Dolia Estévez
18/05/2018 - 12:00 am
El (in)significado de los debates
Washington, D.C.—Pocos acontecimientos generan tanta expectativa como los debates presidenciales. Reciben la cobertura que recibiría la selección mexicana si se enfrentara al equipo estadounidense en las finales de la Copa Mundial. Pese al alboroto, el impacto de los debates no está probado y, en el mejor de los casos, es limitado y cortoplacista. Son llamaradas de petate.
Washington, D.C.—Pocos acontecimientos generan tanta expectativa como los debates presidenciales. Reciben la cobertura que recibiría la selección mexicana si se enfrentara al equipo estadounidense en las finales de la Copa Mundial. Pese al alboroto, el impacto de los debates no está probado y, en el mejor de los casos, es limitado y cortoplacista. Son llamaradas de petate.
Basta ver el primer debate. La comentocracia mexicana concluyó que el ganador fue Ricardo Anaya. El breve repunte que el panista registró en las encuestas se le atribuyó al buen desempeño que tuvo frente a sus rivales. Pero la racha alcista de Anaya no duró. A cinco días del segundo debate presidencial, Andrés Manuel López Obrador ha vuelto a ganar terreno, de acuerdo con el Barómetro Electoral de Bloomberg (SinEmbargo 05/15/2018).
Politólogos estadounidenses han advertido contra el riesgo de exagerar la influencia y el beneficio que puedan tener los debates en las democracias electorales. Observan que no hay mediciones científicas sobre sus efectos verdaderos. Existen estudios que indican que no es fácil para el electorado formarse criterios válidos en base a mensajes y versiones de hechos diametralmente opuestos. Los estudios también muestran que tienden a exacerbar la polarización de la narrativa política.
Son espectáculos visuales superficiales más que verdaderos intercambios de ideas. La gente se fija en la apariencia física de los debatientes, en la ropa que visten, el lenguaje corporal que usan y la habilidad de palabra que tienen. Cuenta más la percepción que proyectan que la viabilidad de sus propuestas. Importa más la forma que el contenido, las frases sucintas de 140 caracteres que conceptos elaborados. Casi siempre el debate inaugural genera más entusiasmo y audiencia que los siguientes.
Suelen ser más importantes para los candidatos que van a la zaga en las encuestas que para el puntero. En tanto que tienen menos que perder son más agresivos y toman mayores riesgos. El domingo, se espera que el puntero vuelva a ser blanco de sus tres rivales que tendrán un objetivo común: reducir su amplia ventaja. La misión de Anaya, Meade y El Bronco será meter zancadillas, exagerar inconsistencias y hacer enojar a López Obrador. Todos unidos contra AMLO.
Los seguidores devotos de AMLO seguirán siendo sus seguidores al margen de cómo le vaya el domingo. Sólo un resbalón extraordinario o un comportamiento que sea percibido como insólito podría afectar irremediablemente sus aspiraciones, escenario poco plausible tomando en cuenta las millas políticas que lleva recorridas. Según la mayoría de encuestas, AMLO tiene una ventaja sólida y consolidada.
En Estados Unidos, donde los debates están más arraigados en la cultura electoral que en México, pueden jugar un papel importante sobre todo si la contienda es cerrada. Según los analistas, al presidente George Bush padre le hizo mucho daño consultar constantemente el reloj en el debate con un agresivo y mejor preparado Bill Clinton. Bush perdió su reelección. Y a Al Gore le perjudicaron los suspiros de fastidio que se escucharon por los micrófonos cuando confrontó al presidente George W. Bush. Gore perdió.
Los debates son precedidos de un pre debate sobre los moderadores. Al margen de las acaloradas opiniones en las redes sociales respecto al carácter chayotero, chayotero a medias, o no chayotero de los moderadores, es un contrapropósito que el INE--institución que padece de déficit de credibilidad--, realice la selección. Esa prerrogativa debería tenerla un órgano ciudadano autónomo, independiente y representativo.
Estados Unidos es referencia obligada. Una organización sin fines de lucro llamada Comisión de Debates Presidenciales (CPD, por sus siglas en inglés) decide el formato y el lugar de los debates presidenciales y vicepresidenciales, así como la selección de los moderadores. El criterio para esto último es que los seleccionados conozcan bien los temas y tengan amplia experiencia en televisión. Otra consideración es que haya equilibrio de género, raza y de tendencias políticas. Los moderadores deciden el repertorio de preguntas sin la intervención o previa aprobación de la CPD. Los debates, que no son obligatorios, son financiados por donaciones de fundaciones y empresas privadas.
La CPD está gobernada por una junta de notables integrada proporcionalmente por miembros del partido Demócrata y Republicano. En 2000, la CPD estableció como condición para participar en los debates una preferencia mínima de 15 por ciento en las encuestas nacionales. De aplicarse ese criterio en México, Margarita y El Bronco hubieran quedado descalificados.
A diferencia de los Juegos Olímpicos o del Premio Nobel, en los debates no hay jurado que decida quién ganó. Es una prerrogativa que, para bien o para mal, se autoadjudica la comentocracia. Escudriña y analiza, descalifica y aprueba, y dictamina. Hay fallos más honestos o menos sesgados que otros. En todo caso, el único que cuenta es el que emita el electorado el 1 de julio. Para entonces, pocos se acordarán de los famosos debates. Habrán pasado al anecdotario nacional por lo que son: un entrenamiento dominguero más.
Twitter: @DoliaEstevez
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