Susan Crowley
08/06/2018 - 12:00 am
Harald Szeemann, las otras actitudes del arte
¿Qué puede ocurrirle a alguien que de un momento a otro cambia por completo su idea del mundo?, y más aún ¿cómo explicar que, al cambiarla, transforma también al mundo? Eso es justo lo que sucedió con Herald Szeemann, un hombre que modificó la manera en que tú y yo vivimos el arte, aunque no lo sepamos.
¿Qué puede ocurrirle a alguien que de un momento a otro cambia por completo su idea del mundo?, y más aún ¿cómo explicar que, al cambiarla, transforma también al mundo? Eso es justo lo que sucedió con Herald Szeemann, un hombre que modificó la manera en que tú y yo vivimos el arte, aunque no lo sepamos.
Era un 22 de marzo; el año, 1969; la ciudad, Berna, en Suiza. Todo estaba dispuesto, las puertas de la Kunsthalle (Museo de Arte), se abrirían para recibir a las más destacadas personalidades, expertos, críticos, galeristas, coleccionistas, artistas y muchos curiosos. El mundo del arte estaba atento a lo que iba a ocurrir ahí dentro. Lo que el público encontraría a su paso daría un nuevo sentido a la forma de ver una exposición; haría que los conceptos y la manera de entender el arte tuvieran un antes y un después: la exposición When Attitudes Become Form (Cuando las Actitudes Devienen Formas), que establecería el nuevo paradigma del arte mundial. El hombre que se haría cargo de ello era Harald Szeemann.
Considerado hoy uno de los más influyentes historiadores y curadores, no tenía aún muy claro el resultado de su atrevimiento pero jugándose la suerte a la libertad del pensamiento artístico estaba a unas pocas horas de poner en marcha el detonante que lo cambiaría al mundo del arte. Las cosas se dieron con relativa rapidez. Todo comenzó con un viaje a Bélgica. Hasta ese día, el joven director del afamado museo de arte de Berna se encontraba en su bien lograda zona de confort. Digamos que administraba el éxito y la fortuna de tener un espacio museístico en el que había completado un catálogo impresionante de exhibiciones, en su mayoría de arte moderno. Entre ellas una retrospectiva de Paul Klee, otra de Wassily Kandisnky e incluso, rebasando los bordes de la modernidad, había expuesto la obra del controvertido artista Christo y su mujer Jean Claude (quienes empezaban a llamar la atención por cubrir grandes extensiones con telas y llegarían a forrar el Parlamente berlinés e incluso, parte del Cañón del Colorado).
Suiza ha aportado al mundo no pocas cosas por todos conocidas (demasiado diríamos): sus relojes, desde luego el buen chocolate y también los bucólicos paisajes de Heidi, la niña de las montañas. Lo que no todos saben es que también es un centro generador de artistas de gran importancia en el mundo. No todos sabemos que fue en el Cabaret Voltaire donde el movimiento dadaísta inició alejándose de los museos, justamente dentro de un bar y con artistas de la talla de Marcel Duchamp, Francis Picabia, Tristan Tzara, Jan Arp y Hugo Ball entre muchos otros. Al ritmo del jazz y la poesía automática, se desató un “frenesí indefinible” que retó a todas las instituciones de Europa y generó un ámbito para el “antiarte”. A Suiza se le atribuye también ser la tierra de uno de los artistas más prominentes del siglo XX aunque no el más conocido, Kurt Schwitterz a quien deberíamos de devolver el mérito de ser el primer “pepenador de la historia” o lo que es lo mismo, el precursor de esa extraña idea de que la obra artística puede estar constituida por objetos nimios encontrados en las calles. Sus cuadros, que hoy son admirados en los más famosos museos del mundo, están llenos de formas abstractas en la que destacan tornillos, afiches, tickets de tranvía, trozos de telas; en fin, todo lo que después cobraría fama en Francia y se llamaría collage. También fue la cuna del gran Jean Tinguely y sus máquinas- escultura que fueron fundamentales para entender después el arte cinético. Cada día en la vida de la apacible Suiza, podía ocurrir cualquier cosa asombrosa, y una de estas sería la exposición When Attitudes Become Form, comisariada por Herald Szeemann.
¿Pero, cómo ocurrió esto?, la aventura inició en un viaje a Bruselas. Szeemann conoció ahí al joven artista Jan Dibbets que le mostraría, con gran entusiasmo, dos mesas tipo escritorio: una con unos neones encendidos incrustados y la otra, una especie de jardinera que Dibbets regaba mientras platicaba, le habló de ambas como objetos artísticos. Es posible imaginar la extrañeza que significó para Szeemann estar parado delante de algo inexplicable en el entorno tradicional del mundo del arte, por lo menos hasta ese momento, ¿en verdad era arte?. Justo ese punto de inflexión es el que lo obligó a cambiar su percepción por completo. Lejos de rechazarlo, fue por más. En su camino encontró a una nueva generación de artistas que lejos de lo establecido, eran capaces de navegar entre los más atrevidos conceptos. Claro, vivían marginados del mainstream, más bien relacionados con las situaciones reales de la vida. Producían objetos que cabalgaban entre la pintura y la escultura pero eran más que eso; empezaban a llamarlos combines o ensamblajes; se trataba de instalaciones que contenían de todo: objetos encontrados, material de reciclaje, incluso materia orgánica, formas, colores, todo en una composición fascinante. Hoy sabemos que el Szeemann quedó atrapado por este universo “otro”. ¿Pero aún podía rebasar tanta creatividad? Pues todo parece indicar que sí; eso es lo que logró, idear una exhibición en la que todo estaba por hacerse, ahí mismo, dentro del museo. La apuesta era que los artistas transformaran la Kunsthalle en un taller en el que el arte naciera y floreciera. Lejos de los talleres individuales, intentar una propuesta colectiva. Con esto dio inicio la cuenta regresiva del cambio, y este jamás se detendría.
Lo que sigue está narrado de distintas maneras en los libros y catálogos. La exposición de la Kunsthalle abrió la posibilidad que el artista creara obras cuyo fundamento estaría en el gesto y la acción en el espacio mismo. Nada planeado con antelación, todo improvisado. Es cierto, no hay nada menos improvisado que la improvisación; como se dice en el jazz, esta requiere de una gran maestría. Utilizar los materiales que se encontraran al paso, sacar al museo de su prisión institucional y permitirle ser de nuevo un centro de ideas, una fabrica en la que el artista permaneciera y conviviera con los demás creadores, sitio de retroalimentación y colaboración; un colectivo en el que todo podría suceder. Imaginemos el logro, el arte como una respuesta a la acción y al compromiso, sin individualismos ni secretos, un reconocimiento a los criterios diversos, una exploración más allá de los márgenes conocidos. Generar, lejos de los discursos dados, nuevos paradigmas que hoy son fundamento del arte, y por cierto, que ya son historia.
La respuesta que tuvo el curador suizo de parte de la comunidad artística escribió una de las páginas más memorables del arte. No era un movimiento vanguardista; el término Avant Garde había sido superado por la voluntad de cada participante en fusión con los otros. Era el inicio de una nueva era. 69 artistas, entre ellos el Grupo Povera, Mario Merz, Jannis Kounellis, Alligero Boetti, Giovanni Anselmo, Gilberto Zorio; los representantes del Land Art, Walter de Maria, Robert Smithson, Richard Serra; los conceptualistas americanos, Sol Lewitt, Lawrence Weiner, Bruce Nawman; el músico minimalista Phillipe Glass que llevó a cabo varias sesiones musicales; y nada más y nada menos que ¡Joseph Beuys, sí, el gran artista alemán, quien se dio a la tarea de forrar de grasa animal cada uno de los zoclos del museo; con esto consagraba el espacio y como chamán, generaba un acto mágico y de transfiguración de sitio ordinario (museo/institución), a espacio sagrado, mágico para el arte. El francés Daniel Buren llegó ya iniciada la exposición y pidió a Szeemann adueñarse de espacios más allá del museo con sus emblemáticas rayas de 8.7 centímetros a dos colores; al poco tiempo se podía observar Berna “forrada” con su trabajo. Basta abrir cualquier página en internet o en los libros especializados y ver las fotografías de quienes participaron para intuir, aun sin grandes explicaciones, que algo importante estaba ocurriendo ahí dentro.
Los días previos a la apertura, durante el montaje, sucedieron cosas inéditas. La manera en la que los artistas se iban apropiando del edificio y lo transformaban en un laboratorio de ideas y experimentación, más allá de los egos y el individualismo, generó un acto milagroso, imposible incluso de ser documentado por completo, pero si memorable en cuanto al ejercicio propuesto por Szeemann. Fue un verdadero un hito; uno de esos fenómenos que ya no suelen acontecer en el arte controlado desde hace tiempo por el mercado y los intereses económicos. ¿Quién se la juega hoy y deja a un lado las ventas y los beneficios económicos por soñar, pensar y llevar a cabo una idea que difícilmente dejará algo tangible para vender?
La exposición recibió siete mil visitantes, para 1969 era una cifra de escándalo, nunca antes tantas personas se habían interesado por el arte. El mismo Szeemann comentó: “A la exposición parece que le falta unidad, parece curiosamente complicada, como un compendio de historias explicadas en primera persona”. No era fácil entender lo que estaba pasando ahí. Fusionar la noción estudio/galería/museo, permitió que el lenguaje del siglo XX desgastado y abusado por las guerras, la especulación económica y la mediocridad de los intermediarios que hacen cada vez más inaccesible el trabajo de los artistas, se pusiera en pausa para permitir un acto de autenticidad, honrar al arte y el quehacer artístico. Ahí dentro no solo contaban los objetos, había una forma de pensar distinta; se había logrado gestar, no una, sino un montón de teorías que siguen estando presentes en el arte hoy, más allá de la manera en la que las formas pudieran hacerlas tangibles. Y la historia continúa…
@Suscrowley
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