Darío Ramírez
26/04/2018 - 12:00 am
No son tres, somos todos
A Salomón Aceves, Daniel Días y Marcos Ávalos los diluyeron en ácido sulfúrico.
Ahí debería terminar este texto.
No son tres, somos todos.
A Salomón Aceves, Daniel Días y Marcos Ávalos los diluyeron en ácido sulfúrico. Ahí debería terminar este texto.
Eran estudiantes de cine y estaban haciendo una tarea en una finca en Tonalá. Tenían entre 20 y 25 años y fueron víctimas de tortura. Aunque las autoridades –desde Felipe Calderón- afirmen que no hay tortura en México.
El brutal multihomicidio de los jóvenes cineastas parece que se decanta para ser una tragedia más. Increíble escribir esto y saber que no pasará nada. La indolencia institucionalizada la absorberá velozmente.
La tragedia no cambió la narrativa electoral. Desde sus pódiums y micrófonos, los candidatos en listan estrategias vacías que de poco sirven para frenar el hecho de que los mexicanos nos estamos matando los unos a los otros sin ninguna consecuencia real.
Mientras Salomón, Daniel y Marcos, hacían ejercicios con la cámara para convertirse en cineastas, la realidad nacional les quitó la vida a través de agentes de impunidad. Mientras ellos estudiaban, los candidatos presidenciales parecen lanzar grandilocuentes ideas que están claramente alejadas del terreno donde asesinan a los jóvenes y mujeres y nada pasa.
Hablan desde otro México para otro México, así los que nos quieren gobernar los próximos 6 años. Los problemas reales como desapariciones, homicidio de periodistas, feminicidios, crecimiento de la pobreza, etcétera, no ser abordados desde la perspectiva de las miles o millones de víctimas. Desde diagnósticos fríos y lejanos, hablan como si supieran de qué hablan.
Anaya es su momento apoyaba la política belicista de Calderón y Peña, hoy parece intentar tomar distancia, pero no sabe cómo. Meade y Zavala siguen sosteniendo que el fuego se apaga con el fuego. Obrador esboza algo nuevo cierto, pero lo esboza mal. Sin claridad ni profundidad.
La dimensión del problema es mayúscula. Estoy cierto que ninguno de los candidatos quiere entender la profundidad del problema a pesar que el próximo sexenio –seguramente- seguirán habiendo cuerpos humanos disueltos en ácido. La violencia no terminará con la salida (urgente) de Peña.
La manifestación solidaria de los candidatos con los familiares y amigos de Salomón, Daniel y Marcos no es suficiente. Si fuéramos una democracia real y funcional, un multihomicidio como el de los jóvenes tapatíos hubiera cambiado la narrativa de la elección. Pero claramente no tenemos esas características. Ante tragedias que desgarran hay frases hechas y huecas.
O todavía peor, por ejemplo, el Presidente Peña decidió mostrar sus condolencias con la población de Toronto por los hechos violentos que sucedieron. Mientras que olímpicamente ignoraba, desde Europa, la información sobre los jóvenes en Jalisco.
¿En qué momento se desasoció de manera tan profunda la realidad de la política? En qué momento el mes de marzo de 2018 se convirtió en el más sangriento de los últimos 20 años, donde se registraron 2 mil 729 personas asesinadas, con lo que la administración del Presidente Enrique Peña Nieto se convierte en la más violenta de la historia de México: 104 mil 583 homicidios. Las cifras por homicidios dolosos en México ya superan a las de Felipe Calderón Hinojosa, quien acumuló 102 mil 859 asesinatos durante sus seis años de Gobierno.
Puede ser una posición muy personal. Pero los candidatos en el debate no me dieron ningún tipo de certeza para dónde llevarían a la nación de llegar al poder. Más allá de golpes (unos mejores que otros) la incertidumbre de que alguno de esos cinco gobernará al país el próximo sexenio y no sabemos cómo propondría cambiar nuestra realidad.
Salomón, Daniel y Marcos se unen a historias aterradoras que se apilan en nuestra conciencia colectiva. Suman al miedo con el que ya vivimos (no el que llegaría si llegara a la presidencia AMLO, como sugieren los spots del PRI). Abonan a la indignación y enojo. Pero lo cierto es que de ahí no pasamos. Nos tragamos ese coraje después de unos gritos, tuitazos, artículos de opinión, o bien gritos en la calle sosteniendo una pancarta con alguna frase pegadora.
No sabemos qué hacer. O no hemos sabido cómo salir de aquí.
La encuesta ENCIG 2017, elaborada por el INEGI, muestra que el actor con menor confianza en nuestra sociedad son los partidos políticos con 17.8%, diputados y senadores con 20.6% y gobierno federal con 25.5%.
No creemos en nuestros políticos ni en sus instituciones. Si esto es cierto, la pregunta es: ¿cómo les arrebatamos a los políticos el monopolio del cambio? ¿cómo hacemos para que no sea en sus plataformas donde discutamos el futuro de nuestra destruida nación?
Valdría la pena voltear a ver la historia de Sicilia, Italia. Donde se logró vencer la violencia, corrupción e impunidad que reinaba por el poder de la cossa nostra. Asumo que pongo aquí una versión reduccionista de un proceso italiano complejo.
Sicilia logró cambiar su realidad cuando tres sectores se pusieron de acuerdo en poner punto final a su lacerante realidad. Aquellos sectores fueron: la ciudadanía que tomó las calles incansablemente demandando justicia, la iglesia que se convirtió en una vocería necesaria y los medios de comunicación que acompañaron la lucha de la sociedad y hacían su papel fundamental de revisión de las acciones de gobierno. Esa presión generó cambios inminentes de los políticos de Roma. Pero bajo los términos de la población que estaba en las calles del sur de Italia.
Aquí todavía la sociedad está cómoda en sus privilegios y no asumen la necesidad de salir de lo virtual o de su comodidad para mostrar el músculo que asuste a los gobernantes. El puñado de medios independientes es –aunque muy importante- tangencial en términos de alcance. Y la iglesia comulga con los poderosos.
Tranquilos, talentosos, solidarios: así recuerdan familiares y amigos a Salomón, Daniel y Marcos. El ataque atroz contra los jóvenes debería ser el punto de inflexión por lo que el crimen representa. Dejemos que los políticos hablen y digan slogans, la lucha comienza en otra parte.
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