Susan Crowley
22/12/2017 - 12:03 am
El discreto encanto de un museo
Este es uno de los secretos del verdadero arte, que el contador de historias, ya sea Pamuk o Darboven o tantos otros, jamás dejen de serlo.
Pasar el día en un museo, más allá de promover el turismo cultural, o saciar el ansia intelectual, o tal vez repasar nombres de artistas famosos, es dejarse cautivar por lo que no se ha terminado de experimentar en el arte. Contrario a los inmensos, fríos y hasta ostentosos museos, (Louvre, MOMA, National Gallery, o ahora en Puebla el museo Barroco, etc.) los pequeños y muchas veces olvidados espacios, son los verdaderos ámbitos en los que lo más profundo del arte acontece exhibido en vitrinas para contarnos una o mil historias. Pasajes personales de quien entiende que la vida también puede quedar atesorada a través de materiales coleccionados que, con el tiempo, van cargándose de una energía única, la de la memoria (Elan vital, diría Bergson). Objetos, sin mayor importancia, que van entretejiendo una nueva urdimbre, la de la empatía entre los seres humanos. Hoy no necesitamos datos duros ni cifras estadísticas, lo que nos urge es escuchar relatos, particularizar el mundo desde la primera persona, una historia de amor en Estambul puede acontecer de la misma manera en México o en algún lugar de Oceanía.
Dos museos, dos artistas: él, Orhan Pamuk, ganador del Premio Nobel, autor de El Museo de la Inocencia. Ella, Hanne Darboven, artista y músico alemana, unos dicen minimalista otros la llaman conceptualista, en síntesis una orquestadora de infinitos que permite a los objetos jugar con la música, las imágenes, la amistad y las miles de cartas y correos electrónicos que mantuvo con sus amigos, (Sol Lewitt, Carl André), y crear un universo, el universo llamado Darboven.
¿La sincronía entre Pamuk y Darboven? Recolectar el olvido, convertirlo en objetos (aparentemente desechables) y permitirles entrar en el ámbito de lo sublime. Construir historias, contar los segundos descubriendo cada uno de esos instantes que, en su conjunto, llamamos tiempo.
Leer El Museo de la Inocencia, es gozar una de las más bella y profundas historias de amor de la literatura, (al nivel de Proust, Swann y Odette de En busca del tiempo perdido, o Thomas Mann, Hans Kastorp y M Chauchat en La Montaña Mágica), el amor de Kemal por Fussum, queda impregnado en los objetos, constancia de los momentos imposibles de recuperar, ¿y no es la ausencia la más irremediable de todas las presencias? diría Proust.
En el laberíntico barrio de Beyoglu, en una esquina oculta, está la casa de Fussum, hoy el museo en el que se guardan todos los objetos que Kemal fue recolectando a lo largo de los años, mientras estuvo cerca de su amada: Colillas de cigarros que aún guardan los restos de color, fotografías de la época, perritos pretenciosos de Lladró, recortes de notas de sociales, broches de pelo, ropa, zapatos, bolsos, relojes, lentes, trastos viejos, etc. etc. En cada vitrina, capítulo tras capítulo, los objetos conforman la historia de amor de Kemal y Fussum.
A miles de kilómetros de distancia, cerca de Hamburgo, existe un museo atiborrado de objetos mínimos y olvidados. Se trata de una antigua bodega de café, propiedad de Hanne Darboven. A lo largo de su vida, la llenó de todos los objetos que podamos imaginar, desde los más pequeños juguetes de madera, instrumentos musicales antiguos, animales disecados, trastos viejos, armaduras de guerreros antiguas, maniquíes de los años treinta, la llenó también de amigos y de música, nada era poca cosa en este sitio. Los montones de artefactos que se acumulan entre salones, bodegas, pasillos y en el patio conforman el tiempo en un estado específico, justamente, pasando. Nada se queda fuera, aquí hay lugar para todos esos recuerdos materializados. Estamos frente a un museo de objetos que no son tesoros extraídos de sitios exóticos, tampoco son el gabinete de curiosidades de un acaudalado personaje del Renacimiento. Al contrario, son la suma de instantes, la peculiar contabilidad que Darboven va haciendo del mundo; la consistencia real de los segundos si es que el tiempo existe. Los restos acumulados, evocan momentos que invocan presencias.
De la misma manera, pareciera que Orhan Pamuk quiere atrapar hasta el último instante de esa historia que nos cuenta en el libro. Historia narrada a través de los restos que la han sobrevivido, en este caso los pequeños robos de Kemal (prendas y adornos de la casa de Fussum). Uno a uno en las vitrinas, nos hablan como si fueran palabras, muestran sentimientos, la presencia del ser amado creando un “en sí”, como diría Heidegger, que les permite ser más que simples cosas.
La idea de los museos surgió para utilizar ciertos espacios como contenedores de tesoros obtenidos en batallas; fueron también los sitios en los que se guardaron, como legado, las primeras colecciones privadas; más adelante se constituyeron en grandes salones para exponer el arte del mundo y reconocer la trayectoria de los artistas célebres. Cargados de costosos objetos, parecieran desligarse de las anécdotas, los sentimientos y las emociones que les permitieron ser parte de la historia. Con una postura vanguardista, los más grandes arquitectos del mundo, Hadid, Ghery, Koolhas Herzog y De Meuron, entre otros, han convertido a estos “vasos comunicantes” en obras maestras en sí mismas. Por el mundo, vemos caprichos personales convertidos en majestuosas edificios que a veces terminan por olvidar que necesitan contenidos. Incluso, siendo colocados en forma estratégica, han posicionado ciudades y propiciado el turismo cultural con grandes exposiciones que, ahora, llamamos los bluckbuster del año. Otros museos han sabido observar la naturaleza de la geografía y sin mayor imposición logran una adecuada relación entre espacio y contenido, uno de ellos Kolumba de Peter Zumpthor en Colonia o Punta della Dogana de Tadao Ando en Venecia, pero no escapan de la necesidad de mostrar exposiciones de grandes presupuestos que atraen hordas de públicos ansiosos de tomar la selfie.
Hay un tercer tipo de museo, el que apuesta ya sea por contar una historia, o por guardar una colección, objetos personales e intransferibles los cuales quedan como legado de quien durante muchos años los aquilató y valoró. Son casas o espacios reales, verdaderos “continentes” en los que habitó el artista sujeto del homenaje. También existen los museos de curiosidades que permiten exposiciones a escala humana, son ámbitos en los que aprendemos y “aprehendemos” lo más sutil y delicado de cada ser humano, su esencia, sus peculiaridades, sus modos de percibir el mundo. Algunos ejemplos son los museos Moreau y Delacroix en Paris, el Museo del Objeto en la colonia Roma, el Museo del Estanquillo en el centro de la ciudad o el Museo Carrillo Gil donde se guarda una de las colecciones más personales del arte moderno mexicano, la del Doctor Alvar Carrillo Gil y que se encuentra al sur de la ciudad de México.
A pesar de que existe un buen número de estos pequeños museos en el mundo, son poco conocidos y hay que aceptar que deben competir con las mega construcciones y ostentosas exposiciones mundiales.
El Museo de la Inocencia en Estambul y el estudio de Hanne Darboven cerca de Munich, son parte de estos singulares y cada vez menos comunes “vasos comunicantes”. Entrar a cualquiera de los dos, nos permite replantear la idea de para qué sirve y por qué debe conservarse un espacio museográfico. Más allá del ego de un artista o de un arquitecto, o un capricho del gobierno, el museo debe contener un espíritu y mostrarnos su alma; funcionar por encima de las necesidades inmediatas y comerciales y responsabilizarse por preservar la verdadera belleza de las cosas, eso que las hace permanecer y ser parte de nuestra historia.
Saber que existe una novela como la de Orhan Pamuk y poder leerla y visitar el museo son experiencias únicas. Deambular las calles de Beyoglu y toparse con la casa donde Kemal vivió su historia de amor y que ésta haya merecido ser contada creando un espacio para visitarlo, es de esos milagros que ya no se viven tan fácilmente. Penetrar el universo de Hanne Darboven a través de sus objetos/tiempo, es volver a hacer consistentes los instantes, sentir la música que los llena de densidad, dilatarlos para experimentarlos en su máxima cualidad.
Este es uno de los secretos del verdadero arte, que el contador de historias, ya sea Pamuk o Darboven o tantos otros, jamás dejen de serlo, y sigan invadiendo los espacios con su deleitante voz.
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