la sociedad ella era la hermosa pero excesiva, perturbadora y exhibicionista oveja negra de la familia Mondragón, si incluso para sus compañeros artistas fue puro cuerpo en libertad, ojos de sulfato de cobre, sexualidad arrasadora, Nahui dedicará su vida a mostrar que éstos eran sólo algunos aspectos pero jamás su ser completo.
Pienso en sus contemporáneas: en Frida Kahlo, en Antonieta Rivas Mercado, en Lupe Marín, en Leonora Carrington, en Dolores del Río, en Tina Modotti, en Alma Reed, en Amalia Caballero de Castillo Ledón… en esas mujeres que abrieron brecha en este país nuestro, a veces a costa de su propia salud, física o mental, o de su propia vida. Quién puede resistir vivir con una camisa de fuerza, simbólica o real, durante toda la existencia. Quién puede resignarse a ser considerada un objeto decorativo cuando tiene tanto para decir.
Miro sus obras, leo sus textos, me asomo a sus biografías, y admiro la reivindicación que hacen del desacomodo, de la transgresión, de la provocación, del estar siempre poniendo piedritas en los zapatos de los biempensantes.
La autorepresentación fue, para muchas de ellas, uno de los modos de plantarse en el mundo. Retrar(se), describir(se), volverse sujeto de sus propias reflexiones y prácticas artísticas.
Nahui escribió “cuando poso soy otra cosa que ellos no han visto todavía”. Sus autorretratos en poco se parecen a los retratos que hace de ella los demás.. “Soy otra cosa que ellos no han visto”. ¿Seremos nosotros capaces de verla?
Remiten más a la tradición humanista que a la fantasía erótica masculina, como explica Dina Comisarenco. Más a los griegos y renacentistas para quienes la pureza del cuerpo es reflejo de la belleza espiritual.
“En manos de Nahui, el autorretrato fue un lugar estratégico y efectivo para pelear en contra de las opresivas formas de codificar el cuerpo femenino como objeto y para reinventarse a sí misma.” El cuerpo como forma de conocimiento.
Cuando se retrata con sus parejas, el deseo sexual es compartido por ambos. Ya no es un objeto erótico sino un ser pleno totalmente empático con sus parejas: ambos comparten y disfrutan. Como en las pinturas en las que se pinta con su amor marino, el capitán de barco Eugenio Agacino.
Después de la muerte de Agacino, poco a poco se retira de la escena pública.
Todavía en 1945 forma parte de una exposición colectiva en el Palacio de Bellas Artes, pero es uno de sus últimas presentaciones públicas como artista.
Finalmente se refugia en su casa de Tacubaya, la misma en la que había nacido, con sus perros y gatos como única compañía.
“En México se desprecia a las mujeres, se les consume, se les desecha, se les estigmatiza, se les cuelga para siempre la árbol patriarcal y allí se les ahorca. Se bambolean durante años, con la lengua de fuera, el sexo al aire.” (Escribe Elena Poniatowska a propósito de Tina Modotti).
No hay más opción que disciplinarse o aceptar la piel marcada con el signo de la ignominia. Pensemos en la vez o en la muerte de las mujeres de ese grupo ¿Cuántos años debieron pasar para que una nueva generación de mujeres se atreviera a desafiar al poder masculino?
Habrá quien piense que no hay relación entre esto y los 26 mil feminicidios que cubren de sangre nuestro país. Nahui Olin desde su tumba nos miraría con horror e incredulidad.
Cierro con el final del texto llamado “Sobre mi lápida”:
“Independiente fui, para no permitir pudrirme sin renovarme; hoy, independiente, pudriéndome me renuevo para vivir”.
Murió el 23 de enero de 1978. Hace cuarenta años. Y sin embargo hoy, como el cuarto sol, una vez más revive y se renueva.
1) Una versión más amplia de este texto fue leída en el Museo Nacional de Arte en el marco de la estupenda exposición “Nahui Olin. La mirada infinita”, julio 2018.
2) Adriana Malvido, Nahui Olin (nueva edición corregida y aumentada de la original de 1993), Circe, 2018.
3) Elena Poniatowska, Las siete cabritas, México, Era, 2000, p. 63.
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