Un gran fotógrafo es alguien que mira de otra manera y que gracias al dominio de su arte puede compartir con nosotros esa visión. Un creador de miradas que nos hace sentir por los ojos su sorpresa o su emoción, su desagrado o su fascinación. Que nos ayuda además a “pensar con los ojos”: a reconocer nuestro lugar en el mundo. Nos empuja a sabernos humanos primitivos que todo parecen verlo por primera vez: contemplativos y sin embargos cazadores, hambrientos elementales y al mismo tiempo con sed de trascendencia.
Ciudad de México, 26 de mayo (SinEmbargo).- En eso me hicieron pensar las fotografías de Alfredo De Stéfano en Breve crónica de luz. Hay en cada una la extrañeza de quien sabe mirar la naturaleza a fondo, detectando lo que de excepcional hay en ella. Luego llevan el talento para hacer composiciones pertinentes que dan espacio a la profundidad de su mirada. También hay en estas imágenes la huella de una actitud ritual que interviene físicamente en el paisaje provocando el surgimiento de una visión inquietante, incluso transcendente. Es decir, una visión que va más allá de lo natural o que establece la posibilidad perturbadora de otra naturaleza. Cientos de preguntas grandes o pequeñas, precisas o generales laten en esta obra. ¿De qué mundo vienen o a qué mundo van esos animales de luz cuyos cuerpos se extienden fragmentarios en la noche del desierto como breves líneas rectas, insectos o reptiles, que parecen dialogar, reconocerse, iluminarse?
Seres de luz primitiva a punto de evolucionar. ¿De dónde caen esas nubes sobre la arena como frutos extraviados de un cielo solar que todo lo quema? ¿De dónde ese incendio eléctrico en un arbusto huérfano? ¿Y esos cráteres iluminados desde el fondo como si su vacío circular fuera producido por un cuerpo sólo de luz, un antimeteorito hecho de un raro esplendor pesado, convulsivo? ¿Y esos animales obviamente detenidos después de la vida, perpetuando sin embargo su forma externa? Animales disecados que al ser puestos así en el desierto parecen ir abandonando el reino animal para trasladarse al reino mineral, como esos troncos fosilizados, piedras que de la rama conservan sólo la forma externa.
Seres de transición. Como lo somos finalmente los humanos. De la misma manera que una novela puede hacernos sentir nuestro lugar en el mundo a través de las situaciones concretas que viven los personajes, la obra de Alfredo despierta en cada uno de nosotros instintos profundos, respuestas fundamentales ante la vida. Por eso es especialmente importante para este libro la colaboración del escritor Guillermo Arriaga señalando el punto clave en el que confluye con la obra de Alfredo: la visión del cazador, del hombre de acción en la inmensidad conmovedora del desierto. Visión que es columna vertebral del drama humano. Y llega tan lejos esta observación que nos hace darnos cuenta de que la caza de Alfredo incluye a las estrellas, como en esas imágenes nocturnas en las que el fotógrafo nos muestra incluso su desplazamiento. Las estrellas son líneas curvas en vez de puntos porque el ojo de la cámara siguió mirando más allá del instante. Son pruebas de que nada está quieto y de que incluso una revelación instantánea nos hace viajar de verdad.