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Alma Delia Murillo

16/06/2018 - 12:00 am

Nombrar al padre

Hay textos cuyas palabras hacen sentir más miedo que la posibilidad de la hoja en blanco. Este texto es así.

Supongo que es imposible entrar en la soledad de otro
—Paul Auster

Digo que el amor también se enseña y se construye tan humano o artificiosamente divino como decidamos. Foto: Especial.

Hay textos cuyas palabras hacen sentir más miedo que la posibilidad de la hoja en blanco. Este texto es así.

Empezaré por decir que jamás vi a un hombre tan entero y tan rendido al mismo tiempo, ese hombre era mi padre.

Con un ejército de hormigas rojas que llevaban ansiedad pegajosa marchando en mi cabeza, me levanté una mañana sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida y que mi vida sumaba mucho tiempo de no verlo. Treinta años.

Hoy mientras corría miré a un hombre proteger a su hijo de la lluvia en la fila para entrar a la escuela. Es una imagen que me conmueve. Y esta vez elijo reparar en los padres —no en las madres. Cuánta fragilidad en esos hombres que se empeñan en tejer un vínculo contra viento y marea, cuánta entereza, cuánto fuego marcial aprendiendo a soplar bajito.

Descubrí hasta qué punto ignoraba todo de él aquella mañana de las hormigas rojas que intenté escribirle una carta y me pregunté si mi papá sabría leer.

Dice Paul Auster en La invención de la soledad sobre su padre un frase demoledora. “Mi recuerdo más temprano: su ausencia. Durante los primeros años de vida, él se iba a trabajar por la mañana temprano, antes de que yo me despertara, y volvía a casa mucho después de que me acostara. Yo era el niño de mamá y vivía en su órbita”.

Esa madre exigiría del padre presencia y afecto pero también que resolviera la vida material, que fuera el perro de adelante, que no llegara tarde a la oficina ni a la fiesta de cumpleaños, que luego de doce horas de trabajo regresara a casa comportándose como el príncipe de la masculinidad que ella estaba convencida de merecer. Ah, los errores personales que convertimos en credo, en causa social, en discurso de avanzada, en argumento de la ofensa permanente.

Con dos dedos de frente podemos entender que también los hombres enfrentan dictatoriales exigencias de género, que el mundo se empeña en desarmarlos al tiempo que les exige una entereza a prueba de balas (literalmente). Y es que se espera de ellos que sean empáticos sin ser vulnerables, que cooperen con las tareas pero qué fastidio que sean tan torpes y haya que relevarlos al primer minuto para mostrarles cómo se hace porque siempre habrá incuestionables madres eficientes bombardeando la “inutilidad” de sus parejas.

Crecí escuchando —como muchos hijos de padre ausente, que él era el cabrón pero también el débil, el verdugo pero el fracasado, el que no estaba porque cuando estuvo no estuvo a la altura y por eso hubo que pedirle que se fuera de la casa. En fin, el que por más que haga nunca dará el ancho ni el alto ni el grueso del halo (y el falo) súper protector y evolucionado que la tiranía femenina exige de los hombres. Sí, dije tiranía femenina. No lo retiro. Y me hago cargo.

Y los años pasan y creces sin saber cómo acomodar ese tiroteo de mensajes sobre tu padre que es un pendejo, egoísta y bueno para nada como-todos-los-hombres. Y pasan más años y tu madre empieza a aflojar el discurso porque, bueno, tiene que admitir que ella lo eligió.

Y entre un discurso y otro está tu memoria, tu pedacito de verdad, tu territorio de identidad que permanece y a ti parece que no fue tan de la chingada como ella lo cuenta. Y ahí están las fotos, y los recuerdos de los que se habla en las sobremesas, y tu propio recuerdo de aquel día que esperó por ti más de seis horas hasta que tu madre lo dejó verte, o de aquel otro que te recibió empapado porque salió a comprar los ingredientes para preparar la comida porque él también te amaba aa su modo, y quería protegerte. Y se esforzó por vincularse pero no dio el ancho ni el alto ni el cómo ni el así se hará porque yo soy su madre.

Y —perdonen el spoiler, luego pasan más años y ahora que tu padre murió exactamente como lo anticipaste, tu madre por fin se quiebra y un día te dice que él “no siempre fue malo” y te cuenta las historias luminosas que debió contarte décadas antes. Y cuando ya perdiste la suma de los años y has visto a tus hermanos, amigos y parejas esforzarse hasta lo indecible por estar cerca de sus hijos al ritmo de “así no se hace, egoísta, bueno para nada…” pues carajo. Que lo innombrable no puede ser el padre. Ojalá las mujeres que lo hacen, repararan en el mensaje de mutilación que transmiten.

Como dice Humberto Maturana: nuestro maravilloso cerebro no crece en la manipulación, crece en la convivencia y el camino que seguimos depende de nuestro capital emocional.

¿Qué ganan quitándole la mitad del capital emocional positivo a quien está aprendiendo el mundo? ¿Qué adelantan heredando a sus hijos la imagen de un padre defectuoso para parecer ustedes más enteras por contraste?

Si rotos estamos todos. Y por eso podemos amarnos que el amor entre dos enteros no es amor sino diploma de egos. (El que tenga apertura mental que entienda y el que no, que se ofenda).

Digo que el amor también se enseña y se construye tan humano o artificiosamente divino como decidamos. Que a nadie le hace mal detenerse a mirar el otro lado de la historia. Que resulta sintomático —de tantas cosas— que este país no esté paralizado por el día del padre pero ante las santas madrecitas siempre veremos hincarse a Dios y al Diablo.

@AlmaDeliaMC

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