Susan Crowley
15/12/2017 - 12:00 am
Receta para destrozar a un artista en diez minutos
Cartas a Van Gogh es una obra de arte. La maestría del grupo de artistas que trabajaron para animar este proyecto, permite al espectador experimentar lo que solo viendo un cuadro de Van Gogh se vive, siempre y cuando no lo volvamos víctima de la “selfie” antes de poner toda nuestra atención: el movimiento, el ritmo vertiginoso de la materia, el color y la grandeza de un pensamiento, el logro de que la pintura hable desde ella misma, y no desde su narrativa. El esplendor de una nueva era que estaba siendo anunciada por un artista.
Que debería titularse, ¿qué se puede decir de Rodin que no haya dicho Slim?, o como descubrir una de las mejores películas del año: Cartas a Van Gogh.
Camille Claudell, la víctima que sufre los malos tratos de Auguste Rodin en un montón de películas, vuelve a las andadas. Esta vez, en una versión por demás predecible y reiterativa de lo que se ha vuelto lugar común del mundo del arte: los abusos y humillaciones que sufría la asistente, alumna y amante del genio de genios, el escultor francés Auguste Rodin. El problema es que no solo ha sido sobre explotada la historia de estos amantes apasionados, las esculturas también fueron reproducidas sin cuidado y terminaron colocadas en muchos sitios que no le hacen justicia al artista. Contemplar la obra cumbre de Rodin, La Puerta del Infierno, mezclada con los olores de la cafetería tipo Sanborns del lobby del museo Soumaya, junto con la mala película recientemente estrenada en México son un verdadero trayecto al infierno.
Después de los primeros diez minutos la nueva versión cinematográfica expulsa de la sala. Es una lástima que pudiendo sacar provecho de un romance que conmueve, Rodin haya optado por los clichés en tonos grises aburridos hasta el infinito. En la película abundan escenas predecibles en las que los personajes hablan con frases para el bronce, solemnes y rígidas. Y es que retratar la vida de un artista es una empresa arriesgada aunque no quiere decir que no pueda hacerse. Y para demostrarlo tenemos grandes referentes: Caravaggio de Dereck Jarman, (1986); Love is the devil de John Maybury (1988). Y, sobre todo, la inesperada y sorprendente Cartas a Van Gogh, recién estrenada, (2017, Dorotea Kobiela y Hugh Welchman).
No hay duda, la vida de este artista es unos de los más explotados temas del cine y del arte. ¿Qué no se ha dicho de él, cuántos años llevamos viendo su trabajo reducido a estampitas y suvenires de museos?, ¿de cuántas maneras se ha contado la anécdota de la oreja mutilada hasta volverse nombre de un grupo pop español? ¡Dios!. ¿Cuántos tristes pasajes sobre las cartas se han representado de manera cursi romanticoide, sin que una sola de las imágenes plasmen la enorme creación del artista?.
Sin embargo, también existen antecedentes de obras maestras sobre Van Gogh, una creada por el director francés Maurice Pialat, (1991), que aborda la historia del artista con justicia y con la grandiosidad que merece. Otra versión notable es el documental El Poder del Arte en el que el historiador, Simon Schama describe, paso a paso, la capacidad que tuvo el artista de transfigurar el mundo y la naturaleza con gran intuición, una mirada propia que se empeñaba en mantenerse ajena a las modas y a los grupos impresionistas que influían el mundo del arte en aquellos años.
Esta nueva versión no se queda atrás. La trama es sencilla y bien estructurada. A través de una carta que debe ser entregada a Theo, el hermano de Vincent, la historia va tomando un tono de aparente thriller: ¿Van Gogh se suicidó o fue asesinado?. Las opiniones y testimonios se acumulan a lo largo de 94 minutos que se convierten en una esperanza para el arte y para el cine de hoy. En lugar de plantear falsas expectativas sobre la vida del artista, el guión es un pretexto para hablar del mundo interior, de la soledad, la incomprensión pero también de la grandeza y la voluntad que fueron definitorias en la vida de uno de lo más grandes genios del arte. A fin de cuentas, cómo haya muerto no cambia las cosas.
Cartas a Van Gogh es una obra de arte. La maestría del grupo de artistas que trabajaron para animar este proyecto, permite al espectador experimentar lo que solo viendo un cuadro de Van Gogh se vive, siempre y cuando no lo volvamos víctima de la “selfie” antes de poner toda nuestra atención: el movimiento, el ritmo vertiginoso de la materia, el color y la grandeza de un pensamiento, el logro de que la pintura hable desde ella misma, y no desde su narrativa. El esplendor de una nueva era que estaba siendo anunciada por un artista.
El artista holandés no se veía a sí mismo como un pintor más, él quería cambiar al mundo, lo observaba como una prolongación cuerpo a cuerpo, sin posibilidad de vacío o con el vacío como plenitud en la materia. Su capacidad de plasmar, ya fuera un rostro o la naturaleza, una noche en el pueblo o las estrellas, muestra al mundo que la genialidad es un acto de voluntad y responsabilidad que solo puede ser individual.
Van Gogh nunca fue un ser depresivo, ¡imposible!. Fue un esperanzado visionario que creyó profundamente en que, en algún lado, en alguna época, su trabajo sería valorado y cambiaría la manera de ver el arte. Trabajó incansablemente para ello toda su vida, incluso sabiendo que casi nadie valoraba su obra. A pesar de ello, era un hombre que gozaba profundamente con las cosas más sencillas y los momentos más simples, no necesitaba más. Su poder radica en haber vuelto cada cuadro una ventana del alma, una atmósfera donde todo es posible, el espacio para que la totalidad de la belleza se exprese en las cosas nimias: un florero con girasoles, sus zapatos, su humilde habitación. Todo el universo podía caber en estos sitios y permear cada pincelada de poesía y de amor.
Esa es la sorpresa con la película, además de mostrarnos a un Van Gogh perfectamente cuerdo (lejos ha quedado la leyenda de la locura como una imposibilidad o el desajuste emocional ligado a su obra), con una inteligencia y sensibilidad más allá de lo común, al animar las escenas de los cuadros que hemos visto tantas veces, renovándolos, tal y como Van Gogh hubiera querido que los viéramos, el director logra que la tecnología y la creatividad se sumen a favor del arte. Así es como deja de ser una obra temporal para convertirse en un trabajo artístico relevante.
Después de gozar esta experiencia cinematográfica, resulta evidente que un biógrafo no solo debe retratar la vida de un artista, tiene la obligación de encararlo y revivirlo desde su propia creación; mostrar pasajes de su trayectoria con arte y con belleza, con realismo e imaginación, con crudeza incluso. Cartas a Van Gogh hace al espectador cómplice de una historia, lo invita a penetrar en la obra del artista y lo eleva a la condición de cómplice de la sabiduría y el gozo que el genio pretendió ofrendar a la humanidad. Sin duda, esta será una de las grandes películas sobre la historia de un artista y pondrá muy alta la medida a quien quiera hacer cine arte.
Solo un detalle, la música. No es lo más atinado de la película. A pesar de que los fondos musicales ayudan a dramatizar ciertos momentos, la canción del final es un poco dulzona y sin mayor aporte.
Gracias a Cartas a Van Gogh se logra algo que el artista siempre quiso; encontrar en las cosas mínimas el máximo de belleza, observar y transformar la realidad inmediata en poesía. El arte es muchas cosas, sobretodo, un acto de amor a la humanidad y solo los grandes artistas lo saben dejar como legado para cada uno de nosotros.
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