Alma Delia Murillo
31/03/2018 - 12:00 am
Cristo murió por los pecados de alguien más
Aunque la evidencia estuvo ahí, frente a mis ojos, yo no quise verla.
Aunque la evidencia estuvo ahí, frente a mis ojos, yo no quise verla.
Es increíble que nuestra capacidad de no ver esté tan desarrollada —tal vez más, como la de ver.
Conocí a B cuando yo tenía dieciséis años, él tendría tres o cuatro más que yo. Éramos vehementes miembros de una iglesia cristiana evangélica a la que, por miles, llegaban los desvalidos buscando consuelo en Dios y en las promesas de bienestar judeocristianas.
B y yo no éramos la excepción, nuestras respectivas familias eran agobiadas sobrevivientes de la pobreza, de la batalla social que hay que librar en este país cuando se nace en desventaja.
Una pareja de dieciséis y veinte años con pretensiones religiosas sólo podía significar una tragedia carnal: éramos una bomba de tiempo y un volcán de hormonas que yo contenía a dura penas y que B podía manejar mejor que yo, incluso diría, que él de vez en cuando mostraba un extraño desapego, apenas me tocaba por más que en sus enardecidas cartas de amor me confesara deseos irrefrenables.
Los seres humanos no reparamos en lo que no queremos ver y es mucho lo que preferimos ignorar: el ojo, el cerebro, la consciencia, hacen una selección del entorno para poner delante de nosotros sólo aquello que toleramos y que estamos dispuestos a conocer.
En fin, que al grito de alabaré a mi Señor y porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su hijo unigénito nos enrolamos en una relación que todos calificaban de ejemplar, qué bonita pareja, son el uno para el otro, vivan en el amor de Dios y un recital en tono chupa cirios de lo más aburrido.
A B le gustaba venir a mi casa y pasar tiempo con mis hermanos y conmigo; como dábamos por hecho que la bondad divina nos habitaba, podía entrar y salir de las habitaciones o quedarse solo sin que nadie lo impidiera.
Aquella iglesia era un caldo de cultivo para la manipulación psicológica: incontables veces escuché a los pastores arengar a la congregación para que dieran un generoso diezmo, presencié sesiones de abuso psicológico colectivo donde hacían ponerse de pie a quien hubiera cometido explícitos “pecados” sexuales; era penoso ver a la gente exhibida, invadida en su privacidad, juzgada en su sexualidad.
Lo más indignante venía con la penitencia que además de llorar, balbucear, hablar en lenguas que el Espíritu Santo colaba por conducto de la histeria, temblar de angustia ante el pecado cometido y tirarse al piso (no es metáfora); la compensación del diezmo generoso devolvía las cosas a un estado de equilibrio tanto financiero como espiritual.
En esa iglesia, cosa curiosa, no había muchas diferencias de clase, todos estábamos bien jodidos, veníamos del Estado de México y de otras ciudades del interior del país buscando ganarnos la vida en la gran capital, la fórmula legendaria que la iglesia conoce bien: la desesperación es origen de la fe.
B y yo convivíamos poco en la iglesia porque nos dividíamos en grupos de jóvenes y de jóvenas, de hembritas y machitos, pues. Las interacciones se limitaban a la cafetería donde tomábamos breves recesos entre un sermón y otro. Cómo él y yo, la díada de púberes emparejados y suspirantes por la distancia impuesta, se repetía. Nosotras con faldas largas y caras lavadas porque maquillaje y falda corta era pecar de vanidad y ellos con unos pantalones de Godínez prematuros que apenas atinaban a combinar con una camisa gris de burócrata. Todo era rígido, tieso, falso, un freno para las expresiones vitales. Debajo exultaban los cuerpos deseosos, vitales, urgentes.
Eran frecuentes los casos de chicas que “salían embarazadas”; así, como suele decirse, ellas eran las responsables únicas y merecedoras de la consecuencia, del castigo y de la vergüenza en sus cuerpos. Porque los hombres nunca salen embarazados, ellos no, si ellos no tienen nada que ver en el asunto, cómo va a ser.
En fin que un día apareció M, una linda morena de apariencia salvaje. Era obvio que mi amado B se había deslumbrado con la llegada de aquella chica y pronto empezó a prodigarle toda clase de atenciones. Yo reclamé y él aseguró que no había nada, que todo era imaginación mía. Y elegí creerle porque pretendí que la fe y la templanza forjada en los sermones bíblicos podría hacer que B contuviera sus impulsos. Así pasaron algunos meses.
Una noche de domingo B y yo nos quedamos solos en mi casa, B se abalanzó sobre mí dispuesto a consumar nuestro amor con una violencia digna de un macho cabrío. Me lo quité de encima como pude y lo eché. Así yo no quería.
Intentó una reconciliación al día siguiente pero yo estaba asustada, todo en mí me gritaba que no volviera a verlo.
El domingo siguiente, se supo del embarazo de M, la morena de fuego llegada unos meses atrás. ¿Quién era el padre del cigoto y futura criatura cristianísima? Pues sí, el mismo B que empezó a andar por ahí con cara de agobio y actitud de no entender nada de nada.
Hace poco me acordé de aquellos días y me reí. Era obvio, cosa de sumar A: el impulso sexual contenido, más B: otra chica en el panorama y C ¡por todos los dioses!: que M muy pronto dejó ver un vientre esférico coronado por unos senos desbordantes.
No hacía falta que el coro griego me advirtiera a gritos lo que estaba pasando.
Pero yo no quería ver. O no sabía ver.
En aquella congregación atestiguamos infinitos casos de B y M en la misma situación, jovencísimos incapaces de hacerse cargo de su sexualidad por una doctrina que promovía la ignorancia, el rechazo al cuerpo, la ceguera carnal.
Bendigo la hora (ah, qué bonito usar estas palabras fuera de esa liturgia) en que tuve claro que la religión era un anestésico y una cárcel que no quería y así pasé del lado de los apóstatas de la fe. Lamento las historias que deben seguir dándose a pasto en medio de ese terreno fértil para el abuso y la falta de consciencia personal.
Y hoy más que nunca le doy la razón a Patti Smith en su canción Gloria: “Cristo murió por los pecados de alguien más, no por los míos”
Por los míos, con suerte, voy a morir yo.
@AlmaDeliaMC
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