Susan Crowley
03/08/2018 - 12:00 am
Odiseo, el viajero frecuente
Los sistemas están a la orden. Las agencias de viaje, los sitios de internet hacen su “agosto” de esta nueva forma de vida. Las tarjetas de crédito colaboran de una manera impecable y nosotros creemos que somos libres y además originales y creativos, ¿cuántas combinaciones de viajes puedes hacer?, ¿cómo acumular más millas?, ¿cómo ganarle a quién presume conocer?.
Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
Viajero, persona que recorre el mundo. Viajero frecuente, sinónimo de libertad. Viajar para interrumpir el tedio, para romper con las responsabilidades cotidianas. Vacación, oasis periódico para tolerar el hartazgo de la monotonía. En México Semana Santa o el siguiente puente, una forma de sobrevivencia. Nos hemos habituado a funcionar y creamos el arte de los recesos. Cuando viajamos creemos que nos ausentamos de todo lo que nos agobia. Cargamos los bélices con menos de 25 kilos y pretendemos dejar atrás todo lo que pesa, las toneladas de vida diaria, de cotidianeidad, de monotonía insoportable. El tedio vital es salvable gracias a que no perdemos de vista el siguiente viaje, la recomendación de los amigos, la imagen idílica de Instagram, el sueño de cualquier sitio de internet.
Si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
El problema es que sí cargamos todo lo que somos. Resulta imposible dejarlo atrás. Nos trasladamos de un sitio a otro con el sobrepeso no deseado, los prejuicios y clichés que nos hacen inmunes a nuevas experiencias. Nos convertimos en el lugar común de no querer ser el lugar común. Hablamos de los destinos llenos de turistas denostándolos. Odiamos los sitios vacacionales a donde acuden todos. Queremos ser diferentes, libres. La triste realidad es que, cuando acudimos a palomear tal museo, un bello paisaje, la silueta de una ciudad lejana, la casa de un músico o un pintor célebre, lo hacemos para testimoniar ante nuestra comunidad que somos capaces de cumplir las expectativas de un viajero. No hacemos más que proyectar nuestra lista de deberes y “momentos Instagram” necesarios para pertenecer, ¿a quién?, ¿para qué?. Frente a las cataratas del Niágara o delante de la "Monalisa", si lo meditamos profundamente, en realidad no es que estemos ahí. Nos convertimos en el retrato dentro de la app de moda, lo que cuenta es cómo seremos vistos por nuestros followers. Del trayecto valoramos la sala VIP del aeropuerto, el restaurant de la guía, el exquisito plato de comida, la felicidad desechable a la que nos vemos obligados delante de un celular que nos retrata.
Posamos, posamos, posamos. Pero detrás de estas afectadas poses, sabemos que nuestra época, con todo y su fulgurante revestimiento de poder económico sin límites (aunque no tengamos el dinero), es en realidad de ansiedad; lo importante no es pasarlo bien, si no que quién nos ve en la foto sepa lo bien que lo estamos pasando. Así, somos responsables de desencadenar lo inexorable: quien ve nuestra foto, una de dos, o ya había vivido el momento y se apura a manifestarlo (en el fondo sabe que estamos posando igual que él lo hizo), o en su defecto, entra en un estado de ánimo doble, envidia, deseo, urgencia desesperada por
palomear la experiencia no vivida, ¿por qué él y no yo?. De inmediato, acude a su teléfono y abre cualquiera de sus aplicaciones plus y empieza a diseñar un viaje. De facto se convierte en una crisálida de turista dispuesto a todo por lograr y superar la hazaña vivida. En su fuero interno grita: yo también voy, yo puedo más. Mientras su capullo crece y da forma al viaje, en él se nutren todos los sueños, las
expectativas, las ansias de poseer imágenes, la libertad de deberlo todo, de gastarlo todo, de captarlo todo.
Los sistemas están a la orden. Las agencias de viaje, los sitios de internet hacen su “agosto” de esta nueva forma de vida. Las tarjetas de crédito colaboran de una manera impecable y nosotros creemos que somos libres y además originales y creativos, ¿cuántas combinaciones de viajes puedes hacer?, ¿cómo acumular más millas?, ¿cómo ganarle a quién presume conocer?.
Cada vez hay más navegantes emancipados por internet. Más connoisseurs, expertises, consultants, advisors (todo en otro idioma para que suene sofisticado y se pueda elevar su precio), especies infinitas de wedding planners pero de viajes. Dime cómo viajas y quién es tu advisor y te diré quién eres. En lo que no reparamos, es que estamos atrapados por grandes almacenes de datos que registran nuestros gustos, inclinaciones, deseos y sueños y los encapsulan en una fórmula de satisfacción inmediata. Saben perfecto quiénes somos, qué necesitamos, cuánto estamos dispuestos a pagar y en qué tiempo. El cliente es
totalmente predecible.
Una vez satisfecha la “experiencia” del viaje, en poco tiempo y provocada con más ansia, con más expectativas vendrá la que sigue. Una detrás de la otra, hasta agotar nuestro infinito de posibilidades que en realidad son muchas menos de lo que suponemos. Nosotros, rebaño sagrado de las redes, participaremos siempre “libres” y con capacidad de decidir, de ser los verdaderos conocedores del mundo, de saturar de instantáneas en los archivos del sin sentido, de poder contar eso que los demás ignoran en una cena de postín y un poco después, una vez más, ser atrapados por más almacenes de datos.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Para Constantin Cavafis, Odiseo e Ítaca son la metáfora de la eterna escisión del ser humano, la condena de vivir, de pasar por la vida sin dejar huella, de buscar el remanso sin encontrarlo. Convertir el destino en múltiples, pequeños y muy cortos placeres y sufrimientos, ansiar lo que no tenemos, conquistar lo que se nos ofrece como imposible, crearnos espejismos inalcanzables, dejar atrás lo que sea por lo que viene que siempre será mejor. Así decidió embarcarse en un viaje lleno de aventuras, de sirenas, cíclopes y dioses caprichosos que ponían a prueba su astucia. Odiseo fue tentado por toda clase de trampas divinas. Siempre supo que había un destino más allá de todo esto. Se llamaba Penélope, siempre lo esperó en Ítaca. Por volver a verla sufrió todos los embates, cruzo mares completos con tempestades y lestrigones y tritones acechándolo. A través de la voz del poeta griego, Odiseo libra sus hazañas, una a una. Su recompensa es el regreso, la posibilidad de descanso merecido, el final del viaje.
La diferencia entre Odiseo y nosotros es que la era contemporánea agotó la noción de destino, la multiplicó, la reprodujo y la desgastó. Destino, hemos convenido todos, es ese punto del viaje que palomeamos. La sed de mar de Odiseo, la hemos convertido en ansia de consumo y no, no es lo mismo trasladarse para vivir una experiencia que cuenta por sus tropiezos, sus accidentes, sus momentos de revelación, que por un cúmulo de datos e imágenes sobadas hasta la ignominia por otros, muchos otros, todos los otros. Hoy viajamos a donde queremos aunque nos salgamos de presupuesto; siempre hay créditos y las tarjetas nos permiten soñar hasta con 18 meses sin intereses. En el uso pleno de lo que creemos nuestra libertad, elegimos uno o varios destinos y después de planear las rutas iniciamos el viaje y nos convertimos en un cliché de algo que se ve todos los días en esos sitios a los que la gente viaja.
Estamos atrapados. Somos un montón de viajeros libres, nos dejamos llevar por las hordas de turistas que odiamos. Las grandes compañías de datos nos han encerrado en un sistema difícil de vencer. Las calles peatonales del mundo: París, Oslo, Belgrado, Siena, Palermo, Salzburgo, Ámsterdam, Sarajevo, Moscú, cuentan con la tienda Zara, Nike y un McDonald’s. No lo sabemos con certeza pero estamos siendo conducidos como una masa autómata. La democratización de la cultura nos uniforma a todos. Creemos que decidimos porque hay variedad, pero esa variedad está preseleccionada por quien nos maneja. Lo siento, no somos libres, ahora pertenecemos a una nueva esclavitud, la del consumo. Y si lo llevamos más lejos, suponemos que somos singulares porque tenemos un auto original, un bolso de la marca tal, porque pedimos un vino X que muestra capacidad de consumo en directa proporción a nuestra posibilidad de ostentar. Cuidado, estamos al borde de sufrir el mal de mediocridad masificada del mundo capitalista, o tal vez ya estamos en los estertores finales.
Toparse con una tribu de viajeros orientales tratando de ver la casa de Julieta en Verona, la de Mozart en Salzburgo, o el monumento funerario de Tito en Belgrado da lo mismo. Son refractarios a la experiencia que está frente a ellos. Es doloroso observarlos captando de manera rápida, obsesionados con la perfección del encuadre y verlos desaparecer en busca frenética del siguiente objetivo de su guía. El problema es que a pasos agigantados nos estamos dejando contaminar por ellos. Los aditamentos para lograr la perfección son un simple celular que mejora la foto con todo tipo de aplicaciones para verte más guapo, más joven, un bastón que alarga el brazo y permite la selfi profesional. Las imágenes en cualquiera de su presentaciones, chinos, alemanes, mexicanos en el mundial, gringos con tenis y cangureras a la altura del prominente vientre tienden a “viralizarse” es horrible ver a todos dentro de sus celulares tratando de cuadrar una imagen en un contexto.
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
@SusCrowley.com
www.susancrowley.com.mx
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