Alma Delia Murillo
12/05/2018 - 12:00 am
Escríbeme
Nunca me ha gustado la idea de quedarme en el marco cuando todos llevan el mismo uniforme.
Nunca me ha gustado la idea de quedarme en el marco cuando todos llevan el mismo uniforme.
Así que de pequeña, en las filas de la escuela donde un azul marino casi mortuorio cubría a las niñas de pies a cabeza, yo me amarraba en el cuello un trapo verde con lunares de colores y, por qué no, usaba zapatos blancos en lugar de negros como dictaba la norma.
Éramos muchas niñas y muy pobres, así que el personal del internado era práctico y también indulgente. Nunca me regañaron por los acentos de color que me empeñaba en agregarle al aburrido atuendo de escuela pública.
Recuerdo que en la fila, el primer día de clases, la maestra Lucrecia me miró y me dijo bajito que le gustaba mi bufanda verde.
Flechazo inmediato. No necesité otra cosa para esforzarme en agradarle.
Pronto descubriríamos un motivo más poderoso para convertirnos en favorita una de la otra: la maestra era una incansable promotora de la lectura y a mí me deleitaba devorar libros. Gracias a ella aprendí a seleccionar los mejores títulos que puede seleccionar alguien de ocho años. Los recibía con entusiasmo, se los devolvía tres o cuatro días después y, luego de comentarlos, me entregaba otro.
Me esforzaba en terminar la tarea rapidísimo (si estaba mal no me parecía tan grave, lo importante era sacarse el pendiente de encima) para entregarme al libro en turno.
Un par de meses después del arranque de aquel ciclo escolar, llegó la maestra Paula con su melena por delante y una sonrisa para deslumbrar multitudes, la presentaron una mañana de lunes luego de la ceremonia a la bandera.
Lucrecia y Paula se hicieron amigas, tendrían veintitantos años, eran las más jóvenes del grupo de profesores y derrochaban alegría.
Paula fue asignada a un grupo de niñas mayores que yo, el salón de ese grupo quedaba al otro lado de donde estaba el mío. Casi todos los lunes, Lucrecia y Paula se mandaban recados y yo era la mensajera. Versión muy disminuida de Mercurio alado me lanzaba de un salón al otro con el sobre de una carta que iba y venía siempre perfumada de la vitalidad de aquellas dos mujeres que me tenían en pasmo: juntas echaban fuegos artificiales, se reían a carcajadas y luego se hablaban en secreto como si compartieran una travesura de dimensiones épicas.
Adoraba ser su elegida y bajo juramento de no abrir el sobre ni leer el contenido, fui un servicio postal confiable.
Pronto ocurrió lo obvio, la evidente preferencia de Lucrecia por mí, me ganó el desprecio de mis compañeras del salón. Así que mi paraíso de libros y atención de Lucre tenía su infierno en el silencio y la distancia que las otras niñas imponían sobre mí y era duro porque la mayor parte del tiempo lo pasaba con ellas. A la hora de comer o subir a los dormitorios, resentía la distancia. Comencé a preguntarme cómo podría ganarme el favor de las demás y a hacer tímidos intentos por estar cerca pero no avanzaba mucho, hacían preguntas sobre lo que me mandaba a hacer Lucre pero yo no sabía responder porque nunca había abierto las cartas.
Una mañana Lucrecia apareció con cara de haber llorado toda la noche, los ojos hinchados como dos moluscos al microscopio. Apenas comenzó la clase me llamó a su escritorio y me dio un papelito doblado, ni siquiera lo metió en un sobre.
Mordiéndome los labios, ahuyentando el zumbido que circulaba alrededor de mí como queriendo cazarme, resistí la tentación y no desdoblé el papel.
Pero ese día puso a prueba una entereza que yo no tenía. Paula recibió el mensaje pero no devolvió nada a cambio. Entonces Lucrecia me mandó cada hora.
La tercera vez leí el recado, sólo decía “Escríbeme”. La cuarta y la quinta el mensaje era el mismo.
Antes de que sonara la campana anunciando el final de la clase, Lucre dijo que se sentía mal y nos mandó al patio a tontear mientras llegaba la hora de la comida.
Me senté junto a las dos niñas que quería que fueran mis amigas y les conté lo que había leído. Pusieron cara de decepción porque el mensaje “Escríbeme” repetido cinco veces no tenía nada de interesante, pero al final traicionar a Lucrecia fue mi pase de aceptación al gremio.
Dos semanas después renunció Paula, se llevó su melena y su sonrisa, se casaba con el novio que había regresado de no sé dónde. Lucrecia quedó destruida.
Hace tres días compré una mascada verde con lunares de colores que me recordó aquella bufanda, entonces, como quien comprende por primera vez la letra de una canción que siempre creyó que decía otra cosa, entendí todo.
¿Por qué no lo vi antes?
A veces creo que los heterosexuales tenemos los sentidos a la mitad y no nos enteramos de los amores que viven los que no son como nosotros. O no sé.
Pero vine a entender, a esta edad, carajo, que en aquella historia mi traición infantil fue lo de menos.
Y ese “Escríbeme” se volvió un pasmo, la resonancia de un amor que comuniqué —sin leer y sin entender— con papelitos que entrañaban pasiones telúricas.
@AlmaDeliaMC
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