Una historia de fantasmas es una historia en que se encuentran un anfitrión y una visita. La llegada de un invitado rompe el orden simbólico de las cosas y vuelve todo extraño con su presencia. Un fantasma –como los de Dickens, por ejemplo– nunca está completamente en casa, nunca es más que un invitado, un intruso incómodo dentro del dominio hospitalario de la narrativa. Y la literatura brilla por su hospitalidad; está llena de espectros.
Ciudad de México, 7 de julio (SinEmbargo/Culturamas).- La verdad es que la audiencia puede perturbarse profundamente por la aparición espectral de la vida misma en la literatura. Basta con que surja algo de tanta intensidad vital que se vuelva insoportable. Ese es el caso de Bartleby, el escribiente. Lo más terrorífico de él es su originalidad. Es, podría decirse, el fantasma inminente de la burocracia. La tautología material de hacer copias de las copias parece sentarle bien, aunque preferiría no hacerlo. Bartleby, el “pálidamente pulcro, lamentablemente decente, incurablemente desolado”, es un visitante extraño que irrumpe en el discurso de la historia, y su humanidad es tal que se acaba tornando no-humana. “‘Preferiría no hacerlo’ -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo. Si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta”, narra el abogado. Pero en él nunca encuentra nada “normalmente humano”, encuentra algo demasiado humano –la eterna postergación, la infinita coherencia– y no puede sino paralizarse. Inofensivo en su pasividad, Bartleby desgarra la membrana de su universo narrativo.
Acorde con esta propuesta, Roald Dahl decía que “las mejores historias de fantasmas son las que no tienen fantasmas en ellas”. Bartleby, no es un fantasma victoriano ni un fantasma confeso, pero baste ver cómo, por falta de mejores términos, lo describe el abogado:
-¡Bartleby!
Silencio.
-¡Bartleby! -más fuerte.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.
Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.
El abogado no puede sino hablar de él en primera persona (crucial para hablar de la otredad) en términos mágicos y sobrenaturales, porque lo extraordinario siempre inunda a lo ordinario, y nunca viceversa: “:¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma?”, se pregunta. Al final, lo que el narrador resuelve es mudarse de la oficina que ha tomado el espectro de Bartleby. El invitado acaba por ahuyentar a su anfitrión (y no viceversa).
Bartleby hace honor al epíteto fantasmagórico que le otorga el narrador de mil maneras, hasta que se disuelve. Si la manera victoriana de definir a un fantasma es por medio de la repetición, Bartleby se puede contar como uno de ellos. Sus “apariciones” (término que se usa a lo largo de texto) son reincidentes. Si de por sí ya los personajes -por su solo estatus de personajes de ficción- son una especie de espectro; espectro que se queda siempre, nos habita, nunca se va; Bartleby es, además, un fantasma que nos deja intencionalmente perturbados mientras juega en los márgenes de la narrativa.
Su reino, sin embargo, es de este mundo. Bartleby es la aparición de un servidor público que se limita a repetir una sola frase y que posterga “la vida misma” hasta el infinito. La inconsistencia de su ser es esa insoportable vitalidad de la que hablábamos, que nos deja apabullados. “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”
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