Este viernes, cuando a uno le parece que algo improbable y fantástico sucederá el fin de semana, acaba de morir Anthony Bourdain.
A los 61 años, con una novia hermosa (Asia Argento), con una hija, Ariane, a quien quería como “un rayo de luz”, se quitó la vida en un hotel de Estrasburgo.
Había nacido en 1956, tenía su propio programa televisivo en CNN (Anthony Bourdain: Parts Unknow) y en su libro Confesiones de un chef, Bourdain contaba su pasado de drogas y alcohol.
“Si el mundo fuera justo, ya estaría muerto un par de veces”, admite, quien en sus memorias habla de las “drogas, tomadas en la zona de alimentos no perecederos y revelaciones repugnantes sobre la mala manipulación de los alimentos”.
Anthony no tiene reparos en admitir que muchas de sus épocas de cocainómano y heroinómano coincidieron con su trabajo en restaurantes cuyos dueños pertenecían a la mafia neoyorquina.
Amaba a México y alguna vez nos enseñó: “Amamos la comida mexicana. Amamos las drogas mexicanas, amamos la música mexicana, las playas mexicanas, la arquitectura mexicana, el diseño de interiores, las películas mexicanas, entonces ¿por qué no amamos México?”.
Una vez le pregunté a Martín Caparrós: Su libro de Crónicas Gastronómicas, Entre Dientes, me hizo acordar mucho a Anthony Bourdain, el gran chef estadounidense… Y él me respondió: Ojalá pudiera hacer acordar a Anthony Bourdain, más bien, a su lado, doy lástima. Me gustó mucho el primer libro de Bourdain, Kitchen Confidential, porque produjo como una especie de fenómeno cultural al cambiar la idea de lo que pasa adentro de una cocina. Antes de ese libro pensábamos en la cocina como un sitio de trabajo, de producción, más o menos organizada, pero a partir de Bourdain empezamos a pensar en la cocina como en lugar lleno de cuchilleros drogados dispuestos a matarse los unos a los otros, mientras que por algún azar de la naturaleza salen platos cocinados rumbo a la mesa del comensal de turno. Después, cuando comenzó con eso del chef alrededor del mundo, Bourdain me gustó menos. Pero me parece un personaje muy gracioso, además tan bonito que da un poco de bronca.
Hay tantos escritos sobre comida, decía Anthony.
“Es muy parecido a escribir sobre el porno. Es la misma historia una y otra vez. Creo que la gente es menos escrupulosa al decir cualquier tontería. Mira, si hubiéramos acabado con esa cosa de la especia de calabaza cuando comenzaba, le habríamos hecho un servicio al mundo entero; por otro lado, tendríamos menos temas para escribir, porque no podemos escribir artículos interminables sobre el azote de las especias o qué tan geniales son los productos más recientes hechos con especias de calabaza o qué tan extraños o sobresalientes o ridículos son”.
Odiaba las papas artesanales, amaba las fast food en forma de hamburguesa, cada vez que se levantaba veía si Keith Richards estaba vivo y eso lo hacía sentir tranquilo.
“Me considero a mí mismo un romántico. Por naturaleza cínico, pasé 30 años en un negocio que me enseñó a ser cínico (si es que algo más). De ahí, pasé a la televisión, en donde uno pensaría que si queda algo de ti mismo, se va; pero lo cierto es que conservé mi compromiso con algunas ideas que tienen voceros, personas buenas en el mundo, que vale la pena apoyar. Hay razones para creer que hay mérito en la verdad y la belleza; ya sabes, el amor verdadero. Todavía creo en todo eso. Podría estar equivocado, pero creo en eso”, dijo alguna vez.
Por desgracia, ganó el lado oscuro de Anthony Bourdain. Lo extrañaremos muchísimo.