No era una noche más, era la del festejo de los primeros 80 años de esta institución cultural legendaria ubicada en el corazón de la Ciudad de México, en la mismísima colonia Guerrero, los organizadores de tan noble evento habían echado la casa por la ventana convocando a sus fieles y curiosos trayendo al lugar a algunas de las orquestas que han sacudido las paredes de este lugar que alguna vez, se dice, fue una bodega para guardar carbón.
Esa noche vimos pasar por el escenario entre otras a la orquesta renovada del inolvidable cubano Dámaso Pérez Prado, El Rey del Mambo, que efusivos recordaban sus piezas más emblemáticas: ¡Que rico el Mambo!, Guantanamera y los Mambos número 5 y 8; llegaron también los grandes de la salsa cubana que integran el conjunto Son 14 que interpretaron el mejor repertorio de su líder Adalberto Álvarez Zayas, el llamado Caballero del Son, con su A Bayamo en coche, Mi linda habanera o Jugando con candela; además, no podría estar ausente del festejo la cubanísima Sonora Matancera creada en 1924 por el gran Valentín Cané y que desde entonces recorre los mejores escenarios donde se reúnen los amantes de la música salsa. Estaban todos sus jóvenes integrantes de plácemes y su intérprete, un joven de buen ver sólo tenía la sombra de dos bellas mujeres que hacían el coro con voz, teta y caderas. Se escucharon las clásicas, aquellas bellas piezas que interpretaron doña Celia Cruz, Bienvenido Granda, Daniel Santos o Miguelito Valdés.
Para todos los miembros de las orquestas, seguramente el onomástico fue un acto de memoria agradecimiento, y un alto sentido de pertenencia. De encuentro con un pasado que no se ha ido. Que no se irá, mientras haya quienes gusten de lo guapachoso, encendido, incluyente de los ritmos caribeños que siguen siendo una música capaz de levantar un tísico. Alegrar la tarde a un enfermo o hacer bailar a un niño.
Y que mejor estética para significativo evento que la del Pachuco, aquel personaje de barriada que Octavio Paz en el Laberinto de la Soledad lo definiría como el compatriota que “no quiere volver a su origen mexicano; tampoco –al menos en apariencia– desea fundirse a la vida estadounidense. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo... Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.» Y que en las noches de rumba, aparece en las sombras, el vaho etílico y el humo de los cigarrillos.
Es la imagen irreverente zoot suit del cineasta Luis Valdés, que va por su segunda época en teatro con el actor Damián Bichir quien con la indumentaria inconfundible de estos seres de la marginalidad visten con elegancia, propiedad, pertenencia: Trajes holgados de colores provocadores, corbatas anchas como una banda presidencial y sombrero de fieltro con la plumita al aire a la Germán Valdez, Tin Tan. Calcos de charol que siguen elevando la presencia que se corona con la lenguaje irreverente de los chicanos: Aquella del ¡Ese, carnalitoooo…! Mirada evasiva y una danza profesional, ensayada mil veces para una noche como esta, dónde todos salen a espantar sus demonios. En esa fiesta los pachucos eran los reyes de la pista y el alter ego de los bailarines frustrados y capaces de reconocerlo en el otro. Compañeros momentáneos de mujeres dispuestas a compartir suela, piso, aire.
El gentío se arremolinaba ante estos seres incansables que lo mismo bailaban un mambo que un son; un merengue o una bachata. Marcaban el ritmo y la gente se contorsionaba con alegría. No había distingo de edades, clases sociales, color de la piel o preferencia sexual. La música convoca y democratiza los espacios, las catedrales que alimentan los sentidos une a los diferentes. Estaban ahí personajes del tipo de Cuauhtémoc Cárdenas y es que si uno saca las cuentas, el Salón Los Ángeles se inauguró en 1937, durante el gobierno de su padre. Aquel gobierno de corte popular que estimuló todas las iniciativas destinadas a reivindicar las mejores tradiciones culturales de la época.
La de los grandes salones como este o el desaparecido Salón México, donde la gente llegaba al ligue, la catarsis, o a bailar sin más, como él mejor. No se olvide que hasta hace unos años en el Salón Los Ángeles no se vendían bebidas alcohólicas, lo que le daba un toque sobrio como una catedral del pueblo. Una autocensura que hacía honor al carácter dancístico y sensual del lugar. Sin embargo, aquello ya cambio y ahora el visitante puede beber un whiskey mientras admira a las parejas que danzan a ritmo de la música de las grandes orquestas.
Esa noche salimos mi hermano Pedro y yo exhaustos con la alegría untada en el cuerpo, y todavía entre la algarabía y el ritmo de la Matancera. Tomamos un taxi y cruzamos el centro de la Ciudad de México, y no pude dejar de recordar mi época de estudiante en la UNAM, eran los años setenta y a los provincianos la Ciudad se nos ofrecía con todo lo que tenía y una de ellas era el encuentro con la música caribeña que se escuchaba todavía en radios de transistores.
Por supuesto, la del festejo no fue una noche más, fue simplemente única, para no olvidar, y sentirse vivo.