En una banqueta de la avenida Álvaro Obregón estaba llorando desconsolado un hombre de unos 35 años. Su tristeza que solo era opacada por el tapaboca azul cielo. Era la expresión viva del daño humano que había ocasionado el sismo de ese mediodía por la pérdida de una vida, la de su hermano, mayor o menor, que más daba, y este hombre vivía en ese momento la desgarradura de la ausencia, la impotencia ante una circunstancia terriblemente inesperada y un desenlace que él sintetizaba en una idea: Mi hermano trabajaba ahí, donde está ese edificio colapsado y no se encuentra entre los sobrevivientes.
Su rostro bañado en lágrimas vivía el drama de ese vértice que oscila entre la negación y la aceptación. Aquel donde se agolpan los recuerdos probablemente de los domingos cuando echaban una “cascarita” con los amigos del barrio y luego las cervezas de la tarde; las fiestas de la familia por un bautismo o los días feriados cuando se iban al cine a ver la película de estreno; y el otro punto equidistante, el de la racionalidad, el de la fatalidad de la vida que es un volado circunstancial, que alcanza en el lugar y el momento más inesperado, el de ese mediodía cuando ya había realizado una parte de las funciones en su trabajo. Cuándo estaría pensando adónde iría a comer con sus compañeros y que pediría para satisfacer el hambre. Y, quizá, saliendo de la chamba tenía programado ir a recoger a sus hijos que quizá ahora están sin su padre y la esposa sin esposo.
El sismo nuevamente hizo un hoyo insondable en familias, barrios, la ciudad. En esa ciudad vigorosa y solidaria. Que no se amilana ante las tragedias naturales. Esa que se moviliza en este acto para todo. Que exige y reclama. Que corre y mienta la madre a los políticos descarados y corruptos. La que vota por la izquierda porque lo toma como asidero. La de los jóvenes solidarios que vi por miles organizando el rescate de las personas atrapadas. Que iban en carros, motos, corriendo con palas, barras, gatos hidráulicos, polines, hermanando sin distinción de clases sociales. Acompañados con la convicción de que la tarea en ese momento era ayudar a los que habían caído en desgracia, los que luchaban por la vida bajo el escombro, los que buscan o buscaban en ese momento trágico un halito de luz y esperanza.
Es la niña Frida Sofía, real o ficticia, que bajo un escritorio de su escuela espera pacientemente que llegaran Los Topos y la entregaran a sus padres. Que ya no son fulano y zutana, sino todo un país, que la ha adoptado como símbolo de nuestra resistencia ante la adversidad colectiva. Esa resistencia que muestra el músculo solidario de los mexicanos. La patria en el sentido más riguroso de la palabra nada que ver con la mercadotecnia de los festejos recientes del 16 de Septiembre y mucho más con la naturaleza del ser y hacer del mexicano.
En estos días queda pequeña la máxima de claudicación que veía Octavio Paz en el pueblo mexicano: ¡Pobres mexicanos!, que cada 15 de septiembre gritan por un espacio de una hora quizá para callar el resto del año. Hoy en esas acciones anónimas, ese pueblo dice lo que quiere que es una patria generosa y solidaria. Quizá, por eso el rechazo suyo e interpósito, que recibió el Secretario de Gobernación, quien llegó hasta la zona de los derrumbes con el fin de hacer presente al gobierno peñista.
Claro, se podrá decir que son voces aisladas, pero la irritación se pulsa en el ambiente, en los rostros ignotos y la rabia de la palabra y los silbidos.
No son bien recibidos estos pero tampoco otros políticos, que mejor ven el drama desde la comodidad de su casa o las oficinas partidarias. No atinan qué hacer, como sumarse a la movilización ciudadana, cuando su oferta de solo hace unos días era que con las coaliciones se garantizaría ya no digamos la gobernabilidad sino tener capacidad para responder a lo cotidiano, y porque no lo circunstancial, lo que hoy se vive en la Ciudad de México que demuestra que poco sirvió como prevención la experiencia catastrófica del 19 de septiembre de 1985. Ahí estaría como ejemplo en la Delegación Coapa-Tlalpan, el derrumbe del Colegio Enrique Rebsamen que sus constructores seguramente no se ajustaron estrictamente a normas antisísmicas y ha costado la vida de al menos dos docenas de infantes.
Y es que un sismo supondría mayor prevención en las obras autorizadas para ser construidas sobre el antiguo manto acuífero de la gran Tenochtitlán. Nuevamente la simulación y la corrupción. Que está visto cuesta vidas que no deberían perderse dejando padres sin hijos, hijos sin padres, hermanos sin hermanos.
Es lo que expresa el dolor de ese joven que lloraba, llora, por la ausencia de ese hermano que en un tris desapareció entre los escombros pero también llora por su ciudad, su país, que en esta circunstancia sale del letargo y la indiferencia. Que va con todo a prestar ayuda con lo que tiene. Es el tamalero que regala su producto a los rescatistas, los taqueros haciendo lo propio o los Topos que están dispuestos a perder la vida con tal de salvar la de otros. Y también son los soldados y marinos, y hasta los granaderos, que han dejado otras tareas para sumarse al rescate de los desaparecidos.
En definitiva, el sismo del pasado martes, ha provocado una gran tragedia, pero afortunadamente despertó lo mejor de la gente de esa ciudad que a muchos provincianos nos ha acogido, soy uno de ellos y lo vivido el 19 y 20 de septiembre al transitar por sus calles y ver los rostros de la gente ha sido una enseñanza de vida. Pero, muy especialmente me quedó con ese rostro ubicuo que sintetiza toda la tragedia humana. Nuestra tragedia.