En Zambia, un país ubicado al centro-sur de África, un conglomerado de turistas se prepara para tomarse una fotografía con la atracción del lugar, un grupo de mujeres acusadas de ser brujas que permanecen confinadas en un campamento alejado de la aldea. La vida de estas pseudohechiceras transcurre entre jornadas de trabajo físico intenso, horarios de exhibición para los visitantes extranjeros y diversas ceremonias con las autoridades del lugar, en donde se les ratifica tanto su categoría de seres malignos y peligrosos, como la razones del destierro.
Para evitar que huyan volando y cometan fechorías, las sujetan con una cinta en la espalda. Si la fuerza del cordel no fuera suficiente, está la amenaza latente de verse convertidas en cabras si llegan a liberarse. El temor, la ignorancia y la superstición son las cadenas más fuertes, subraya la ópera prima de la directora de origen zambiano Rungano Nyoni, titulada No soy una bruja (I am not a Witch, Zambia, 2017). En su debut cinematográfico cuenta la increíble y triste historia de la cándida Shula y de su aldea desalmada. Por un desafortunado incidente, Shula (Maggie Mulubwa), una niña de 9 años huérfana y muda, es señalada como practicante de brujería y llevada a la comisaría local. Los lugareños la señalan culpable y tras un improvisado y absurdo juicio, que incluye el testimonio de un hombre -visiblemente alcoholizado-, que declara haber sido atacado por Shula, quien le cercenó el brazo con una hacha y lo observó desangrarse. Aunque la oficial de policía -y la lógica más elemental- señalan que el denunciante aún conserva sus dos brazos intactos y por ende, la falsedad de la incriminación, Shula es desterrada al campamento de las brujas.
La niña hechicera se convierte en la sensación del poblado y un funcionario ve la oportunidad de sacar partido al comercializar la popularidad de la infanta. Para aprovechar las supuestas dotes de vidente de Shula, será la encargada de identificar a culpables de pequeños hurtos en improvisados juicios locales; ser la imagen publicitaria de productos que brindan vitalidad, ser espectáculo central de programas televisivos y planear danzas mágicas para invocar a la lluvia. Las mujeres adultas que la acompañan en su desgracia reconocen la injusticia y la identidad infantil de Shula, a quien proveen de un cono plástico -una suerte de caracol de mar- para que pueda escuchar las clases del colegio al que asisten los niños del poblado.
Para su denuncia social No soy una bruja se articula dos tonos: primero el tragicómico con el planteamiento de un entorno en donde no hay sitio para el sentido común, en donde el destino de las personas se hilvana a partir de una cadena de disparates y falsas creencias. En el segundo, la tragedia de las víctimas de pueblos aferrados a supersticiones ancestrales que obstaculizan su desarrollo y las encuentran responsables de fenómenos y desastres naturales como sequías, huracanes o plagas. El asesinato, persecución y destierro de mujeres y niños acusados de brujería es un tema del que ha alertado la Organización de Naciones Unidas desde hace años ante el incremento de violaciones a derechos humanos y ejecuciones sumarias que se han vuelto comunes en países de Sudáfrica y la India.
Películas como Sombra blanca (White Shadow, 2013) del cineasta israelí Noaz Deshe, que señala el comercio de niños africanos albinos de Tanzania, ante la creencia de que su piel y órganos poseen propiedades curativas y atraen la buena fortuna. El documental Hombre negro, piel blanca (Black man, white skin, 2015) del español José Manuel Colón, quien denuncia el maltrato y acosamiento de los albinos en Tanzania y Mozambique, por una antigua creencia de crear pócimas a partir de partes de su cuerpo. A ello se añade la corta esperanza de vida de los albinos africanos, 30 años, quienes mueren de cáncer de piel dadas las condiciones ambientales del continente en el que viven. Y No soy una bruja de Rungano Nyoni, se convierten en documento visual de países en donde las arraigadas creencias vulneran los derechos humanos y colisionan con el desarrollo, la modernidad y la justicia social.
Coproducida por Reino Unido, Francia y Alemania y Ganadora del Premio BAFTA 2017 al Mejor debut de un director para Rungano Nyoni, No soy una bruja subraya particularmente la violencia de género pues mientras el brujo de la aldea es respetado y tratado con autoridad para esclarecer la autenticidad de las hechiceras, las mujeres pueden ser inculpadas por cualquiera a partir falsos testimonios sustentados por envidias, rencores o celos. El linchamiento social es perenne incluso para aquéllas que han logrado la respetabilidad social al casarse como un poderoso funcionario, como lo muestra el filme. Si bien el tratamiento de los personajes es limitado, predomina en ella la denuncia social y el lirismo de ciertas imágenes. Mujeres corriendo a campo abierto con sus listones-cadena; el rostro bellísimo e inocente de Shula y su desconcierto ante el mundo adulto o su danza de la lluvia como un grito desesperado de supervivencia son ingredientes memorables del hechizo visual del filme.