Alma Delia Murillo
10/02/2018 - 12:00 am
Vienen en busca de sus hijos muertos
Mis padres y Martín vivían en la sierra michoacana, el médico de cabecera de la familia era mi abuela: partera, curandera nata, cabrona con temple para limpiar heridas y tirar cubetas de sangre.
Ni siquiera pude tenerlos en fúnebre lecho; ni derramar sobre ellos un puñado de tierra.
—Suplicantes, Eurípides
Antes de que yo naciera mi madre perdió un hijo.
Tenía menos de dos años, era su primogénito y el que habría sido mi hermano mayor. Martín.
Habla poco del asunto, apenas un par de veces me ha contado detalles como si me estuviera diciendo otra cosa, cómo lograr un buen arroz con leche, por ejemplo.
Suelta uno o dos datos casi distraída y luego se levanta de la mesa con actitud de a otra cosa, mariposa.
Sé que le duele. Nunca pido saber más.
Mis padres y Martín vivían en la sierra michoacana, el médico de cabecera de la familia era mi abuela: partera, curandera nata, cabrona con temple para limpiar heridas y tirar cubetas de sangre.
Una noche me contó mi madre que después de la muerte de mi hermano, enloquecida por el dolor y mordida por el insomnio, se levantaba en las madrugadas a desenterrar el cordón umbilical del bebé que estaba bajo un árbol, donde lo había puesto mi abuela según la costumbre de su oficio.
En medio de los ataques de pánico y la depresión provocadas por la pérdida, ella necesitaba un ansiolítico. Aferrarse a ese cordón umbilical envuelto en trapos terrosos y hablarle a través de él a su hijo le daba calma. Ahí me quedaba hasta que me sentía más tranquila, volvía a enterrarlo y me regresaba a la casa cuando ya se veía el amanecer.
Qué insignificante me sentí la noche que me lo contó, una limitada incapaz de consolar a mi propia madre de un dolor que ni siquiera entiendo, para el que no tengo nombre ni yo ni el idioma español donde llamamos huérfano al que pierde a sus padres pero no sabemos cómo nombrar al que pierde un hijo. En eso llevaba razón don Jaime Sabines; pinches poetas, siempre tienen razón, por eso enloquecen.
En las Suplicantes de Eurípides, horrible y bellísima tragedia, el rey de Argos aboga por un grupo de ancianas, son las madres de los muertos de una guerra y han venido a suplicar que les entreguen los cuerpos de sus hijos.
Vienen en busca de sus hijos muertos. Quieren dar sepultura a aquellos que un día debieron darla a ellas, dice Adrastro al Rey de Atenas esperando que se conmueva.
Minerva Bello Guerrero murió el pasado 4 de febrero luego de más de tres años de buscar a su hijo Everardo Rodríguez Bello desaparecido junto con otros 42 jóvenes normalistas en Iguala. ¿Esa vergüenza histórica que llamamos Ayotzinapa seguirá enterrando padres y madres sin saber el paradero de sus hijos?, ¿sin tener la certeza de un cuerpo para descansar en el dolor?
Pienso en mi madre, ella vio morir a su hijo y tuvo la certeza de su muerte. Aún así, ese cordón umbilical, pedazo atávico de aquel cuerpo, la contenía, le daba calma, le ayudó a elaborar el duelo —lo que sea que eso signifique para quien pierde a un hijo.
Leo y releo esta línea de Eurípides: No quieren que levanten a sus muertos. Y en eso están hiriendo los derechos de los dioses.
Hay tragedias que provocan vergüenza, que son responsabilidad de todos los que pudimos hacer algo y no lo hicimos. El dolor de la incertidumbre, el tormento de una desaparición eterna en el alma de Minerva Bello es una de ellas.
A veces México es una pesada plancha de acero sobre el pecho. ¿Seguiremos hiriendo los derechos de los dioses hasta que no quede un solo derecho para los mortales?
@AlmaDeliaMC
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