Ernesto Hernández Norzagaray
23/02/2018 - 12:04 am
El miedo en la política
Son tiempo de miedo en la política. Ese sentimiento intrínseco a la naturaleza humana, es un latido agudo que sale del estómago atraviesa el corazón palpitante y estalla en las neuronas agitadas. Provoca sudor y sube la adrenalina, como un termómetro a punto de derramar mercurio. Ninguna persona está exenta de sufrir su cruel latigazo, […]
Son tiempo de miedo en la política. Ese sentimiento intrínseco a la naturaleza humana, es un latido agudo que sale del estómago atraviesa el corazón palpitante y estalla en las neuronas agitadas. Provoca sudor y sube la adrenalina, como un termómetro a punto de derramar mercurio. Ninguna persona está exenta de sufrir su cruel latigazo, el chasquido que paraliza y siembra en un instante la angustia, la zozobra, el sentimiento que deja el abandono del poder, el que te da todo, pero en cualquier momento, en un tris, puede dejarte sin nada, frágil, expuesto, sin ápice de aquel control que dispone del destino de otros.
Ese malestar frecuentemente inesperado anima automáticamente a la corrección de certezas, valores, postulados. Y es el que pone a prueba la firmeza del individuo, la estatura ante el riego de perder la libertad, no la de movimiento que estaría incluida sino es que está en juego la conciencia del individuo. Que es el pilar que sostiene todo. Sin voluntad, uno es nada; es como un árbol sin agua en el desierto, un día sin sol.
Es lo que el filósofo hegeliano ruso, Alexandre Kojeve, planteaba de fondo en su texto clásico Dialéctica del Amo y el Esclavo, en el que explica las relaciones de dominio, de uno sobre el otro, del poderoso y débil. El amo que impone su voluntad, mientras el esclavo la acepta, aun cuando esta aceptación sea a regañadientes, por el riesgo que invoca el dolor, el desamparo o la muerte.
Sin embargo, el sometimiento de la voluntad que conlleva una dosis de miedo, también incluye el espíritu de rebeldía, la negativa al sometimiento, la búsqueda de la libertad individual o colectiva –No es casual, que bajo esta premisa Marx haya elaborado su teoría de la lucha de clases y haya provocado una revolución de las ideas en el siglo XIX.
Incluso ese grito liberador, al borde de la muerte de conciencia resiste, como sucede con aquel personaje de George Orwell en 1984 su obra señera, donde todo parece perdido porque de lo que se trata no es solo tener poder sobre el individuo, sino dominar su conciencia, y el resorte de la rebeldía se expresa en un guiño, una sonrisa leve, una señal silenciosa, mayúscula en cuanto significación moral frente a la vida.
Un paso atrás. La política es pasión creativa, si no estaría ausente de sentido, se reduciría a su envilecimiento en cualquiera de sus formas actuales. Ahí está la pasión largamente cultivada de López Obrador al grado que de tanto decir, raya en la retórica en los grandes públicos y es mesurada, precisa, entre las elites. El discurso plano sin matices. La idea fuerza casi mesiánica sobre la corrupción y la regeneración nacional.
Menos, pero más creativa, quizá por estar escrita al calor de una lucha social, es la de Javier Corral que con una voz sonora, decidida, lógica, persuasiva, sentimental, va al drama de la nación, el de la impunidad como proyecto de futuro, por encima de emblemas, colores, doctrina, hombre y mujeres de partido.
Al otro lado, se encuentra el discurso insípido, frío, calculado, de la mercadotecnia política, la conveniencia personal o el engaño como posverdad de las burocracias partidarias, de esa gente gorda y satisfecha que frecuentemente llenan las fotos oficiales de los gobiernos de cualquier color.
Es esa matriz que separa la pasión de la irrelevancia, hay un espacio para el miedo cargado de amenaza jurídica, expedientes guardados celosamente en los sistemas de información estatal y la fuerza sin misericordia del poder. Ese que va del abrazo estruendoso, las palabras afables, conciliadoras, perdona vidas, hasta el siniestro puñal escondido para dar el golpe trapero a quien amenaza con romper el statu quo, el establishment, el orden y las reglas escritas o no de la política.
Y peor es para el tránsfuga político, el desobediente, el desleal, que intenta romper los equilibrios regionales –qué mejor ejemplo hoy que los priistas bajo sospecha o perseguidos por la amenaza de perder libertad y fortuna- y que al tener cerradas las puertas en su partido va con el miedo encima a buscar amparo en Morena, o quizá luego en la coalición Por México al Frente, cualquiera es bueno, para alcanzar una nominación que le permita el vergonzoso fuero y evite se cumpla la amenaza abierta o interpósita.
El miedo sin asideros es el peor de todos porque es estar literalmente colgado de la brocha. Aumenta el flujo de adrenalina y lleva a la desesperación, la angustia, el desasosiego, la toma de decisiones en el peor momento, cuándo todas las opciones son malas, y estas obligado a tomar una.
Mientras en algún lugar, no tan remoto, se piensa que se afilan los cuchillos largos y se pintan las caras en plan de guerra. Es la antesala de una noche de sacrificio y aullidos en torno al fuego de la pira. El miedo está ahí haciendo su trabajo de topo en la conciencia atormentada. La mala conciencia. Los recuerdos que lo incendian todo y desvanecen el otrora poder omnipotente de los grupos políticos de Yarrington, Hernández, Padrés, Duarte, Borge, Sandoval, Malova.
Para decirlo con Cervantes Saavedra:
Así es –dijo Sancho-pero tiene el miedo muchos ojos y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima del cielo.
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