Adrián López Ortiz
20/07/2017 - 2:29 pm
La política que merecemos
No estoy de acuerdo. Cada vez es más evidente que nuestra clase política mexicana no está a la altura del pueblo que gobierna. Y no lo digo para repetir el lugar común de culpar a los políticos de todas nuestras desgracias, sino porque hay elementos recientes que muestran que los clanes que ejercen el poder no cumplen con sus deberes democráticos más básicos por tres razones: ineptitud, corrupción y mezquindad.
Casi siempre que uno habla de política en el café, surge un comentario que me revuelve el estómago: tenemos la clase política que merecemos. Un amigo politólogo dice que “La cuchara saca lo que hay en la olla.”
No estoy de acuerdo. Cada vez es más evidente que nuestra clase política mexicana no está a la altura del pueblo que gobierna. Y no lo digo para repetir el lugar común de culpar a los políticos de todas nuestras desgracias, sino porque hay elementos recientes que muestran que los clanes que ejercen el poder no cumplen con sus deberes democráticos más básicos por tres razones: ineptitud, corrupción y mezquindad.
Voy primero con la ineptitud. Basta ir a una oficina gubernamental para darse cuenta que ahí las cosas nunca funcionan como debe ser. Tenemos una burocracia holgazana y comodina. Regida bajo la ley del mínimo esfuerzo. Pero sobre todo eso se nota en instituciones que están ahí para dar ciertos servicios públicos como la recolección de basura, el mantenimiento de las ciudades o una agencia del Ministerio Público. Cada cambio de gobierno nos enteramos de las precarias condiciones en que operan: personal sin capacitación, falta de equipamiento, nula planeación, desperdicio de recursos. El cliente final -el ciudadano- contribuye con sus impuestos pero el estado no le retribuye. Nuestra burocracia no trabaja para la sociedad, sino para otros: el sindicato, el grupo político, los poderes fácticos.
En segundo lugar está la corrupción. Abundan los diagnósticos que demuestran lo caro que nos sale ser uno de los países más corruptos del mundo. Existe corrupción individual, pero la que pudre y determina el funcionamiento de todo el sistema es la corrupción institucional. No importa si eres una persona decente, intentar hacer algo dentro del sistema sin corromperte es prácticamente imposible. Me lo dijo un amigo constructor a quien respeto por honesto: si no suelto el “diezmo”, literal, me quedo sin empresa. Como ha dicho Gabriel Zaid, la corrupción ES el sistema.
Junto a esa corrupción hay que sumar el nepotismo, su pariente cercano. Tenemos una clase política que se enquista en el poder de manera patrimonial. No llegan allí a gestionar o administrar, mucho menos a construir una visión compartida de largo plazo. Llegan ahí para ser dueños. Para hacer negocios y poner constructoras, afianzadoras, comercializadoras de lo que sea. Protestan el cargo no para servir sino para hacerse ricos en lo que dura el periodo de gobierno. Da igual quien lo ejerce de manera formal: su papá, su compadre, su hermano. Y lo logran. Ahí están Javidú, César Duarte, Roberto Borge y muchos otros que también lo hicieron, pero fueron menos torpes. Menos soberbios.
Y por último está la mezquindad. Porque no solo lucran con el ejercicio público sino que además les vale madre la gente. En la lógica patrimonialista, puedo entender que crees una constructora, simules una licitación y ganes la obra de un Centro de Salud con un sobreprecio que te dará un jugoso negocio. Pero no puedo entender que además simules construir la obra, que medio-hagas las cosas y que la gente que necesita ese servicio se quede sin él. Es demasiado cinismo.
Esta semana “arrancó” el Sistema Nacional Anticorrupción con serias deficiencias. Al senado no le importa que funcione porque amenaza los intereses de su clase. A pesar de la energía, la generosidad y el conocimiento que la sociedad civil organizada ha puesto en el proyecto. Otra muestra de una sociedad que le queda grande a sus políticos.
Algunos estados de la república como Veracruz y Chihuahua ni siquiera cumplieron con el calendario para sacar las legislaciones locales. Otros lo hicieron de manera mediocre. En materia anticorrupción, no hay prisa.
En fin, es obvio que no hay voluntad política para sacar a este país del hoyo negro de la corrupción. No la hay porque sería un suicidio: nuestra partidocracia se sabe parte del problema y quiere estirar al máximo sus privilegios.
Por eso no me compro el cuento de que tenemos los políticos que merecemos. Los mexicanos no merecemos a Gerardo Ruiz Esparza. Los veracruzanos no se merecen a Javier Duarte. Los sinaloenses no nos merecemos a Mario López Valdez.
El argumento democrático dirá que llegaron allí votados por nosotros. Es cierto, pero el argumento está incompleto: fueron votados con las reglas de un juego que han venido diseñando ellos y donde la población participa cada vez menos. Un juego que manipulan directamente con nuestros recursos. Por eso tampoco les gustan proyectos como #SinVotoNohayDinero.
No dudo que tenemos políticos honestos y profesionales. Pero nunca ocupan posiciones de poder relevantes. Se les da juego pero con un mínimo margen de maniobra. Son la anomalía en un sistema simulador. No alcanzan para producir ningún cambio profundo.
Estoy convencido, si nuestra clase política no fuera el principal obstáculo, México podría cambiar muy rápido. Tenemos los recursos, el talento, el potencial. Pero necesitamos otra manera de hacer política. Otra visión, otros incentivos y otros actores. Urge construir la política que merecemos.
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