Óscar de la Borbolla
22/01/2018 - 12:00 am
Turistas de la democracia
Ese crucero representa la antípoda de cualquier otro punto de reunión en México y, pensándolo bien, en el mundo, pues en cualquier otro sitio una red jerarquiza a los integrantes. Ocurre en las casas, en la familia: ahí, todos ocupan diferentes peldaños en la escalera de la convivencia: no es lo mismo el hermano mayor que el menor; el tío importante que el bueno para nada; cuentan la edad, el sexo y el dinero...
Hay una esquina de la Ciudad de México que me gusta; es el cruce de Avenida Juárez y San Juan de Letrán. Ahí, invariablemente, dos multitudes se enfrentan y rara vez alguien choca con alguien; son cientos de personas de todas las edades, colores y sabores que a la señal del semáforo forman una apresurada trenza de seres humanos cuyo único propósito es pasar al otro lado. Me gusta porque es un lugar donde se respira democracia: en ese crucero todos somos en verdad iguales: individuos únicos con la inercia de la propia vida a cuestas. Es un punto del país donde no existe el titubeo: todos están claros: van a lo que van que es lo suyo.
Ese crucero representa la antípoda de cualquier otro punto de reunión en México y, pensándolo bien, en el mundo, pues en cualquier otro sitio una red jerarquiza a los integrantes. Ocurre en las casas, en la familia: ahí, todos ocupan diferentes peldaños en la escalera de la convivencia: no es lo mismo el hermano mayor que el menor; el tío importante que el bueno para nada; cuentan la edad, el sexo y el dinero...
Donde se aprecia de un modo manifiesto, pues sus afiliados traen sobre el pecho y en las charreteras sus galones, es en la milicia: ahí el escalafón es muy claro; sin embargo, para asombro de todos; ocurre exactamente igual entre poetas: los consagrados andan con sus premios por delante como los generales con sus estrellas, y la estratificación llega hasta los poetas rasos que con la esperanza de algún día pertenecer a tan sublime cofradía soportan los desdenes y se conducen zalameros.
Esas jerarquías las he visto en todos los grupos por los que he pasado: filósofos y escritores; pero las descubro también en cualquier parte: no cabe duda de nuestro parentesco con los lobos. Ni siquiera las pandillas de amigos coetáneos y desenfadados presentan una suave horizontalidad, en ellas destaca el que siempre decide y el que ha de repetir dos y hasta tres veces una frase para que la escuchen.
La estratificación es consustancial a la naturaleza humana y nos parece no sólo normal sino buena: que cada cual ocupe su sitio y construya su oportunidad, que haga sus méritos si aspira a tener no sólo un sitio, sino un sitio de importancia en el espacio gravitacional de los gremios y de los oficios; porque no somos iguales: yo llegué antes y mi trabajo me costó, dicen, y practican de manera espontánea y ostensible un tipo de discriminación que a mí, al menos, me ocasiona nauseas.
Y por eso me gusta esa gente de paso que viene por la calle de Madero hacia avenida Juárez y viceversa. Ahí cada quien es quien es durante el tránsito; ahí no hay déspotas ni gusanos, ni señorones ni lacayos. Quizá porque no existe ningún lazo social entre los que cruzamos: no hay vínculos laborales ni académicos ni de sangre ni de nada. Un montón de individuos casi sin cara entre quienes me pierdo y, por un momento, pertenezco a un mundo sin jerarquías antes de que la conquista de la banqueta vuelva a instalarme, y mí y a todos, en el yo soy esto y aquello, en el yo valgo más y tú no vales menos.
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