Author image

Alberto Ruy-Sánchez

15/12/2017 - 12:00 am

El sangriento amor a las sombras

Con enorme frecuencia surge la opción de sumarse a ideas y acciones totalmente injustificables (como militarizar a una sociedad, sumarse acríticamente a causas religiosas o no radicalmente sexistas y racistas, crear un estado de excepción donde los derechos humanos sean secundarios, construir edificios altos en zonas inseguras sin conocer la verdad del subsuelo, por ejemplo). Y se hace siempre enarbolando por delante de cada atrocidad, para hacerla obligatoriamente aceptable, argumentos deseables (la seguridad nacional, solucionar una emergencia, el triunfo electoral de los que se consideran a sí mismos «los buenos», aumentar la vivienda popular, por ejemplo).

«¿Qué hubiera sucedido si la ley de Seguridad Interior, con todo su espíritu añejo del militarismo latinoamericano, que ahora se discute en el Senado hubiera sido la ley entonces?». Foto: Cuartoscuro

Una y otra vez la vida política de los países ofrece, tanto a quienes tienen las mejores intenciones como a quienes no las tienen, la oportunidad de dejar de pensar. Es parte de su naturaleza.

Con enorme frecuencia surge la opción de sumarse a ideas y acciones totalmente injustificables (como militarizar a una sociedad, sumarse acríticamente a causas religiosas o no radicalmente sexistas y racistas, crear un estado de excepción donde los derechos humanos sean secundarios, construir edificios altos en zonas inseguras sin conocer la verdad del subsuelo, por ejemplo). Y se hace siempre enarbolando por delante de cada atrocidad, para hacerla obligatoriamente aceptable, argumentos deseables (la seguridad nacional, solucionar una emergencia, el triunfo electoral de los que se consideran a sí mismos «los buenos», aumentar la vivienda popular, por ejemplo).

Esa suspensión de la razón crítica subordinándola a una consigna partidaria, a una orden es conocido como «la banalidad del mal». Y ese mal vivió como pez en el agua en la historia política del siglo XX, lleno de utopias totalitarias (tanto nazis como estalinistas) que todo lo justificaron. La Declaración Universal de los Derechos Humanos al terminar la segunda guerra mundial fue un antídoto poderoso. Un convenio internacional en el que la enorme osadía era atreverse a estar de acuerdo en respetar derechos elementales que atentaron contra los intereses inmediatos de poderes esclavistas, autoritarios y militaristas de todos los países del orbe. No por casualidad, en un principio estuvieron fuera de esa declaración tanto la Sudáfrica hiperracista del apartheid, y la Unión Soviética totalitaria con todos sus países satélites. Regímenes dictatoriales que tardarían varias décadas en caer pero que se derrumbarían finalmente. O, en el caso del totalitarismo ruso, se transformaría en una mutación no menos tóxica, renovadora de la guerra fría con otros instrumentos.

También estuvo fuera de ese Declaración el régimen dictatorial absoluto de Arabia Saudita, con su secta oficial, el salafismo, como justificación de su total intolerancia a la libertad de religión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de la mujer para decidir su estado civil o modificarlo. Y la intolerancia absoluta a cualquier límite impuesto a los gobiernos para defender a sus gobernados, es decir, para defender a los individuos de los abusos del poder. El salafismo, como el totalitarismo estalinista en su momento, se escuda tras un argumento supuestamente loable, de valores islámicos moralmente positivos para algunos creyentes justificando suplicios terribles, azotes y degollados cotidianos en la plaza pública, mujeres apedreadas hasta la muerte, encierros y ejecuciones al más puro estilo del Estado Islámico. La intolerancia absolutista de Arabia Saudita se difunde bajo la bandera salafista en el mundo con la más grande inyección de dinero que haya conocido la humanidad. Mayor con los años incluso a la inversión soviética en los países de su área de influencia mientras duró. Su «argumento positivo», su aceite más efectivo es el dinero. Pero el establecimiento de la secta más retrógrada del Islam en el mundo (se calcula que es un 20% del Islam mundial) es una base importante de acción futura que, incluso tiene un nombre para su cara sonriente: se llama en árabe «taqiya», que designa al momento de disimulo, de contención, de incumplimiento momentáneo del Corán en momentos de emergencia. El yihadismo, el salafismo vuelto acción sacrificial, lo usa como instrumento para esconder las intenciones de un ataque terrorista. Como parte de su «disimulo» activista o Taqiya, Arabia Saudita, el más cruel de los Estados feminicidas, logró en abril del 2017 ser elegido como parte del consejo de Derechos Humanos de la ONU en la Comisión de Derechos Jurídicos de la Mujer. No es paradoja, es Taqiya, disimulo, argumento blanco para una realidad ensangrentada.

Quienes vivimos los años setenta con la enorme inquietud cotidiana de ver cómo, amigos y conocidos de los diferentes países de América Latina se iban convirtiendo en censurados primero, exiliados o asesinados después mientras iban estableciendo sus dominios las dictaduras que marcaron a ese tiempo, no dejábamos de asombrarnos de que incluso ante las aberraciones inhumanas más crueles hubiera en esos países personas que justificaran y aplaudieran los atentados a los más elementales derechos de la humanidad.

Es decir, que se permitieron justificar una realidad terriblemente ensangrentada con el argumento de estar haciendo y defendiendo lo contrario: la paz militar. En los años setenta, los Estados militares de América Latina, por una ley de Seguridad Nacional volvieron permanentes estados de excepción. Y el argumento blanco, el argumento legal tenía una sola cara: lo que se llamó entonces y ahora La ideología de la Seguridad Nacional. Una ideología geopólítica totalitaria cuyo nacimiento en América Latina coincide cronológicamente con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, avanzando cada una en sentido contrario.

Nació en Brasil, en la Escuela Superior de Guerra, y se extendió como una doctrina poderosa en todas las escuelas militares del subcontinente. Tuvo una rotunda marca del National Security Act de los Estados Unidos y sus derivaciones continentales. Dejó de ser tan sólo un tema de estudios para convertirse en una práctica de gobierno sistemática durante el golpe de Estado militar en Brasil en 1964. La Seguridad Nacional, con la hegemonía «urgente» del aparato militar sobre la vida civil se volvió una ley que definía y obligaba a cada ciudadano a ser «responsable de la Seguridad Nacional», a tener como única regla de acción, expresión y pensamiento, los intereses de la nación, cuya estrategia será definida por las fuerzas armadas. Todos los ámbitos de la vida se vuelven tema de Seguridad Nacional. Como en el fundamentalismo islámico todos los ámbitos son regulados por la ley coránica, la sharia.

Las rudas escuelas militares de Perú, Argentina y Chile primero y luego todas las del subcontinente elaboraron versiones propias de esa misma Ideología de la Seguridad Nacional. Algunos, como Pinochet, en su terriblemente famosa e imitada obra Geopolítica no tuvieron pudor en escribir que esa ideología de seguridad, que incluía la subordinación urgente de los derechos ciudadanos, se inspiraba en Mi lucha, de Hitler. En Chile, el componente religioso se sumó aguerrido a la ensalada definiendo que todos los derechos de los individuos deberían estar subordinados a la ley divina. Se entiende que el intérprete de la ley divina es el gran general, apoyado por su confesor de cabecera.

No es casual que en Chile, la Seguridad Nacional como Ideología supuestamente blanca en contra de los Derechos Humanos también haya incluido en su túnica y en los guantes blancos que ocultaban la sangre, una activa política económica sostenida con capitales norteamericanos crecientes y por otro lado con las fórmulas de los Chicago Boys. Un seudo liberalismo económico extremo al que todo debe sacrificarse.

Perder los derechos más elementales de los ciudadanos fue muy rápido, por el «Estado de emergencia» que indicaba la prioridad de la Seguridad Nacional, recuperarlos fue un lentísimo proceso que tardó muchas décadas y no ha terminado.

¿Desde cuándo y cómo se ha estudiado en la Escuela Militar de México la ideología de la Seguridad Nacional? La genealogía del proyecto de ley que ahora se discute en México comienza sin duda en los horizontes de los regímenes militares del subcontinente.

Los frenos más grandes a la militarización de la vida política mexicana también datan de la postguerra. Fueron orgullo de México ante todos los países. Fueron fuente de prestigio mundial y de liderazgo continental. Y no por azar México fue, en los foros internacionales, gran defensor de la Declaración los Derechos Humanos. El esfuerzo de Alfonso García Robles para lograr el Tratado de prescripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe, tratado de Tlatelolco de 1967, iba también en esa dirección. Por la que México tuvo su primer Premio Nobel. El de la Paz. Pero también también el segundo se situaría, de otra manera, en esa misma tendencia a favor de los derechos humanos y en contra de los poderes totalitarios. La Academia Sueca señalaría claramente la importancia de que un escritor no se someta a los poderes. Non serviam, dijo el académico, una consigna antimilitar.

En el mismo Tlatelolco, al año siguiente, el horror perpetrado por Diaz Ordaz que costó la vida a cientos de mexicanos iba en sentido contrario, siempre en nombre de solucionar una emergencia de Seguridad. ¿Qué hubiera sucedido si desde ese momento el criterio y las decisiones de los generales hubieran tenido el derecho a decidir sobre la vida civil de manera total? ¿Qué hubiera sucedido si la ley de Seguridad Interior, con todo su espíritu añejo del militarismo latinoamericano, que ahora se discute en el Senado hubiera sido la ley entonces? El tema tiene múltiples aristas, paradojas y contradicciones pero negarse a pensarlas, negarse a pensar críticamente las consecuencias de establecer una ley que uniría a México con América Latina por su vertiente más obscura, es simplemente negarse a pensar: es el mal banal. Brasil fue el primer Estado militar de América Latina. ¿Se están sembrando las bases para que un poco más de medio siglo después suceda lo que hasta hace poco era impensable, que México sea el último?

Alberto Ruy-Sánchez
Escritor y editor. Hizo estudios de literatura y lenguajes sociales con Roland Barthes y de filosofía política con Jacques Rancière, Michel Foucault y Gilles Deleuze. Ha publicado más de 26 libros de narrativa, ensayo y poesía, entre los cuales las cinco novelas experimentales donde investigó y narró, una larga búsqueda del deseo: Quinteto de Mogador. Codirige con Margarita De Orellana desde 1988 el proyecto editorial independiente Artes de México. En el libro editado por Ricardo Raphael, El México indignado, explica su militancia por la poesía como socialmente urgente e indispensable para entrar en contacto con la realidad, más profundamente, con más libertad e imaginación. Foto de @Nina Subin.

Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas