Cruzar el portón de la casa de Patricia Molinar y Carlos Maciel en la bella Cuernavaca es encontrarse siempre con sus palabras amables y sus sonrisas generosas, es el reencuentro con los amigos con quienes has compartido la sal y la miel de la vida, y el compartir la cerveza, la risa, los recuerdos.
Pero, no sólo eso que es mucho, es entrar a una casa donde el amor, el arte y la naturaleza exuberante confluyen y generan una atmosfera que subyuga los sentidos, las emociones, las ganas de existir.
Esa casa situada en la parte alta de Cuernavaca la mandó construir el psicoanalista Erich Fromm a fines de los años cincuenta. Ya había publicado El Arte de Amar que estuvo influido por el amor que le profesaba a su esposa, la norteamericana Annis Freeman, con quien se había casado en terceras nupcias en diciembre de 1953.
Una mujer que sus biógrafos la describen como inteligente, alta y sensual, glamorosa y exuberante, y practicante de astrología con reputación de hacer predicciones acertadas, eso probablemente la vinculó al pensamiento zen y fue la causa de una intensa comunicación epistolar que sostuvo con Fromm y terminó convirtiéndose en un cortejo que derivaría en un gran amor que se cultivaría en medio de ese gran jardín que hasta el día de hoy permanece gracias al sentimiento amoroso que mantienen sus actuales residentes: la antropóloga Patricia Molinar y el historiador y artista plástico, Carlos Maciel, mejor conocido en el medio de la plástica como Kijano, ella nació en la capital de Durango y él en la costa guerrerense, un día las circunstancias y la política los reunió en las tierras que vieron nacer a José Revueltas.
Ellos hace tres años abandonaron el paisaje sinaloense, aquel de las espigas de trigo y volutas de algodón, el de los tomates carnosos y las flores amarillas de zempasúchil, su Universidad a la que entregaron una parte importante de sus vidas y afanes. Así pasaron a vivir el verde morelense en sus distintas tonalidades: verde glauco, esmeralda, foresta, sinople, jade, iridio u oliva que el visitante tiene a la vista al cruzar entre las plantas, los arbustos y los árboles recios, además de consumir un instante el sonido relajante del riachuelo que fluye por las piedras de la cañada y hermana con los interiores en un despliegue de matices sensoriales.
Pero, no solamente es el verde, que sin duda es maravilloso, sino la forma y el color en el sentido más amplio de la palabra, es acceder al espacio íntimo de los Maciel-Molinar, abordar una carabela antigua que lleva a cada momento por distintos paisajes de la creación y esa naturaleza cuidada con la maestría que dejan los años de cultivar los detalles.
Te da la bienvenida un mural de gran formato de su hermano Leonel quien en ese trabajo que llevó meses incursiona en lo más primitivo del ser, el deseo y la lujuria, a través de imágenes provocadoras donde el coito deja de ser un acto privado para exhibirse con la llanura que ocurre en el mundo rural y donde la zoofilia pecaminosa es un hecho tan cotidiano como el alumbramiento de seres que traen la semilla de nuevos coitos.
Sin embargo, es la obra de Kijano que se encuentra a cada paso por ese bello espacio, es el color intenso que le imprime a sus alegorías jocosas donde las mujeres ocupan un lugar central en su obra. Es el morado, el rojo, el verde, cualquiera color que potencie la fuerza en sus obras plásticas en un despliegue incontenible de imaginación y libertad.
Estar frente a una obra de Kijano es entrar a un espacio mágico de una historia antigua que el poeta José Ángel Leyva testimonio en ese bello libro que lleva por título: La noche del jabalí, fábulas de lo efímero (Praxis). Sus personajes son seres despojados de asideros morales que lindan en la dulzura de lo pecaminoso. Que flotan en un paisaje donde las flores no dejan de estar como tampoco pequeños visitantes que atisban desde un rincón de ese jardín que guarda todavía grandes historias de sus antiguos moradores.
La casa, además, es un espacio donde la palabra, la reflexión, la duda y el deseo de un mejor mundo, un mejor México, siempre está en las charlas de los Maciel-Molinar con los hijos y amigos que llegan desde distintas latitudes para maravillarse con la armonía que encuentra en esa casa, en ese lugar, de agradables contrastes.
Y es que ellos ponen cada cosa en su lugar, aquí una pequeña figura de un coito desprejuiciado, allá un lienzo con reminiscencias caucásicas y más allá un ventanal que permite ver el retozo imperturbable de un perro viejo San Bernardo que, solo de vez en vez, sacude las orejas para ahuyentar la mosca con su zumbido durante una tarde de verano.
Carlos y Patricia, como antes Erich y Annis, viven intensamente la reflexión, la lectura, la escritura, el arte y un amor insondable solo inteligible en aquellas palabras de Erich cuando al saber que Annis estaba enferma de cáncer de mama, cuando ese drama de la vida los puso en otro plano, y a ella la llevó a hacerse una mastectomía, en esos días sombríos Fromm le escribiría: Mi hermoso amor, te amo tanto que duele, pero el dolor es dulce y hermoso. Deseo que lo sientas cuándo duermas.
Las casas solariegas, esos lugares maravillosos, donde algunos pasan buena parte de su vida, y en ese espacio íntimo de gente maravillosa confluye el amor, el deseo, los amigos, la creación y la solidaridad, pero también como parte de la dinámica azarosa de la vida, están la fatiga y el desgaste natural que traen los años y nos va volviendo pequeños frente a la fortaleza de esos árboles macizos, imperturbables, como sus habitantes momentáneos que buscan en ese pequeño paraíso un espacio para el descanso bajo la sombra de una buganvilia.
Quizá, por eso Kijano desde la serenidad de su estudio, escribe con una prosa clara y nítida el quehacer de esos pequeños personajes que habitan el bello jardín que alguna vez disfrutaron Erich y Annis, y ahora ellos con sus amigos que cruzan de vez en vez el portón, donde siempre los recibirá el abrazo fraterno, la palabra amable y la sonrisa franca. La vida.